lunes, octubre 30, 2006

30.10.06

Por Luciana

acostado parece un cíclope en miniatura
un solo ojo alargado como una pestaña
su nariz es un tornillo que rueda en la noche
y la boca cerrada con un beso torcido

pocos elementos la galaxia de su cara
tierras opacas del cielo las huellas austeras
pero lagunas de melancolía en la lengua
hacen en su paladar un altar luminoso

piensa profundo en minotauros y laberintos
helena lo mira en el corredor de las horas

miércoles, octubre 25, 2006

Momentos en que la vida se transforma en una novela de Philip K. Dick

Por Playmobil Hipotético y Dragón del Mar

- Cuando ponés algo en el Google y te sale exactamente lo que estás buscando en el primer lugar.

- Cuando te llaman muchas veces preguntándote por alguien que no vive ahí.

- Cuando más de una persona te dice en el mismo día que soñó con vos.

- Cuando soñaste lo mismo que soñó otro.

- Cuando te sucede algo que habías soñado.

- Cuando vas al psicólogo y te das cuenta de que más de la mitad de las cosas que te pasaron —y que le atribuías a la mala suerte o al azar— fueron provocadas por vos mismo/a.

- Cuando ves por primera vez en persona a alguien que conociste en un chat.

- Cuando alguien te cuenta una anécdota sobre tu vida que vos no recordás ni en lo más mínimo.

- Cuando te das cuenta de lo previsibles que son los titulares de los diarios, como si la misma historia se repitiera una y otra vez.

- Cuando ves a una persona en algún medio de transporte público leyendo una novela de Dick.

- Cuando te encontrás con alguien que se llama igual que vos.

- Cuando bajás o subís una escalera pensando que hay un escalón de menos o de más.

- Cuando volvés a caminar, después de muchos años, por una calle cuyo tránsito en algún momento fue una rutina diaria.

- Cuando te sentís identificado con los personajes de una novela fantástica o de ciencia-ficción.

- Cuando te das cuenta de que en la mayoría de tus recuerdos figuran marcas de ropa, de comida, etc, como si tu memoria se hubiera transformado en una larga y aburrida tanda publicitaria.

- Cuando te mandás una cagada de la que nunca te creíste capaz.

- Cuando te das cuenta de que en realidad no conocés —ni nunca conociste— a alguien que creías muy cercano.

- Cuando te ponés en el lugar de la persona a la que le van a realizar un transplante de rostro.

- Cuando ves una vieja filmación tuya.

- Cuando te mirás en el espejo.

viernes, octubre 20, 2006

Zafiro (3ra. parte)

Por Zedi Cioso

El tercer jueves hojeaba desapasionadamente los "Fragmentos de un discurso amoroso" de Barthes mientras me preguntaba si se presentaría o no el indeseable de jogging. Por las dudas ya había tomado la precaución de hacerme con una provisión extra de billetes chicos. Aparecieron cerca de las diez y media. Un poco cansado de la remanida operación que mi cliente desencadenaba con sólo mencionar una palabra: "zafiro", me dediqué a observar a la acompañante del gimnasta. Era una chica alta, debía rondar el metro setenta, delgada y con largas piernas. Llevaba puesto un suéter de hilo beige y unos jeans con botas de gamuza marrones. Casualmente en ese mismo momento ella miraba hacia la ventanilla y, por decirlo de alguna manera, nos vimos, aunque yo fuera el fantasma que habita al otro lado del espejo. Entonces me concentré en la expresión de su rostro, indeciso ante qué actitud adoptar en esa incómoda circunstancia. Se ruborizó, cómo si percibiera mis ojos detrás del espejo y bajo la cabeza en un gesto colmado de pudor. Y yo me enamoré perdidamente. ¿Pero qué iba a hacer? Cada jueves representaba para mí la dicha de verla esos breves instantes y la tortura de conocer sus propósitos durante las cuatro horas siguientes. Estaba resignado: en un hipotético ranking de los peores lugares para seducir a una mujer, el que yo ocupaba marchaba primero por varios cuerpos de ventaja. Nuestro "vínculo" no prosperaba. Estábamos estancados. Ella, custodiada por el caballero cuya armadura consistía en un equipo de gimnasia. Yo, confinado al otro lado del espejo. Era víctima de una sempiterna condena: todos los jueves, cuando un águila de jogging se presentaba a desgarrarme el hígado a picotazos. Bueno, dije que no había novedades pero en verdad un día. un jueves en que me hallaba desesperado. Bien, es cierto que me he prometido contarlo todo pero esto. esta confesión podría acarrearme más de un problema. En los hoteles alojamiento, como en cualquier otra actividad, también hay códigos. Al carajo. En fin, un jueves los espié. Pido por favor que no me tomen por un depravado. Nunca antes lo había hecho y nunca más lo hice. Fue sólo una vez y, como ya dije, me encontraba desesperado. Era tan fácil que no pude resistir la tentación. ¿Cómo? Sencillo. Vamos. ¿Nunca se lo preguntaron? Con tantos espejos y pasillos, basta un guiño de ojos cómplice al arquitecto y listo. Es un beneficio extra que los dueños de los hoteles se regalan a sí mismos y comparten con sus empleados. Pero no todas las habitaciones. Apenas una: la ciento trece. Una puerta lateral del gabinete de limpieza comunica a un cuartito que se disimula detrás de un espejo. Fin del misterio. Al principio, cuando empiezan a trabajar, todos espían como locos. Después se cansan y en el cuarto sólo entran las chicas de limpieza cada tanto para remover las telarañas. Yo no. Yo nunca lo había utilizado porque va contra mis principios violar la intimidad de terceros. Pero ya lo dije y lo repito: aquel jueves me encontraba desesperado, abatido, al borde del abismo y le extendí al tipo de jogging la tarjeta naranja mientras pronunciaba con voz neutra:
-Habitación ciento trece, caballero.
Después llamé a Ángela, una de las chicas de limpieza y le pedí que me cubriera mientras iba al baño. Subí las escaleras de dos en dos hasta el primer piso y una vez ahí me encaminé hacia el gabinete de limpieza en la penumbra del pasillo, sigiloso como un ladrón. Mi arribo se produce apenas unos minutos después del de ellos. Él ya se sacó la campera del equipo de gimnasia, que yace inerte, colgada del perchero. Ahora está echado sobre al cama con el control remoto en la mano. Desde mi posición no puedo ver la pantalla por lo que desconozco qué está mirando, pero por los cambios que el reflejo azulado de la pantalla imprime sobre su rostro y los movimientos de su dedo pulgar supongo que está haciendo zapping. Un momento después deja de pulsar el control y los reflejos detienen sus restallidos y se estabilizan. Sospecho que se ha detenido en el canal de las películas condicionadas. Pero al fin y al cabo ¿Qué me importa lo que haga esa basura? Ella le da la espalda y opera la botonera a un lado de la cama. Regula el nivel y la intensidad de las luces y pone mucho empeño en lo que hace. Hace pruebas aumentando la intensidad de las dicroicas hasta su punto máximo y haciéndolas descender hasta que emiten el tenue resplandor que ella busca. Después prueba las luces rojas y verifica su contraste con las azules. En medio de esas pruebas comienza a elevar la luz que se alza sobre el falso espejo y tengo miedo que descubra mi silueta, pero nada sucede, yo habito el mundo invisible. Se toma sus buenos minutos hasta que el juego de luces la conforma. Debe ser decoradora de interiores, pienso. Después revisa los cuatro canales de música. En tres de ellos hay sintonizadas FMs que se caracterizan por difundir lentos y clásicos de los setenta y ochenta, presentados por uno de esos locutores que también publicitan jarabes para la tos y que se escuchan en todos los hoteles alojamiento y los consultorios de los dentistas. En el cuarto canal no hay radio sintonizada sino música funcional que provee el hotel a través de una bandeja triple de CD. Ella elige este último. Trato de pensar qué cds están puestos pero no lo recuerdo, porque suelo sacarlos de la caja de zapatos donde se amontonan e introducirlos en la compactera sin elegirlos, de forma automática. Supongo que uno de Ricardo Arjona (la mitad de los cds pertenecen a ese tipo) otro de María Marta Serra Lima junto al trío Los Panchos (muy apreciado a la mañana por los esbirros del viagra) y un inoxidable álbum de boleros interpretados por Luis Miguel, eso sería lo más probable. A todo esto el gimnasta sigue echado con una mano detrás de la nuca y otra sobre el control aunque no oprima los botones. Ella se pone de pie y se acerca a una mesita ratona que se encuentra cerca de la puerta de entrada, junto a un sillón. Primero se saca las botas y deja al descubierto unas medias de algodón cortas y de color blanco que no combinan con el resto de su ropa, aunque este detalle pasa desapercibido porque están ocultas por la caña alta del calzado. Después se desprende del suéter de lana y lo dobla prolijamente sobre la mesa ratona. Repite la operación con su remera. Después desabotona su pantalón de jean y lo tironea hacia abajo para desprenderlo lentamente, como si se tratara de una segunda piel. Al descender, la tela de jean va dejando al descubierto una minúscula bombacha rosa de encaje. Cuando se dispone a desabrochar el corpiño comprendo que ya no resisto más y abandono el cuartito. Cuando regresé a mi puesto de trabajo Ángela me preguntó si me sentía bien.
-Sí, qué se yo, más o menos. ¿Tarde mucho, no? Pregunté mientras trataba de calcular cuánto tiempo había transcurrido.
-No, te lo digo porque estás pálido como un papel, dijo Ángela mientras abandonaba mi cubículo a toda prisa: acababan de salir de una habitación del tercer piso y tenía que ir a comprobar que no se hubiesen robado nada. La vi pasar frente a mi ventanilla, trotando rumbo al ascensor. Me llevé la mano a la cara y descubrí que estaba empapada.

miércoles, octubre 18, 2006

El Pendejo (3ra. parte)

Por Matías Pailos

Eso me desanimó, pero tampoco ni que tanto. Una vez más, la pregunta:
-¿Vamos?
-Ajá.
Sonreía. Irradiaba, ¿qué? No sé. ¿Irradiaba?, me pregunté minutos más tarde. No sabía. No creía –me decía: es lo que quería creer. Quería convencerme de que valía más que el polvo. ¿Para qué más? Porque yo siempre busco todo, en cada oportunidad. Porque además de polvo, quería novia. ¿La quería para ser infiel? No lo tenía presente.
Caminamos. No le di tiempo para sentirse incómoda: ya la estaba rodeando con palabras. La película. El nuevo cine independiente norteamericano. La película. La banda de sonido. ('¿Viste? Empezó con 'The Killing Moon', el tema de Echo & The Bunnymen. Ajá. ¿Qué quiénes son?') La película. Mis impresiones. Mis y sus impresiones. A ella le había gustado. No, no le habían volado la cabeza. A mí sí. Eso dije. Eso me admití. (Digresión: ¿cómo saber si algo lo conmovió definitivamente, o uno solo juega al conmovido? Hay una decisión involucrada. Subterránea, quizás inconsciente. Hay una decisión. Lo que no hay es posibilidad de error: si se duda si nos conmovió definitivamente, tenga por cierto que nos conmovió. En ese entonces sentía sobre mí, de modo todavía acuciante, la condena moral a la máscara, al disfraz, al juego. A la exageración. Ya había leído Gombrowicz, todavía no me había analizado. El que dominaba mi conciencia no era el moralista kierkegaardiano, el incólume fanático. Todavía no lo había encerrado en el pasado, sin embargo… ¿Podemos volver al relato?)
Caminamos por San Juan hasta la estación de subte. Era temprano. No: no iba a tomar el subte, me dije. Mejor desaparecer en cuanto ocurra. Mejor que todo cierre, si no de modo dramático, al menos sí definitivamente: que ella desapareciera en la boca de subte. Yo me esfumaría más arriba. -Sabés qué, ¿no?: este es el momento en el que te pido tu teléfono.
Ella me miró. Al instante, sonrió.
-Todo bien, pero no estoy nunca en casa. Y ayer perdí el celular.
-Muy bien. ¿Soy muy indiscreto si te pido una dirección de mail?
Volvió a sonreir.
-No, para nada. ¿Tenés para anotar?
Claro que tenía. Me anotó su dirección, yo le anoté la mía.
-Una última pregunta: ¿cómo te llamás?
Adivinen: sonrió.
-Julieta. ¿Vos?
-Federico. Federico.
-Mucho gusto.
-El gusto es mío.
Nos besamos y ya no la vi más. Bueno: por ese día no la vi más.
Mientras volvía sobre mis pasos, en busca del 29 perdido, cavilé: ¡qué bueno es la conquista! ¡Qué bueno es la busca! ¡Qué bueno es hablar con minas! ¿Me dará pelota? Finalmente: ¿me la cogeré?
Pensé: qué espamentoso que soy para las solicitudes de teléfonos, cuánto recato, la reconch. Recordé, claro: las minitas aman los payasos y la pasta de campeón. Pasta de campeón, mmhh… payaso sí puedo ser. Payaso, ¿soy? Tengo que serlo más. Especulé: es el temor reverencial que me despiertan las mujeres, es el miedo atávico.
La burla. El menosprecio. El ninguneo.
El rechazo. La negativa. El fracaso.
Caminé más cuadras de lo necesario. San Telmo en esa zona no me merecía la mayor de las calmas. Caripelas que podían trocar fácilmente en maleantes que me despojaran de los escasos morlacos que llevaba encima. Quería, quiero, ahorrarme el susto del momento y la rabia posterior.
Vino el puto 29 y monté con decisión. Me tumbé en un asiento individual y, con los auriculares emitiendo las ondas sonoras provocadas por una populosa radioemisora de rock local, cerré los ojos, feliz.
No me pude dormir.

lunes, octubre 16, 2006

No hay problema, Willy










martes, octubre 10, 2006

10.10.06

Tu pie se refleja en el espejo y es como todo lo que te toca: de una belleza completa y lacia. La delicada piel de la planta duerme hasta el talón y yo no sé por qué pienso en tu perfume. Miro tu pie que apenas se mueve como por el viento o porque yo lo miro. Quisiera taparlo para cubrirlo del frío y que la sábana tome su forma a grandes rasgos.

miércoles, octubre 04, 2006

La teoría (segunda versión)

Por Dragón del Mar

En su adolescencia, Gerónimo sostenía que los grandes personajes de la historia eran viajeros en el tiempo que interpretaban un papel. La certeza se le cruzó durante una aburrida clase del CBC y desde entonces nunca lo abandonó. Con el tiempo, y en absoluta soledad, fue perfeccionándola. Si a los veinte la frontera divisoria entre los grandes y los pequeños personajes le parecía clara, dos años después ya había abandonado esta presunción. La imposibilidad de asumir una escala como válida, lo impulsó a sostener que todas las personas provenían del futuro, excepto él que claramente había nacido en el año 1979. Pero esta variante de la teoría también fallaba, puesto que conoció a mucha gente que no encajaba en absoluto dentro del perfil que, de acuerdo a sus estudios, debía tener un viajero en el tiempo. A los veinticinco alcanzó una (moderada) sabiduría, o más bien habría que llamarlo experiencia, que le permitió trazar una división convencional entre aquellos cuya vida, al igual que la suya, podía describirse por medio de una línea recta, y aquellos que habían retrocedido para desempeñar un papel con algún propósito determinado. Por entonces ya vivía solo y había naufragado en unos cuantos empleos, estudios, amistades y romances, de modo que había perdido la ingenuidad que ostentaba unos pocos años atrás. Ya no le importaban tanto las circunstancias, que después de todo eran inmodificables, sino los medios. La pregunta ya no era de dónde provenían las personas, sino con qué fines se decidían a interpretar un papel que, en principio, les era ajeno. No el cómo sino el por qué. Cuando alcanzó esta conclusión, que más bien le sonaba como un excelente punto de partida de algo, Gerónimo sintió por primera vez que su vida se estaba transformando en otra cosa.
Justo en ese momento murió su padre y él lo interpretó como una señal. Llevaba un largo tiempo enfermo y el desenlace había podido preverse desde varios meses atrás. Una vez, en una de las tantas internaciones que sufrió durante las últimas semanas, Gerónimo fue a visitarlo al hospital.
—¿Por qué viniste? —preguntó.
Su padre, conectado a los electrodos y a la sonda que lo alimentaba, lo observó con asombro.
—¿Qué querés decir? Si el que vino fuiste vos.
Gerónimo no se dejó amedrentar por su respuesta.
—A esta época, quiero decir. ¿Cuándo naciste?
El viejo tosió y murmuró algo incomprensible. Gerónimo se levantó de su silla y dio unas vueltas por la habitación. Su padre continuaba observándolo con recelo, como si no acabara de comprender las palabras de Gerónimo pero, al mismo tiempo, sospechando que éstas ocultaban una revelación.
—Nunca pudiste ser una persona normal —suspiró—. Siempre tuve la sensación de que te escondías de mamá y de mí, como si quisiéramos lastimarte de alguna manera. Nosotros hicimos todo lo que pudimos para que te sientas bien.
Gerónimo se detuvo en seco. No podía dar crédito a lo que acababa de escuchar. Había soportado la hipocresía de sus padres durante años, pero esto era más de lo que estaba dispuesto a dejar pasar.
—Lo sé todo —murmuró.
Procuraba hablar con tranquilidad, pero le temblaban las piernas.
—¿Qué es lo que sabés?
Gerónimo tragó saliva.
—Sé que viajaron en el tiempo, que tienen algún propósito, aunque ignoro si lo cumplieron o no… pero supongo que sí. Es difícil fallar cuando se sigue un guión. Vos y mamá fueron buenos actores, pero no lo suficientemente buenos como para que yo no me diera cuenta. Hace tiempo que lo sé. Desconozco cuál es el dispositivo que utilizaron para el viaje y dónde lo guardan…
Gerónimo se interrumpió durante un instante. Su padre había empalidecido. Lo escuchaba hablar con la boca abierta como un túnel. Al fondo de ese túnel se encontraba él.
—…Según mis cálculos —prosiguió—, aunque es muy posible que esté equivocado, ustedes nacieron alrededor del año 2350.
Permanecieron en silencio durante un largo rato. Gerónimo, mirándolo con suficiencia, buscando en los ojos de su padre alguna señal de reconocimiento. Éste, por su parte, lucía abrumado por lo que acababa de escuchar.
—Estás loco…. —dijo al cabo de unos minutos.Gerónimo esperaba muchas respuestas, pero no aquella. Su rostro enrojeció.
—Sabes que no —dijo—. Ya es hora de que me lo digas. No soy un chico. ¿O esto también es parte del guión?
—Loco… —murmuró el padre.
—¿Soy el único que está lúcido acá? —preguntó Gerónimo mirando hacia arriba, como si alguien más pudiera escucharlo— ¿Soy el único que no tiene guión?
El viejo rompió a llorar.
—No me vas a convencer con eso —disparó Gerónimo, cargado de furia— Ahora viene la parte en que te morís, ¿no? Te morís y la dejás sola a mamá. Pero a ella tampoco le importa porque así es su papel. ¿Y yo? ¿Nunca pensaron en mí?
Entonces se dejó caer sobre la cama de al lado y cerró los ojos con fuerza. Era como si alguien apagara un televisor. En esa oscuridad profunda vio dos ojos observándolo. Le latía fuerte el corazón. El llanto de su padre se movía en oleadas, acercando y retirándose.

(¿Continuará?)

lunes, octubre 02, 2006

Intercambio epistolar de un matrimonio proletario

Por Playmobil Hipotético
Pampa del Infierno, 14 de setiembre de 1984
Querida Edith

¿Por qué me escribís una carta después de 15 años?. Sería una pregunta lógica que te hicieras pero cómo todos sabemos lo racional y vos siempre se llevaron como el orto. Así que voy a pasar rápido por esta parte introductoria y voy a ir directamente al centro de la cuestión.

Tu vieja siempre me pareció una chirusa que no decía nada pero que seguro lo tenía totalmente sojuzgado a tu viejo. Me la imagino, él llegando a las 11.30 de la noche del taller, después de haberse tomado un tren y dos colectivos, muerto de cansancio, habiendo comido un sanguche de mortadela en el bar de la estación porque seguro que a ella le dolería la cabeza y no habría podido hacer la comida; él llega, trata de mear tanto cómo le sea posible, trata de despertarte a vos, pendeja caprichosa, trata de demorar el tiempo, pero finalmente sabe que tiene que entrar en esa habitación. Entra, cuelga la campera y tu vieja metida en la cama con un pañuelo remojado sobre la frente, el velador con la lámpara de flores semiencendido y apenas lo ve, empieza a suspirar, a actuar su dolor, y le dice que no puede más, que ella sóla no puede con toda la casa, que se tienen que ir a Concordia, que llamó su madre y que ojalá que se muera esa turra, Pedro, por qué sólo quiere lo peor para vos. Y así le habla durante dos horas hasta que tu papá se deja dormir por esa voz fina, estable, infinitamente estable que terminará por concluir que mejor a Concordia no ir.

Así eras vos. Eso eras. Una mina de mierda. Y sí, ahora lo sabés que no es cierto lo de “no sos vos, soy yo”; es verdad, era yo. Estaba hinchado las pelotas de vos. De tus constantes modificaciones, de la vez en que delante de todos mis amigos dijiste que yo en realidad nunca había ido a la colimba, que lo decía para hacerme el canchero, nomás.

¿Por qué te estoy escribiendo esto, después de quince años? Eso me lo pregunto yo, no vos, que no podés entender absolutamente nada. Te estoy escribiendo porque tenés que saber la verdad. Cada vez que tenía que cojerte porque me estabas manoseando la poronga durante veinte minutos hasta que me era más cómodo garcharte que soportar tus manos de serpiente venenosa, de araña, cada vez que lo hacía pensaba en Manolo, el carnicero de la esquina.

Y no, no es que era puto. Pero imaginármelo a él hacía que vos me dieras menos asco. Si te duele, me importa realmente muy poco. Nada. Es más, porqué te pensás que lo hago, si no es para que te duela, para que sientas como te clavan mil espadas en el pecho?

La venganza, ni siquiera es venganza. ¿Cómo podría vengarme de la vez en que echaste a mi vieja que estaba con el bastón recién llegada del hospital, la echaste a la calle, como si fuera una pordiosera?¿Cómo podría vengarme de la vez que simulaste estar embarazada para seguir rompiendome las pelotas por lo menos un tiempo más?

Te quise, la puta que te parío, lo peor de todo es que te quise. Me banqué cuando te cortaste las venas, cuando tomaste las pastillas, cuando te encontraba en posición fetal en el baño y me decías que tenías regresiones a la infancia.

El día que lo decidí fue cuando menos te lo merecías, lo sé. No me tendría que haber ido aunque más no sea por humanidad. Pero es que si no era ahí, nunca iba a poder hacerte tanto mal como te quería hacer. Porque lo que no quería es que te la llevaras de arriba. Y ahí agarré el bolso que había comprado hacía 8 meses y que lo había puesto en el único lugar que sabías que no ibas a revisar (lo hubieras podido vender, pero nunca hubieras puesto tus manos ahí), en la caja con las Revistas Gráfico del 60 al 73, paré el primer taxi que cruzó por Monroe y me vine acá. Y ahora no soy feliz, porque desde hace quince años que voy a una bruja que vive a la vuelta a que te clave agujas, te haga malificios de magia negra pero vos seguís ahí, como una liendre aferrada al pelo; desde hace quince años no paro de pensar cómo cagarte la vida.

Pero el otro día, me dí cuenta que así no se si te la voy a cagar, pero que al menos te la voy a hacer más complicada. Por qué no vas a poder dejar de abrir mis cartas, lo sé, porque esos ojos de lechuza la van a dejar dos, tres, cuatro días al lado de la caramelera que tiene los ganchos que nunca jamás se te ocurrirá poner en la cortina, pero la vas a terminar abriendo.

Hasta la próxima,
Walter