martes, enero 30, 2007

Ser padre hoy (4ta. parte)

Por Matías Pailos

Hasta que un día me fue revelado. Un viernes. Volvíamos de una milonga. Ella baila muy bien. Yo, ¿a qué negarlo?, me las rebusco. Prefiero el tango de salón, el baile clásico. Hoy día está muy de moda eso de revolear las piernas a los cuatro vientos y olvidarse de abrazar a la dama. Mariconadas. Perdonen, pero mariconadas. Bueno, me fui de tema. Volvíamos de este piringundín medio caretón, en el que a pesar de haber mucho pendejo, primaba el baile clásico. Precisamente por haber mucho pendejo, permítanme aclarar. No hay forma de revolear las piernas en un salón atestado de gente sin sacarle la cabeza a uno. Así que, a las patadas, todos bailaban como se debe. Habíamos cenado, habíamos bailado. Ahora, a coger.
Durante el trayecto, mientras yo manejaba, ella me acariciaba la cabeza. Eso me relajó. Además, me la puso tiesa.
Bajamos del auto. Ella subió y abrió la puerta. Yo me acerqué lentamente. Mi mirada en la suya. Sus ojos en mi boca. En mi pecho. En mi bulto. Le acaricié los hombros. Bajé por sus brazos. Dimos vueltas. No sabía dónde tenía mis manos, salvo que estaban recorriéndola. En el comedor le saqué la blusa. En la cocina me sacó la camisa. La detuve cuando pretendía tirarse en la cama. Removí su sostén. La senté. Retiré sus bragas y dejé que la saliva abandonara mi boca y recorriera la piel reseca de sus senos, panza y vientre, hasta perderse en bajo su vello púbico. Siguiendo su derrotero, yo también me perdí. La lengua se ocupó de atrapar migajas de mucosa liquifecta, que era sorbida por mi ávida garganta. Los gemidos se prolongaron. Se hicieron más intensos. Sus muslos lo oyeron, y comenzaron a trepidar a su ritmo. Más tarde, mis pocos pelos se tensaron en las manos de una mujer que reclamaba, enérgicamente, una pija adentro. Me paré. La miré. Le dije: mirá la pija, le dije: mirá mi pija, le dije: la vas a sentir adentro, le dije: tomá, le dije: tomá, le dije: tomá, yeguita, le dije: qué yegua que sos, le dije: cómo te gusta que te la metan hasta el fondo, y acabó.
Sus piernas se cerraron reteniéndome, apresándome, como haciendo patente, como destacando y señalando y resaltando lo que acababa de pasar y quién era el culpable. De repente, un alarido. Laura reía inconteniblemente.
Esa fue la primera vez que hablé. En mi vida. No la última.
La vez siguiente no dije nada. Cuando fuimos a la cama de nuevo ella dejó caer sobre mi oído un ‘hoy decime porquerías’. Se me puso dura.
No sé qué pasó por mi cabeza. Cuando me reuní de nuevo con Fede, en la estación de servicio de Libertador y Melo (por fin se había mudado solo. No había, sin embargo, mudado de barrio), debatiéndome todavía si hacerlo o no, él dijo:

-¿Qué tal las cosas con Laura?

Y le conté todo.
Evidentemente quería decírselo.

-Pero no es la primera vez que le decís cosas a una mina… ¿o sí?

Le dije la verdad.
Sonrió.
Hubiera preferido que se cagara de risa. Hubiera sido menos humillante, e infinitamente menos condescendiente.

-Y, escuchame, ¿ya probaste contándole historias?

Se ve que reaccioné de modo extraño, como pidiendo explicación, como no comprendiendo de qué estaba hablando, porque pasó a detallar a qué se refería.

-¡No! Tenés que probar, no sabés cómo se calientan. Las vuelve locas. Pero locas, ¿eh?

Debo haber reiterado el gesto, porque el muy forro prosiguió en la misma tesitura.

-Probá. Variá. Empezá con ustedes dos en la misma situación. Contale lo que están haciendo. Después ves. Las historias se te van a ocurrir solas. El siguiente escalón pueden ser los lugares raros. La cosa no tiene límites, te garanto. Podés terminar contándole cómo la viola un burro, o cómo te cogés a tres minas. No importa. Vos probá. Ella te va a poner el límite solita. Además, no hay nada cómo imaginar situaciones de infidelidad. No importa quién sea el infiel.

Pregunté.

-No. No importa.

Es decir que…

-Sí. No importa. Nadie está siendo infiel. Es solo fantasía. Si le contás cómo se coge a Jessica Cirio, y acaba con eso, no es que es lesbiana. Ni siquiera implica que considere la posibilidad de cogerse a una mina. No implica nada. Pero nada, ¿eh? Es como hacerse la paja de a dos, pero mejor. Es como compartir una fantasía, solo que en lugar de sacudirte solo, se la metés como quieras. Es inofensivo, y de las cosas más estimulantes que probé.

¿Era mi hijo? Digo: ¿él y yo compartíamos código genético? Me era difícil imaginarlo. Recelé de él. No pude dejar de lamentar constatar un progreso de generación en generación.
Por el momento con decirle porquerías bastaba.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya te lo dije, pero ahora lo hago público: el cuento me gusta mucho.
Me gusta cómo contás la escena de sexo, sobre todo la parte que va desde 'La miré. Le dije...' hasta '...y acabó.'
Hay sólo una oración que no me gusta: 'La lengua se ocupó de atrapar migajas de mucosa liquifecta, que era sorbida por mi ávida garganta.' En mi humilde opinión, con esa frase la escena, que se hace cada vez más excitante, se torna un tanto desagradable. Es la sensación que me provoca a mí, creo que tengo un problema con la palabra 'mucosa'. Después lo excitante retorna, más que nada con el párrafo que ya dije me gustó.

Espero no haberte ofendido, y perdoname porque sé que no querés que te comente, pero no me pude resistir (conste que te comento recién en la cuarta parte.)

knoppix dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Unknown dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
linux dijo...

Excelente,muy buenos temas de discusión
calderas