viernes, febrero 16, 2007

Ser padre hoy (5ta. parte)

Es notable cómo uno se miente. Fueron escasos los minutos que tardé en comprender que, no, no había desactivado de una vez y para siempre el darle vueltas a la ideas. Darle vueltas, dije. Nada más falso. Era la idea que me acosaba, que me insistía, que me daba vueltas, que se multiplicaba y me acosaban, y me insistían, y me daban vueltas. En cualquier momento iban a empezar a cagarme a trompadas.
Llegué al encuentro con Laura con dudas. Como la acción pone en retirada las neurosis, ya que no el pensamiento, que suele incrementarse, las vacilaciones se limitaron a cumplir funciones de coro griego. Muchísimo, dirán. Sí. Mucho menos, sin embargo, que no dejarme en paz.
Al momento de coger comencé con las porquerías de rigor. Me sentía bien. Me asombraba. El comienzo fue trabado. No estaba suelto. Me podía mover, ojo. Pero no estaba del todo en el asunto, con la mente acompañando el movimiento, con la mente jugando con el cuerpo, con mi mente y su mente y mi cuerpo y su cuerpo en el mismo lugar, para lo mismo, haciendo lo mismo. Juntos. No.
Yo no estaba del todo en sintonía. Pero casi. Sentía que casi casi, pero no, y se me escapaba. Seguía cogiendo. Cuando dije la primera porquería me soné falso. Ella no reaccionó. Pensé en bajarme. En dejar que siguiéramos hasta que todo terminara. Hasta la próxima oportunidad. No sé quién eligió por mí seguir. Le dije otra basura de rigor. Apenas un gemido. Repetí. El gemido fue más sólido. Le dije: puta. Al rato acabó, y yo con ella.
Me sentía como si no me sintiera, y estaba muy bien. Muy muy bien. Porque me sentía bien, seguro. Era, no obstante, como si no me sintiera. Intenté un segundo arresto, pero esos días ya se fueron para no volver. Estuvo divertido. Intentamos un 69. No podría afirmar que ella estuviera excitándose. Más bien era como una satisfacción ligeramente potenciada. Logré una erección. No así mantenerla. Repito, estuvo muy bien.
Los días posteriores pensé mucho en sexo. Poco, sin embargo, en la táctica Federico de contar historias, de fabular. Reparar en ella era en general pensar en una práctica impensada de un pueblo exótico. Llegada la fecha del nuevo encuentro, las cosas fueron diferentes.
Todo me remitía a sexo con Laura. Por partida doble: a sexo, y a sexo con Laura. No podía discriminar bien entre ambas. Comencé a pensar que, como un pelotudo, me estaba enamorando. Temí y deseé ya estarlo.
Un pelotudo enamorado, pero con suerte, y que coje. Y que, ¡Dios!, estaba de novio. Rarísimo. Me sentía comenzando a ennoviar, y deseaba y no temía volverme un novio de 60 años. Con toda la intención de boicotear un estado de cosas que me favorecía, que me hacía feliz, se hizo presente el fantasma narrativo. Me instigaba a abandonar mi presente de plenitud, a dar un salto, a seguir y seguir. Contar historias, me decía, no es una opción. No, porque ella lo quiere. No, porque vos lo querés. No, porque el sexo va a ser mucho pero mucho mejor. No, porque si no lo hacés, todo va a ser peor. No hay eterno presente. Vos sabés, nada permanece en su lugar. Permanecer es envejecer. A la larga, es morir. ¿Querés que lo que tienen muera?
Claro que no quería. Claro que el cúmulo de verdades evidentes se me venía encima, y volvían a acosarme. Sin embargo, todavía seguía, de cierta manera, sin sentirlo.
Entonces fue el cine. A instancias de Federico, fui a ver una película yanqui, muy corta, sobre una pareja que retomaba, diez años después (todavía eran jóvenes. Tendrían 30 años cada uno), un breve romance interrumpido. Era muy buena. No me pareció excelente, pero era muy buena, sí. Pero no hablaba sobre mí: hablaba sobre mi hijo. No importó. No era la película. Éramos Laura y yo, viendo una película.
Luego fue la cena, que tampoco fue una cena, sino otro modo de ser de Laura y de mí.
Conduje a casa, dejándome nuevamente acariciar el pelo. Hablamos poco. En alguno de nuestros cafés compartidos, desde mi separación para acá, Fede me había dicho, glosando no recuerdo a quién, que lo que uno quiere con respecto a la pareja es estar en silencio, pero estar bien en silencio. Asentí inmediatamente. Uno no quiere hablar. Uno no quiere el silencio incómodo. Lo que uno quiere es lo otro de eso. Pero lo quiere con ella. Fede escuchó lo que tenía para decir. Sonrió. Permaneció sonriendo desde mi primera aprobación.

-Yo no creo eso.

Eso dijo el hijo de puta. Echa luz sobre mi vida y después me dice que no está de acuerdo. Alguien más sensato… alguien más intuitivo, más bien. Alguien con más calle, más pillo que yo hubiera presentido algo. Al menos se hubiera puesto en guardia.

-Yo soy feliz hablando. Siempre.
-Siempre de vos.
-Yo soy lo que hablo. Y más. Pero todo lo que hablo soy.

El modo epigramático de hablar. Tan suyo, tan infantil. Bueno, Fede. Ahora era yo el que sonreía.
Pero solo que no lo hacía. Hubiera querido hacerlo. No lo hice. Me desconcertó. Siempre, en algún punto de la charla, me desconcertaba. Creía (siempre lo hice) entenderlo, en muchos aspectos, en lo sustancial. Veía, entonces, que me engañaba. ¿Por qué hablaba así? ¿Qué quería decir? ¿Quería decir algo, quería solo hacerse el astuto, el ingenioso, el culto? ¿Por qué quería eso? En general ni siquiera me preguntaba eso. Solo habitaba un desconcierto, una extrañeza incómoda. Algo vagamente desagradable. Súbitamente desagradable. ¿Cómo, no estaba hablando con mi hijo de un asunto importante? ¿Quién es este tipo, quién es este extraño? Más que nada: ¿dónde dejó a Federico?
No quiero hablar más de Federico.
Quiero contarles que estábamos en silencio, en el auto. Quiero contarles que ella me acariciaba el pelo, y que yo la miraba y le sonreía. Quiero decirles que transitábamos por todos los lugares comunes de una pareja mayor de enamorados, y lo hacíamos a sabiendas, felices, satisfechos. Llegamos a casa.
Ella subió adelante, y pude ver sus muslos y su firme culo, enfundado en la falda negra ajustada. Cerré la puerta y nos besamos. Puse mis manos dónde quería, en ese culo relleno y duro, en ese culo maduro y todavía jóven. Estaba al palo. Como hacía mucho no estaba. Ella se separó de mí y fue a la pieza. Caminaba de modo deliberadamente insinuante, de la manera en que la televisión y el cine nos enseñaron a calentarnos. Desde el marco de la puerta, me sonrió ligeramente, rimando con los gestos previos, y con el dedo, en la misma tónica, me dijo vení.
Dentro de la pieza nada fue como esperaba.
¿Cómo decirles? Ya cosa ocurrió así:
Al llegar me dio un beso. Corto. Un pico. Me dijo

-Sentate.

Y me senté. Me dijo:

-No te asustes. Quiero hacer algo. No sé si lo vas a aprobar, pero quiero hacerlo con vos. Porque siento algo muy fuerte por vos. ¿Entendés?

2 comentarios:

knoppix dijo...
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Unknown dijo...
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