martes, diciembre 26, 2006

Ser padre hoy (2da. parte)

Por Matías Pailos

Desde ese momento, visitó Lanús con cierta regularidad. Dos veces al mes, más o menos. Se hizo más familia de mi familia. Se hizo más amigo de mi sobrina, de sus hijas, de mi hermana. Antes estaba muy apegado a la parentela de Clara. Ahora la cosa estaba más repartida.
Mal que mal, rehice mi vida. Al principio, solo cogía con putas. Hasta casi me enamoré de una. Pero no, no soy tan boludo. Después salí con una piba de mi edad. Una mina grande, bah… 60 años. Está bien: yo tengo más que eso. Estuve así, boyando, varios años.
Salí con varias minas más. Ser taxista te curte, y cogí más de lo que había cogido en mi juventud.
Es decir: tuve más levantes. Por supuesto que a los 60 uno coge mucho menos que nunca antes. Pero las minas me daban pelota. Y eso que seguía siendo tímido. Y eso que seguía dejando pasar oportunidades.
Mientras tanto, el pendejo creció. No me hizo caso, e insistió con la Filosofía. No solo se recibió, sino que ganó una beca doctoral. Paralelamente, fundó una empresa de asistencia para los que están trabados con tesis, artículos, proyectos… algo así. Pensé: este no va a ver un morlaco. Aseveré: este se va a morir de hambre. Juré: va a terminar viviendo en un monoambiente, sin ventanas, en la concha del mono. Eso. Y en efecto, no vio nada. Al menos durante el primer año. El segundo la cosa fue diferente. Recibieron, él y su socio inglés, pedidos de los lugares más exóticos. A mediados de ese año tuvo que contratar un empleado. Un mes después, tuvo que sumar a otro. Para fin de año, tenía a diez personas a su cargo y la empresa en plena expansión. Un año más tarde no corregía nada de nada. Cada tanto se daba una vuelta por el departamento de Belgrano que era la sede oficial de la empresa. Cada tanto visitaba a alguno de las 50 personas a su cargo. Estaba haciendo más guita de la que yo hice en mi vida. Ya era casi un hombre rico. Todo un hijo de puta.
Por ese tiempo publicó su primer libro. Una novelita barata. Una comedia de enredos amorosos. Un compendio de aventuras sin mucho riesgo a las que cualquier borrego de clase media protegida contra todos los males de este mundo está expuesto, a pesar de que ellos crean que salen a buscarlas, que son cazadores en la jungla de adoquines. Que se cogía a una, que se cogía a otra, que engañaba a la novia, que lo descubrían. Que un trío, que dos tríos, que tres orgías. El amor aparecía apenas de refilón. No tenía huevos. No ponía lo que no tenía sobre la mesa, pero no porque no los tenía.
Porque era un hijo de puta cagón. Y solo por eso.
De tal palo tal astilla, supongo. Pero yo no soy así. Yo nunca lo cagaría como me cagó.
Yo era una bola sin manija. Nada de proyectos, nada de planes, nada de reinserción en el mercado laboral previo. Supongo que me lo busqué. Supongo que, en última instancia, es lo que quería. Licenciado en Relaciones Industriales. Lindo título. Lo más medias tintas que puede imaginarse. ¿Qué hace un Licenciado en Relaciones Industriales? Buchonéa a la patronal. Es carnero a tiempo completo. Es el laburo perfecto para un culposo que quiera morir aplastado de remordimientos.
Me echaron. Bah: al principio, luego de casarme, iba cambiando de laburo cada dos o tres años. Siempre para mejor. No recuerdo en qué momento exacto la mano cambió. Me dejaron sin laburo. Una cerealera. Dije: tengo experiencia, tengo menos de cincuenta: voy a conseguir otra cosa. Y conseguí. Me costó, pero conseguí. A los tres meses estaba de nuevo sin nada. Meses. Meses sin nada. Meses de vivir del sueldo de mi mujer. Meses, ¿comprenden?, Meses. Meses de socavar mi masculinidad. Meses de malo, muy malo, y pésimo sexo. Meses de sentirme culeado por mi mujer. La comencé a odiar. De verdad, como solo un miserable odia: en secreto.
Llegado al año bajé drásticamente mis pretensiones. Acumulé laburos de nula monta. Cadete, telefonista, seguridad. Ahí me encañonaron por primera vez. Ahí dejé de sentir las piernas. Cuando metieron por segunda vez el fierro en mi boca largué todo.
Vegeté. No hice nada. Permanecía todo el día mirando las plantas. Sabía que el final se acercaba. ¿Qué final? Cualquier final. Ya no soportaba más. Ya no sabía qué quería.
Fue en medio de un coito fallido que Clara me dijo que quería que me fuera. Andate. Bueno. Los chicos. ¿Qué los chicos? Tenés que decirle. Le decimos los dos. Cuándo. En una semana.
Esto tampoco me lo pudo creer el hijo de puta.

-¿Cómo una semana? ¿Cómo aguantaste una semana? ¡¡¿Por qué?!!

Pffff… ¿cómo explicarle? Lo miré a los ojos. Le sonreí. Ya no era un chico. ¿Por qué lo parecía, entonces? Le expliqué: había arreglos que hacer, gente a la que avisar. El amor no es todo. El amor no es lo más importante, Federico. ¿Cuándo vas a aprender?, pensé. Pero no se lo dije. No le dije nada de nada de eso. No hablé de amor. No hablé de aprendizaje.
Al día siguiente de instalarme en la pieza de arriba de la casa de mi hermana, ya estaba arriba del tacho. Era, es, de Miguel, mi mejor amigo. El mismo al que no veía desde hacía treinta años. Lo llamé, le conté, le manguié. Dijo a todo que sí. A cambio, me contó su vida: divorcio, desamor, peleas con los hijos, operaciones, muchísima plata. Arriba del tacho me afanaron como ocho veces. Arriba del tacho tuve más miedo que nunca, y encontré un coraje desconocido. Arriba del tacho conocí a Laura.

miércoles, diciembre 20, 2006

Derecho a réplica por la Semana del Slip

Por Luciana

Ya que p de pau lo sugiere y además como no soporto que estos cuatro muchachos no me conviden a sus congresos siendo yo una mente afiebrada más; procedo a la exposición de mi punto de vista.
Debo reconocer que tanta honestidad en las presentaciones de estos chicos con temperaturas elevadas, me inspira a desenvolverme de igual manera.
Hay en la historia de los slips un paralelo femenino que cuenta con un mundo de gran complejidad.
Todo comenzó en mis tiernos seis o siete años de edad. Los domingos me encontraba yo, única hija, rodeada de personas mayores que eran las primas de mi abuela, unas viejas desagradables y pacatas. Si bien es cierto que no adoptaron la costumbre de tomarme de las mejillas y reírse enternecidas cada vez que hablaba, sí la falta de negocios de todo por dos pesos unido a su miseria, terminaba por abandonar, en cada uno de mis cumpleaños, un paquetito que contenía, siempre, una bombacha.
Habiendo enormes medias de toalla sin forma que nadie usa, pañuelitos bordados con los que da pena sonarse la nariz y acaban por enterrarse en el fondo del cajón de la ropa interior, estos dinosaurios optaron toda la vida por las bombachas que – encima – debía agradecer.
Lo primero que hacía con la bombacha era tomar una tijera y cortar el moño con una perlita en el nudo que solía ubicarse sobre mi ombligo (los jeans eran altos y a la cintura). La cuestión del elástico en forma de voladito era irreducible, si tiraba de una punta, la bombacha se convertía en un extenso hilo.
La verdad es que mi infancia junto a la ropa interior fue desdichada. Recuerdo que a la vuelta de mi casa había un local llamado La cueva de las patas cortas, donde mi mamá – además de darle clases particulares de lengua al hijo de la vendedora – me proveía de tristes bombachas y de medias ciudadela azules para el uniforme de la escuela.
De todas maneras, La cueva de las patas cortas me aportó una certeza que me produjo un sentimiento ambivalente: descubrí que mi mamá era capaz de elegir para mi primo un calzoncillo blanco con el mapa de África en lugar de uno azul, gris o negro; pero también entendí que las primas de mi abuela no me compraban esos adefesios con maldad y eso era, al fin y al cabo, una buena noticia.
La situación empezó a mejorar paulatinamente a medida que me acercaba a la preadolescencia. Algunas de las primas de mi abuela habían muerto y a las demás, desde el descubrimiento de su inocencia en la elección del regalito para mis cumpleaños, no les guardaba rencor. Pero a esto se sumaba el mayor deleite de los posibles. A pesar de mi reducido tamaño de busto, a los doce años no podía prescindir de sostén y así llegaban los conjuntitos de Caro Cuore en unas latas preciosas que eran la ostentación en su forma pura y no había otra opción que lucirlas en el escritorio de la habitación, aunque adentro una conservara resabios de la infancia: las famosas hebillitas pic pac que debían su nombre al sonido que producían al abrirlas y cerrarlas; gomitas para el pelo de todos los colores; un zapatito de la barbie cristal que no se puede tirar por si aparece el otro; etcétera. Así era como las mejores amigas obsequiaban estas latas los días de cumpleaños.
Ya en la adolescencia adquirí una profunda devoción por la ropa interior y aunque mi busto mantuviera sus pequeñas dimensiones, la industria había creado los corpiños con relleno y más tarde los push up que unen y modelan lo poco que había para unir y modelar.
Colores de los más variados, tangas pequeñísimas, medias con liga y demás eran una delicia, el cajón se había convertido en una cajita de bombones y qué más da que la pérdida de la virginidad me encuentra con una bombacha resucitada y comodísima - por lo estirada – de aquellos tortuosos años infantiles.
Aún hoy me pierdo por corpiños bordados; portaligas haciendo juego, con las mismas florecitas azules y violetas; medias finísimas de igual tonalidad e infinita variedad de prendas que terminan por hacerme gastar una fortuna aunque más no sea por partes.
Hay veces que funcionan como arma de seducción pero los cierto es que abrir la lata, romper el papel de seda que envuelve el conjunto, colocarse el portaligas que no es tarea sencilla y mirarse en el espejo, es una de las tareas más onanistas del mundo.

lunes, diciembre 18, 2006

Intercambio epistolar de un matrimonio proletario (III(

por Playmobil Hipotético
Pampa de los Guanacos, 14 de diciembre de 1984

Reverenda Conchuda Esthercita:

“Es inimputable”. Si fuéramos a juicio me dirían eso. Te creerían loca, insana, orate. Pero sos mucho más que eso. Yo lo sé. No sos loca, sos, lisa y llanamente, una hija de puta. Pero los convencerías porque te encanta jugar a que sos una víctima de mis inseguridades, de mis ganas de cagarte a trompadas.

La única vez que te pegué habías vendido toda mi colección de discos de jazz. Pero claro, no se los podías vender a alguien que te diera lo que correspondía por una colección que me pedía hasta la gente de Radio Rivadavia; lo tuviste que vender a un cartonero. El juez diría que sos inimputable pero bien sabés que lo hiciste porque fue la forma más humillante de mostrarme que no valía nada.

Al otro día, con el ojo hinchado saliste a hacer las compras, a pagar los impuestos, a pagar el alquiler, a hacer todo lo que nunca habías hecho. Y contaste a todos los que te conocían y a los que estaban delante y atrás tuyo en la cola que tu marido te había fajado sin razón, sólo porque habías querido ordenar la casa, sacar esos juntaderos de polillas que era la colección que yo había empezado a los 16 años.

La bruja de este otro pueblo de mierda parecía más dispuesta que la otra a hacerte mierda. Por lo menos, me pidió más cosas. Diez velas amarillas, catorce marrones, tres cabezas de gallina, cuatro docenas de huevos de codorniz, una pluma negra y treinta pesos. Pero sos inmortal, sos intocable.

Le llevé tu carta, pensé que iba a servir para hacer grafología, una carta astral, algo. Me dijo que esa no era su especialidad pero se puso a leerla y se conmovió. La convenciste, pedazo de turra, no sé cómo hacés pero a mil kilometros de distancia seguís siendo la víctima y yo el hijo de puta.

Los hijos de la bruja, unos pendejos desmechados, sucios y sarnosos, con más pitucones que tela en los pantalones, me corrieron, me tiraron cascotazos y las cabezas de las gallinas que había llevado para hacerte mierda.

Me estoy sintiendo mal y no es sólo por el vino barato que sirven en la terminal de micros. Estoy seguro que la bruja está usando la carta para joderme a mí. Porque claro, en la carta vos me perdonás, me decís que todavía estoy enojado por “aquello” y cerrás con el toque de espectacularidad que te encanta, el que te deja sola en la marquesina del cine de barrio. Porque es claro que ni siquiera podés pensar en otra cosa que el cine de barrio.

¿Así que tu vieja tiene Parkinson y su cuerpo parece repleto de un “enjambre de avegas”? ¿Desde cuándo hacés metáforas vos?¿O es que te están envolviendo los huevos en el suplemento cultural de Crónica? Me alegro, tanto pero tanto. Ojalá que no se muera nunca, que sufra hasta que se le estallen los dientes de tanto chocarse. Ojalá que el Parkinson sea contagioso, y cuando agarres la caramelera se te resbale de las manos y te mueras de un síncope. No. Mejor, mucho mejor: que te quedes paralítica, sin poder moverte y teniendo que mirar los restos de la caramelera tan preciada. Así, quizás así, estaríamos a mano. Viendo nuestras vidas destrozadas.

Walter

viernes, diciembre 15, 2006

Zafiro (7ma. y última parte)

Por Zedi Cioso

A esa altura ya habíamos forjado otra rutina: todos los martes me encontraba con mi peor enemigo. Él pagaba la habitación diamante, sin descuento y ella se hacía cargo de todos los extras que pedía por teléfono y que iban desde los más extravagantes juguetes eróticos a las más vulgares bebidas y alimentos del menú. Pero una vez que se disiparon las brumas de la furia que me cegaban pude analizar la situación con claridad y comprendí que me encontraba en una situación ventajosa y si hacía las movidas correctas podía llevarme el premio mayor. Sólo tenía que encontrar la forma de poner sobre aviso a Sabrina sin delatarme. Eso desencadenaría la ruptura y, aunque más no fuera por despecho, ella caería en mis brazos. Era un plan infalible. El problema radicaba precisamente en el modo de anoticiar a Sabrina sobre la naturaleza del engaño. Pensé. No se me ocurría nada. Tal vez un mensaje cifrado, algo que funcionara al modo de la publicidad subliminal. ¿Pero cómo trasmitirlo? ¿Dónde hallar el canal de difusión? Reparé en los detalles y encontré la respuesta en la afición de Sabrina por los dulces. Siempre estaba llevándose caramelos, pastillas o chicles a la boca. El Hotel entregaba, a modo de souvenir, una bolsita blanca con caramelos surtidos. A decir verdad, me sentí bastante estúpido en la soledad de mi habitación mientras recortaba papel celofán y dibujaba las letras con el esmalte de uñas hurtado a mi mamá. De todos modos aplicaba a la empresa la precisión de un orfebre. Tras varios intentos fallidos obtuve un resultado que juzgué óptimo y así fue que una semana después le estaba entregando al iluso de jogging una bolsita blanca que contenía tres explosivos mecanismos de relojería: los caramelos “Martes” “Mañana” y “Traición”. Incluso me pareció observar, a través del monitor que registraba las imágenes provenientes de la calle, cómo él le entregaba despreocupado la bolsita blanca, a modo de acostumbrado y gratuito presente. Casi no pude esperar hasta el miércoles siguiente, pero cuando el día finalmente llegó no advertí ninguna señal de parte de Sabrina y a la mañana del jueves volví a verla haciendo su entrada triunfal de la mano del infame vestido de atleta que entonó su aria consistente en una única palabra. Pero no me di por vencido y aguardé en pos de una nueva oportunidad. Y la tuve. El primer martes de noviembre mi buen amigo, quizá algo escaso de efectivo, en lugar de entregarme sus consabidos cien pesos depositó una tarjeta de débito en el hueco de la ventanilla y la extendió hacia mí. Traté de dominar mi emoción mientras me aseguraba de colocar correctamente los dos papeles carbónicos y apuntaba con letras grandes y claras la fecha y la hora. Después le solicité con suma cortesía que firmara el comprobante y le entregué su factura y me guardé la tercera copia en el bolsillo trasero de mi pantalón. Una semana más tarde entraba en el aula con música de película de espías resonándome en la cabeza. Tomé asiento al lado de Sabrina, como de costumbre y esperé el momento propicio, que llegó una hora más tarde cuando ella se disculpó, se puso de pie y abandonó el aula para ir al baño. Entonces yo extraje el cuerpo del delito de mi bolsillo trasero y lo deslicé subrepticiamente en su cuaderno de apuntes. Traté de colocarlo de forma tal que llamara la atención como un susurro en lugar de reclamarla a gritos. La maniobra resultó exitosa en grado tal que Sabrina no reparó en el comprobante sino hasta que la clase hubo terminado y ella se dispuso a guardar su cuaderno. Recién en ese momento percibió ese papelito algo fuera de lugar que parecía haberse inmiscuido entre sus apuntes como un inmigrante ilegal. Lo apresó entre el pulgar y el índice y lo extrajo lentamente. El delgado papel se dejó deslizar con suavidad entre las hojas hasta quedar desplegado por completo. Entonces Sabrina lo miró e hizo lo que el común de los mortales suele hacer con las notas de crédito: lo redujo a un bollo que arrojó lejos de sí. No sé cómo contuve mis ganas de arrojarme con alma y vida sobre esa pelotita de papel y desplegarla ante sus narices al grito de ¡Leé! ¡Leé! ¡Leé!
Esa misma noche soñé que asistía a clases en la facultad y en mitad de la lección descubría que iba vestido de jogging y este detalle ejercía sobre mi espíritu la misma impresión que si fuera desnudo o sólo llevara puestos los calzoncillos. Me desperté sobresaltado, esforzándome con obstinada urgencia por separar la viscosa membrana del sueño de la realidad, en esos brutales instantes de duermevela. Aquella era una pesadilla recurrente que sufría cuando era chico, pero llevaba años sin experimentarla.
Tal vez fueran los nocivos efectos oníricos, o el hecho irrefutable de que tan sólo restaban tres semanas para la finalización del cuatrimestre, los motivos de que decidiera dejar de lado todo resabio moral y jugarme por entero, sin medir las consecuencias. Me costó bastante trabajo convencer a Sabrina para que se reuniera a estudiar conmigo, pero al fin logré mi cometido. Entonces le propuse que nos juntásemos el jueves a la mañana, puesto que ese era mi día franco. Sabrina se sonrojó y dijo que ese día no podía. Entonces retruqué el martes, a eso del mediodía, y ella vaciló un poco pero después dijo que sí, que el martes estaba bien. No quise confirmar el lugar hasta último momento, para no darle la chance de modificarlo. Después solicité en el trabajo el día de estudio que me correspondía y el lunes a la noche la llamé y le comuniqué cual sería nuestro punto de encuentro. Tras mencionar la intersección de las calles donde se encontraba el bar le pregunté con malicia si se ubicaba.
_Sí, sí, me ubico perfectamente.
_Bueno, entonces nos vemos mañana a las once y media.
_Dale, nos vemos mañana, un beso,
_Chau, que descances, me despedí y prendí la tele. Ya daba por descontado que no iba a poder pegar un ojo en toda la noche.
Llegué al bar a eso de las diez y media, con tiempo de sobra para elegir la mesa con mejor vista al garage del hotel alojamiento, que estaba en frente. Pedí un desayuno que apenas probé y me entregué a una tensa espera. El tiempo transcurría lento y monótono, con la cadencia gomosa de una novela proustiana. Pasaron las once y media y Sabrina no aparecía por ninguna parte. A las doce y cuarto los que sí aparecieron fueron el hombre con equipo de gimnasia y su amante, a bordo de la moto. Ambos aguardaron tranquilos mientras el portón automático se elevaba lentamente, en sentido contrario a mis esperanzas que se clausuraban sin remedio. A las doce y media pedí la cuenta y guardé mis cosas en la mochila. Casi me llevo por delante a Sabrina en la puerta del bar. Estaba agitada y llevaba el pelo mojado. Me pidió disculpas y me anunció, tal vez a modo de compensación por la demora, que había conseguido la fotocopia de los apuntes de nuestro compañerito estrella, Darío Sapir, a través de una amiga en común. Retornamos a la mesa que yo había abandonado segundos atrás y le pedí un café al mozo, que sonreía con malicia. Ella se pidió un café con leche y un tostado y emprendimos nuestra jornada de estudio, aunque yo apenas podía concentrarme en lo que decía. Me distraía al pensar en la multitud de imponderables detalles que podían distraerla del garage en el momento preciso. Alguien que levantara la voz al otro extremo del bar. Un mozo que lanzara una carcajada. Una noticia de último momento con fondo rojo en la pantalla del televisor o simplemente que se levantara para ir al baño justo en el mismo instante que… Pero al mismo tiempo debía realizar un esfuerzo titánico para aparentar interés y concentración con el objeto de retenerla esas dos horas. Hasta que, exactamente a las 14:35, noté que el portón de salida iniciaba su despegue y traté de seguir hablando sin saber lo que decía, con el mero propósito de que ella no bajara la vista y se perdiera la función estelar del día. Y efectivamente Sabrina lo vio todo. Y lo que vio seguramente fue esto: un portón que se eleva como en cámara lenta para dejar a la vista a un hombre con casco sobre una moto y una chica de pelo suelto abrazada a su espalda que salen a toda velocidad.
_¿Que dijiste de Wilde?, me preguntó.
_¿Cómo?
_¿Que qué decías de Eduardo Wilde?, estabas hablando de Wilde y te quedaste callado
_Eh, que atacaba y se defendía de sus adversarios políticos a través del diestro uso de la ironía. Pero en verdad quería decir que era un reverendo hijo de puta.
Sabrina se quedó callada y no respondió.
Traté de prolongar un poco más la ficción del estudio y lo único que logré fue comprobar que mis fuerzas me habían abandonado. Pero justo en el momento en que me disponía a dar por terminado el encuentro se encendió una luz de esperanza y más que una luz me atrevería a decir que salió el sol de la esperanza en la noche de mi desconcierto, porque una moto que acababa de dar la vuelta manzana se detenía en la esquina y sus dos ocupantes, entregados a una fortuita rutina que me era desconocida, ingresaban al bar, saludaban al mozo y se instalaban cómodamente abrazados en una de las mesas del fondo.
En esta oportunidad fue Sabrina la que interrumpió su frase a mitad de camino. Entrecerró los ojos, como si adjudicara lo que estaba viendo a una ilusión óptica o una incipiente miopía. Noté que la mano derecha empezaba a temblarle.
_Disculpame un minuto, dijo y se desembarazó de la silla lanzándola hacia atrás con un violento golpe de cola. El ruido fue considerable y atrajo la atención de varios comensales pero aquellos tortolitos del fondo estaban abstraídos en su burbuja romántica y hacia allí, como un alfiler, se encaminó Sabrina. Al día de hoy aún me lamento que nuestra mesa estuviera en el otro extremo del salón y yo no pudiera escuchar ni una palabra de la discusión. El pudor o el miedo a la vergüenza pública impidieron que Sabrina alzara la voz, pero por lo demás, podría reconstruir la escena hasta en el más mínimo detalle. Ella se aproxima a la mesa a un ritmo rápido y decidido, con pasos de sicario. Llega y se queda parada frente a ellos lanzándoles la ingrata acusación de su mera presencia. Él se pone inmediatamente de pie, como si hubiese accionado un secreto botón de eject en su butaca. Creo que lo hace menos por un sentimiento de disculpa que para poder sostener la discusión cara a cara y no tener que soportar, en el plano físico, la misma inferioridad que en el plano moral. Ella conserva la calma en la medida de lo posible y para el observador externo no componen un cuadro diferente al de dos viejos amigos que acaban de reencontrarse tras muchos años sin verse. Sólo la delatan su mirada extraviada y el frenético movimiento de sus manos que, cada tanto, se entrecierran y lanzan todo tipo de municiones a través del índice a la mujer que permanece sentada e indiferente. En efecto, la mujer ha prendido un cigarrillo y fuma mientras mira hacia otro lado como si la situación no la rozara siquiera. Su aplomo me provoca envidia y escalofríos en igual medida. No hay cachetazos. No hay gritos histéricos. Cada tanto Sabrina señala en dirección a nuestra mesa, seguramente en trance de explicar su contingente presencia en aquel bar. Yo los observo con cara de no comprender. Él me mira pero yo soy invisible. Sin un espejo delante no puede, nunca podrá reconocerme. Tras cinco eternos minutos Sabrina regresa y empieza a recoger con furia sus útiles y apuntes para introducirlos a la fuerza en su bolso. Una de sus ágiles lágrimas rueda por su mejilla y realiza un salto mortal para caer sobre la fotocopia de apuntes y deformar una palabra que se torna ilegible. Actúa tan rápido y con tal determinación que cuando quiero reaccionar ya se está yendo.
_Me tengo que ir, anuncia.
_¿Te pasó algo? ¿No querés que te… pero no puedo terminar mi ofrecimiento porque ella se marcha sin despedirse. Trato de guardar mis cosas para seguirla pero cuando me pongo de pie la veo a través del vidrio de la ventana subirse al primer taxi que dobla la esquina y perderse en la ciudad.

La llamé todos los días desde entonces, pero nunca podía encontrarla o no quería atenderme, no lo sé. Faltó a clase las dos semanas siguientes y sólo se presentó el día del parcial, al que llegó diez minutos tarde. Se ubicó lejos de mi banco y escribió con gesto ausente por el lapso de una hora. Después entregó con indolencia la hoja al profesor y se fue. Seguí tratando de comunicarme con ella, pero todos mis intentos resultaron infructuosos.
Recién volvimos a vernos a mediados de diciembre, cuando entró al hotel por el ingreso peatonal de la mano de Darío Sapir. Ese mismo día presenté mi irrevocable renuncia.
Pidieron Zafiro.

miércoles, diciembre 13, 2006

Ser padre hoy (1ra. parte)

Por Matías Pailos

Que se muera. Lo odio. Que muera de una vez el hijo de puta. Qué egoísta. Qué egoísta de mierda resultó. Que flor de hijo de puta. Y yo que lo creía parecido a mí. ¡Qué equivocado! ¡Qué error! Parecido a mí. ¡Qué va a ser parecido! Es un hijo de puta. Ningún parecido.
Y eso que cuando me separé de su madre se vino, por primera vez en su vida, solito hasta Lanús para verme. Lanús, para el pendejo acomodado de zona norte que es, es el fin del mundo. Lanús es más allá del límite de la civilización. Atravesar Rivadavia ya le parece complicado. Ahora: atravesar el Riachuelo es caer de bruces en ‘El Barrio’, en la comunidad de clase media trabajadora de la que siempre renegó, a la que en el fondo detesta. Pero vos venís de ahí, pendejo. Sabelo. Por más que hayas nacido allá, en pleno Barrio Norte, y hayas vivido toda tu vida en Vicente López, vos sos de acá. Tu vieja es de San Cristóbal. Yo soy de Avellaneda, o Lanús, o Ezeiza. Vos sos la misma mierda indiferenciable, la misma medianía insulsa y falta de aspiraciones. ¡Qué vas a ser peronista! Vos no viste a un peronista en tu vida, pendejo. Vos no sabés lo que es el pueblo, vos lo ninguneás y aborrecés: vos estás impedido de ser peronista. En eso, como en todo, tenés una suerte inmerecida.
Cayó con el rabo entre las patas. Con un aire de desconcierto que nunca más le volveré a ver. El día anterior lo habíamos reunido a él y a su hermano alrededor de la mesa familiar. ¿Qué día era…? 21 de Octubre. El día de su cumpleaños. No estuvimos muy astutos, Clara, tendrás que reconocerlo. Venir a tirarle esa bombita justo el día que cumplía 20. Nada oportunos. Pensé que se iba a poner a llorar. Pensé que iba a tirar el televisor por la ventana. Al menos, romper algún vidrio. Nada. Nos dejó hablar. Incluso aceptó dejar hablar a su madre. Aceptó, a regañadientes pero aceptó, que Clara escupiera toda la mierda y el rencor y la desazón sobre mí. Lo vi. El pendejo ardía en ganas de replicarle, de corregirla, de ponerla en su lugar. No. Le dije: no. Dejala hablar. Y el pendejo acató. Me vio decirle no, y acató. ¿Qué veía en mí? ¿Qué veía cuando me miraba? ¿Qué era yo para él? Al principio pensé respeto. Después, cariño. Hasta en un momento me vi tentado, lo confieso, a pensar: admiración. Pero él no me admira. Él es más inteligente que yo. Él es más talentoso, simpático y fachero que yo. Él es más valiente. Yo lo sé. Él lo sabe. Creo que sabe que yo lo sé. ¿Por qué, entonces, no puedo dejar de pensar que me admira? ¿Por qué me admira?
Llegó, y no sabía dónde estaba. Era como si estuviera desorientado. Vení, le dije. Lo agarré del hombro y lo saqué a pasear.
Cómo hablé. Por Dios, cómo hablé. ¿Cómo hablé? Como siempre, pero más. Fui sincero, como siempre. Esta vez, además, fui expansivo. Le expliqué cómo, cuándo y por qué. Con tu madre ya no era lo mismo, le dije. Hacía años que no era lo mismo.

-¿Y por qué seguiste?
-Y…

le dije.

-No entiendo. ¿Por qué seguiste si no la amabas?

No entendió. Ahí debí comprender que no éramos iguales. ¿Por qué lo seguí pensando? Porque soy un gil. ¿Por qué lo sigo pensando ahora? Por lo mismo. Le expliqué, y la explicación fue triste. Le dije que hay cosas que me parecían más importantes que el amor.

-¿Qué? ¿Cuál?
-La familia. Pensá que yo crecí en medio de un ambiente familiar bastante desarticulado, con un padre ausente, una madre que se murió poco después que yo entrara al secundario, viviendo desde ahí con mi abuelo…

Le conté lo de la complicidad de la pareja, del proyecto compartido. Le conté de los hijos. Los hijos mantienen unida a una pareja que hace años que no se ama. Los hijos permiten seguir cogiendo.
No entendió, pero me dijo que sí.

-Yo no soy así.

Ya lo sé, le dije. Quizás yo soy así para que vos seas así. Pero seguí pensando que éramos iguales.

domingo, diciembre 10, 2006

Zafiro (6ta Parte )

Por Zedi Cioso


La semana siguiente sucedió algo curioso. Yo sé que curioso no es el adjetivo adecuado para describir la situación pero creo haber dejado suficientemente en claro que estos son mis primeros escarceos con la prosa. Las cosas inesperadas sólo suceden en la literatura fantástica y esto que cuento es tan real como la hoja en la que escribo así que dejémoslo así: sucedió algo curioso. El martes al mediodía el portón eléctrico se elevó y dio paso a una moto. Su conductor estacionó en el garage y ayudó a descender a su acompañante femenina. El monitor de catorce pulgadas en blanco y negro distorsiona bastante la imagen pero no cabían dudas acerca de la indumentaria del hombre. Cuando lo tuve parado frente a mí lo miré con todo el odio que mis ojos eran capaces de trasmitir, con la esperanza de que una porción de esa furia fuera capaz de traspasar la barrera de cristal reflectivo y llegara al centro de su ignominioso corazón.
_Una habitación diamante, por favor.
_Como no, caballero, respondí, tratando de recargar con amarga ironía la entonación de mis palabras. ¿Y fue cierto o producto de la fiebre alucinada que me invadía? ¿Pudo ese sujeto haber sido capaz de insinuar un guiño de ojo, pretendiendo de ese modo hacerme cómplice de su iniquidad y testigo de su hazaña de semental reproductor? Para peor, la mujer que lo acompañaba era como un negativo de Sabrina, a quien ofendía con su mera presencia. Debía rondar los cuarenta años y era muy alta o llevaba tacos de quince centímetros o ambas cosas. Tenía puesto un pantalón de cuero de tiro bajo y un suéter de hilo negro ceñido al cuerpo del que sobresalían dos perfectas esferas de Pascal que debían llevar la más prosaica firma de algún prestigioso cirujano. Ciertamente no vestía de jogging, pero un detalle la delataba: llevaba en la mano un bolso deportivo: ahí debían amontonarse sus calzas, sus zapatillas de última generación, sus vinchas flúo y demás menesteres que hacen al uniforme de una buena alumna de personal trainer. Les entregué la tarjeta para que se fueran lo más rápido posible. Sentía el invisible dolor de Sabrina como si fuera propio. Mientras caminaban hacia el ascensor apreté la madera del mostrador hasta que se me empalidecieron los nudillos, para contener mis ansias de saltar sobre ese energúmeno. Recibí tres llamados desde su habitación. Todos de ella. Primero me dictó un pedido con voz grave y sensual:
_Quiero los artículos 235 E y 128 D
Cuando consulté el catálogo descubrí con asombro que se trataba de un lubricante anal y un consolador extra large. Una hora más tarde solicitó dos whiskys, uno doble sin hielo y uno simple con hielo. Media hora después llamó para pedir dos hamburguesas completas y gaseosas.
Se fueron a las dos horas.
Él rengueaba.
Al mismo tiempo, mi relación con Sabrina discurría por los apacibles senderos de la amistad. Regresábamos juntos después de clase. A veces se nos sumaba su amiga, con el pretexto de que iba a estudiar a casa de Sabrina. Se llamaba Carmen y comencé a sospechar que yo le gustaba. Sólo meses después me enteré que ella se tomaba a la salida de la facultad el mismo colectivo que yo debería abordar para ir a mi casa de no haber mediado mi insensato cortejo. Una noche, en el viaje de vuelta Sabrina me preguntó si trabajaba.
_Eh, si, no… bueno, sí. Pero en algo que no tiene nada que ver con la Facu, por eso es como si no trabajara, ¿Entendés?
_Más o menos, ¿Y en donde trabajás?
La interrogación acerca de mi actividad laboral era plausible y sé que debía haber pensado en algo qué decir para ocultar mi verdadero trabajo, pero la verdad es que la pregunta me había tomado por sorpresa y mencioné lo primero que se me vino a la cabeza.
_Trabajo en un club, dije, y en seguida empecé a insultar al sistema de libre asociación.
Ella se sorprendió. _Ah, sí. Mirá que casualidad. Mi novio también.
_Sí, pero yo trabajo en la administración, hago liquidación de sueldos y esas cosas. Nunca me gustaron los aerobics, dije con un sesgo despectivo.
Sabrina acusó el golpe. _¿Y vos cómo sabés que mi novio da clases de fitness?
Empezaron a temblarme las rodillas ¿Podría acaso desenmascararme? _No, no lo sé
-traté de aclarar- pero me imaginaba que debía hacer eso, como la mayoría de los que trabajan ahí.
_Sí, -pareció tranquilizarse- es profesor de educación física.
_Ah, mirá vos.
_Hablando de eso, a vos no te vendría mal tomar unas clases.
_No, dejá, así estoy bien.
_Te lo digo en serio. Se te ve muy flaco. Si querés te presento a mi novio y le pedimos que te haga una rutina para el gimnasio. Podés hacerla en tu club y todo.
_Mirá, no me gusta el deporte, pero te agradezco de todos modos, dije como para cortar el tema. Pero ella ya estaba embalada y siguió hablando de su novio, sobre cómo se habían conocido en el colegio secundario y mi novio de aquí y mi novio de allá. Lo tenía idealizado. A duras penas contenía mis ganas de zamarrearla y gritarle un par de verdades. Por suerte el colectivo llegó a su parada y Sabrina se bajó sonriente e ignorante de la traición de la que era víctima.

miércoles, diciembre 06, 2006

¿Por qué el día de la virgen es feriado?

la previa a la virgen














la procesión