domingo, mayo 27, 2007

Se acabó el exilio

Lo lamento. Estoy de nuevo. Acá

domingo, mayo 20, 2007

la incomodidad de la locura




Mi abuelo no sólo se rompió la cadera hace dos semanas. Mi abuelo rompió toda conexión con la realidad.

Mi abuelo siempre fue un hincha pelotas; cuando era chico, me seguía de incógnito - con un detectivesco sobretodo negro - para ver que no me pasara nada cuando iba a la plaza a jugar al fútbol. Hoy mi abuelo es un hincha pelotas: me pregunta cuarenta veces en diez minutos si soy titular de cátedra, me habla de la filosofía y la completitud, y después entra en una gelatina de palabras; una gelatina mal echa, de esas que vos ponés algo encima y se hunde; lo podés mirar desde afuera pero siempre te va a parecer que está irremediablemente abajo.


Mi abuelo siempre prefirió que yo no me moviera y que me quedara tranquilo, sin moverme, sin necesitar nada. Mi abuelo, por ejemplo, no entiende que yo viva solo. Y cuando digo que no lo entiende no quiero decir que está en desacuerdo sino que no entiende el concepto.

- Abuelo, soltate de la barra.

- Pero es que si me suelto, me caigo.

-Pero si estàs en una cama.

- No, estoy parado. Con el cansancio que tengo y no me puedo ni sentar.

- Abuelo, estás acostado sobre la cama.

- Bueno, tiráme una manta en el suelo y por lo menos me siento.

- Estás en la cama.

- Ah.

- Bueno, quedate tranquilo. Dormí que estás cansado.

- Y dónde me acuesto yo?

- Ya estás acostado. En una cama.

- Y dónde me acuesto? Aunque sea en el suelo.

-Abuelo, ya estás acostado.

- Mirá que estoy muerto. Quiero tirarme a descansar.

- Ves? Mirá.. ¿ves que son tus piernas?

- Ah, claro, no sé que me pasa.

- Bueno, ya está dormí. Son las 3 de la mañana.

- Y dònde me acuesto yo?



miércoles, mayo 09, 2007

PH en exilio interno: La medición del pene de Diego Corrales

Por Playmobil Hipotético

No todo el mundo puede entender el boxeo; tampoco es posible que todo el mundo entienda la muerte.

Ayer murió Diego Corrales. ¿Quién carajo es Diego Corrales, se preguntarán, que motiva que yo salga de un exilio interno que está siendo más complicado de lo que se creía originariamente?

Diego Corrales fue uno de los protagonistas de la pelea más emocionante que ví en mi vida. Ayer, justo ayer, cuando Corrales decidía viajar en moto pero no decidía que se iba a morir viajando en moto, se cumplieron dos años de esa pelea. La pelea fue entre José Luis Castillo y Corrales.

El boxeo supone la puesta en práctica de lo que todos, más o menos conscientemente, hacemos teóricamente: medirnos el tamaño de la poronga. Hasta el round 9, Castillo había hecho sangrar a Corrales por todos lados; en el décimo lo tiró dos veces.

Yo había grabado esa pelea porque me imaginaba que mi novia de ese entonces se iba a quedar dormida por el efecto del porro y porque yo me iba a despertar por un bajón considerable. Efectivamente, a eso de las 2 de la mañana, luego de irme a buscar lo que fuera que hubiera en la heladera, prendí la tele y empecé a ver la pelea.

Las banderas mexicanas de la parte más alta del estadio flameaban y el triunfo de Castillo era inevitable. X seguía durmiendo, yo seguía comiendo y la recuperación de Corrales era tan quimérica como lo iba a ser la posterior reconquista de X.

En el medio de la noche, en el medio de unos ojos hinchados de recibir golpes, Corrales descubrió que sus manos podían quebrar a un confiado Castillo y lo cagó tanto a palos durante casi treinta segundos que el referí paró la pelea y Corrales ganó por nocaut técnico.

Como un idiota, o más bien como si hubiera sido un fanático total de Corrales de toda la vida, empecé a saltar y a gritar con el único motivo de hacer lo único que se podía hacer frente a un tipo que ya estaba muerto y que, sin embargo, había matado.

Hoy, después de dos años de peleas y revanchas más o menos anodinas, Corrales se murió; es raro, pero pienso que es mejor que se haya muerto y no que se hubiera convertido en el eterno recordador de esos treinta segundos de un pasado que ya no vuelve. Para eso estoy yo.

martes, mayo 08, 2007

Ser padre hoy (7)


Por Matías Pailos


-Te voy a contar algo, papá. No te espantes. Yo fumo. Y no cigarrillos.

Okey. Podía soportarlo. Ya no me parecía algo tan grave.

-Pero no es eso lo que quería contarte. El otro día salí con unos amigos de la Facultad. Uno de ellos tenía merca. Les pedí que se peinaran unas líneas, que quería ver cómo se las tomaban. Uno de ellos, Gastón, estuvo particularmente insistente. Quería, aparentemente a toda costa, que probara. Me boludeó. Me boludeó de lo lindo. Decía algo así como “¿Qué te pasa, Fede? ¿Qué onda? Vos estás haciendo todo el camino por etapas. Primero fumás unos tres, cuatro años, mirás como pegan merca, después te clavás un ácido, después un éxtasis, después, solo después, te aspirás una línea. ¿Cuál es la diferencia? Hacelo ahora”. Tiene razón. Claro que tiene razón.
No te lo digo para que te preocupes. Hace más de tres o cuatro años que fumo, y no tengo ganas de probar otras cosas más fuertes, no todavía. Pero sí, si estoy haciendo algo, lo estoy haciendo por etapas. ¿Cuál es la diferencia de hacerlo todo de golpe? Ninguna. Una puramente mental. Si lo hacés todo de una, tu cerebro se encarga de reacomodar las fichas para que eso no te parezca forzado, para que se vea natural. Sin embargo, prefiero el recorrido escalonado. Y no es que afirme que estoy transitando por ninguna escalera, ojo.

Claro que es un drogón. Seguro que se clavó un ácido, el pendejo. Seguro. Sí, me preocupa. Le tengo miedo a las drogas, sí. Soy un viejo choto, soy todo el medio pelo que se pueda conseguir. Sí, ese soy yo. Tengo miedo. Tengo miedo que se bandee. Ese, sin embargo, no es el punto. El punto es que yo también prefiero viajar con escalas en el camino. Y el día anterior había quemado etapas a lo tarado. De apenas hablar, de solo insinuar bosquejos de historias, le zampo una de las más pesadas que se pueda imaginar. ¿De dónde salió eso? Del porro.
No nos engañemos: salió del porro. Sin el porro no hubiera visto la luz nunca. Claro: estaba en mí. Al menos como posibilidad, aunque más no fuera estaba en las cuarenta del mazo. ¿Quería que Fede se cogiera a Laura? Ni en pedo.
O sí. Pero ni en pedo.
O sea: ni en pedo.
Sin embargo…
¿Qué era ese ataque de celos? ¿Era mi “cerebro encargándose de reacomodar las fichas para que eso no me parezca forzado”? Porque de hecho me parecía forzado. Porque no la estaba pasando bien, pendejo. ¿Entendés? ¿Entendés, pendejo? Todo por tu culpa.
Ni siquiera lo podía enunciar de un modo convincente. Soy grandecito. ¡Soy su padre, por Dios! La responsabilidad sobre mi vida es mía, mía y solo mía.
Sin embargo…
Me resistía a creerlo. Quería culparlo, lo culpaba. Me moría de celos. De solo pensarlo, de solo imaginarme cogiéndose a Laura, se me paraba la pija.
Sí. ¿Qué me pasaba? De solo recordar a Laura gimiendo estaba a punto de acabar.
Hablé, les dije. Casi conté otra historia. Después me arrepentí. Después me solté. Los relatos fueron, desde cierta perspectiva, clásicos. Los protagonistas éramos, en general, ella y yo. A veces metía a otra mujer. A veces metía a su mejor amiga, una gortita tetona. Y se recalentaba.
Nunca, jamás, nunca ni jamás como aquella primera vez, fumada, con mi hijo.
Un día me animé.
Habíamos fumado otra vez y se lo conté de nuevo. Y después de coger, le pregunté si se cogería a Federico.

-¿Qué? ¡¿Qué?! ¡Ni en pedo!
-…
-Ni en pedo.
-Te lo digo en serio.
-…
-Yo quiero. Quiero que te lo cojas. Quiero que te coja.

Ella me miró. Enrojeció. No dijo nada.

-No sé

murmuró. Yo supe que había levantado la tranquera. Se lo iba a coger.
¿Lo supe? ¿Qué supe, qué vi? No vi, no supe nada. ¿De qué estoy hablando? Solo vi que se apagaba, o que prefería brillar a escondidas. ¿Qué vi o supe? Nada, a ciencia cierta.
¿Quería?

-Tenemos deseos y creencias contradictorias, papá. Más deseos que creencias, en algún sentido. La cosa es poner orden para gozar mucho y sufrir poco. La cosa es ser feliz.

Qué original, Fede. ¿En serio?
Lo que me reventaba era que él sí parecía implementar en el paño estas declaraciones. Mi asentimiento no se traducía en ninguna maniobra concreta. Aunque, ¿quién sabe? Hacer lo que le hice, decirle lo que le dije a Laura quizás, solo quizás contara como una traducción a una mayor satisfacción. ¿Y Laura? A Laura le fue presentado Federico.
Una cena. Una cena como tantas otras. El restaurante lo eligió Fede. Yo estaba inquieto. No va a pasar nada, me decía. Vino el vino. Las lenguas se soltaron. Se perdieron.

-El sexo hay que vivirlo a pleno. Nunca sabés cuándo se te va a cortar el chorro.

Ella sonrió. Sí, sonrió. Le sonrió. Sabía que yo estaba ahí, mirando, y le sonrió. Indisimuladamente, adrede. Para provocarme y solo para provocarme. Para excitarme. Para calentarse, la muy puta. ¿De dónde salió? ¿De dónde salí? ¿Quién soy?
Más, no puedo más. ¿Por qué ahora, ahora que quizás se me esté terminando la soga, ahora que quizás se me esté cortando el chorro?
Sexo. No hubo otro tema.
Estábamos tirados en el suelo, incomodísimos. Que lindo, es incomodísimo.
Él acerca su oído al de ella. Ella se ríe y sonríe. Le sonríe. Me sonríe. Es una gran, uniforme, incólume puta. Estoy a punto de estallar. Estoy recaliente.

-Después está el tema de las fantasías. Me están quedando pocas sin concretar.

Le sonrió. Él a ella. El círculo se cerraba. Era inminente. Las gigantescas sombras del futuro se cernían sobre el presente. Fastas o nefastas, ambas quizás, no podía comprender. Estaba cegado. De calentura, de celos. Tomé más vino.

-¿Cuál es la tuya?
-¿Mi qué?
-Tu fantasía sin realizar, Laura.

Ella no sonrió. Se quedó, copa en mano, mirándolo. Pero luego sí sonrió. Y mientras me miraba, sonrió.
Apreté cuchillo y tenedor. Separé otro filamento de entraña y me lo incorporé. Lo mástique poco y mal. Rápidamente, me hice de más y más pedazos, hasta que desapareció de mi plato.

-¿Estás bien, papá?

Lo miré. ¿Era mi hijo? ¿No debería ser uno como yo? Quizás lo fuera. Quizás yo no era quien creía ser. El lugar común, que para mi desgracia capté al instante, indigestó mi intelecto. El resto de mis facultades psíquicas ya estaban nubladas.
Llené la copa. La alcé. Lo miré a los ojos.

-Salud.

Brindamos. No sabía cómo había llegado hasta ahí, aunque me parecía bastante natural. Vi Federico en todos lados. Eso era. Sangre de mi sangre, eso era. Estaba dando de comer a la fiera. ¿Eso era? ¿Era yo otra víctima inconsciente de los mecanismos evolutivos? ¿Estaba operando selectivamente, aún sin saberlo, precisamente, quizás, por no saberlo, a favor de mis genes? ¿Qué estupidez es esta?
Debía huir. Ese no era mi mundo. Esta mano no es mía.
Hasta acá llegué. No voy a boicotear ninguna fiesta. Yo no soy así. No me meto con nadie si no se meten conmigo. No me meto con nadie. Ni si se meten conmigo. Soy un cobarde. Soy un soldado de futuras batallas.

domingo, abril 15, 2007

Apuntes sobre el tránsito a las drogas duras

Por Playmobil Hipotético

Estoy esperando que se baje el capítulo 13 de la tercera temporada de Lost. También que empiece la pelea de Manny Pacquiao, un filipino con cara de niño malo y peleador (una especie de Nelson pero más chiquito).





Mariela de Gran Hermano me parece hermosa; no así el compañero de Peluffo, uno que le dicen Tartu: es pelado pero le crece al pelo al costado, provocando ese perfil tan de contador lameculos.su estrategia de comentario televisivo consiste en poner cara de sorpresa, aplaudir como una teenager lo que dice cualquier otro panelista y hacerme acordar a un gordo quinceañeros aplaudiendo al espíritu de grupo sólo para sentirse parte de algo alguna vez; algo así como aquel al que sus amigos le piden que se ponga en bolas en el medio de una ruta y lo hace.


La cocaína es una droga un poco complicada, me parece. Ayer un amigo me decía: no te hiciste adicto demasiado rápido? Es verdad. No sólo demasiado rápido sino demasiadamente abstracto. Una sóla vez y fue suficiente para que tomar sea una buena opción.


Un amigo cool y su novia cool dicen que van a ver Turf; lo único que pienso viendo al de Supergrass cantar es que fea copia es el rock argentino.


Parece que, por suerte, la del otro día no era muy buena. Eso me hace creer que quizás el despertar sea mejor. Ese mismo amigo me dijo que la merca nunca deja de decepcionarte.

miércoles, marzo 21, 2007

Emancipación femenina

La integrante femenina de Afiebrados, Luciana, en uso plenipotenciario del teclado de su computadora, acaba de abrir un nuevo blog: La muerte del ratón. Pasen y vean…

martes, marzo 13, 2007

Ser padres hoy (6ta parte)


Por Matías Pailos


No dije nada porque nada entendía. Desconfiaba. Pero un hombre no puede mostrar esos recelos. No frente a una mujer. Hice un gesto rápido y breve con la cabeza. Evité sonreír. También procuré no mostrarme hosco y indiferente. Me es muy difícil transitar por superficies resbaladizas y movientes. Me dijo

-¿Ves? ¿Sabés lo que es?
-… Marihuana, ¿no?

Sonrió. Me sonrió.

-Quiero que fumemos.
-Mirá… si querés fumar… hacelo. No hay problema. Pero yo no…
-Pero si vos fumás.
-No eso.
-Es más sano que el tabaco.

No quería tener esa discusión. Menos en ese momento. En el momento en que me mira algo decepcionada, algo extrañada. Con una pizca de desprecio.
Las hijas de puta saben qué botones tocar.

-Tá bien.

En el acto, volvió a sonreír.

La dejé armando un torpe y regordete cigarro, ancho en el centro. No sabía que fumaba. Evidentemente, fumaba. No demoró nada en fumar. Evidentemente. Otra generación. Sabía que era más jóven, pero no que éramos de dos mundos distintos. Ella, seguro, calificaba de ‘puritanas’ y ‘chupacirios’ a las minas de mi edad. Tenía razón. Quizás ella misma lo fuera para una pendeja de treinta. Y mientras digo esto me pregunto si alguna vez podré ahorrarme los lugares comunes del pensamiento. No, quizás ya no.
Lo prendió.
Es probable que ya esté condenado. El rearmado, la reprogramación que mi mente exigiría para ello es, muy factiblemente, superior al alcance de mis facultades anímicas. Aunque tuviera la fuerza (y no la tengo), carezco de un elemento aún más importante: las ganas. ¿Por qué últimamente se me dio por leer textos filo religiosos? En ‘La agonía del cristianismo’ (en otro tiempo, y estoy hablando de cinco semanas atrás, ni lo habría notado. Quizás hubiera acompañado su visión con un gesto de asco, ni siquiera hubiera huido espantado. La semana anterior, sin embargo, al reparar en él en un estante medio escondido de la Biblioteca de Alsina, recordé que Fede hablaba mucho de Unamuno. Claro, de esto mucho tiempo ha. Todavía era adolescente. ¿No lo es, todavía?) ¿Qué decía, con respecto a las ganas? ¿Qué basta con tener ganas de creer para creer, o que no basta con las ganas?
Fumó.
Me lo pasó.
Fumé.
Estuvimos fumando un rato largo. Creo que un rato largo. En algún momento saqué a relucir mis cavilaciones en torno a la fe, las ganas, que si era un asunto viril o no.

-¿Qué cosa?
-La fe.
-¿La fe en Dios?
-No… sí… ponele. Ponele que la fe en Dios. Pero en general, digo.
-¿Y sobre qué otro asunto se puede tener fe?
-Y… en uno mismo. En los demás. Se puede creer en una persona. Se puede tener fe en uno mismo.
-Eso es tener confianza, en uno mismo o en los demás. La fe es otra cosa.
-¿Otra cosa?
-Fe es entrega absoluta. Como en el amor.
-Mmhh… entonces no sé si puedo tener fe.
-Yo sé que sí podés.
-Vos tenés confianza en que yo puedo.
-No: yo tengo fe en que vos podés.

Me tocó la cara. ¿De qué estábamos hablando?

-¿De qué estábamos hablando?
-… ¿Qué?
-… no sé. Qué linda que sos.
-¿Sí? ¿Te parezco linda?
-Me parecés hermosa.
-Estoy hablando como Federico.
-¿Cómo quién?
-Como mi hijo.
-Ah, no. Yo te quiero a vos, no a tu hijo.
-¿Sí?
-Sí.

Mi boca estaba en su seno derecho. Había quitado su blusa y removido su corpiño. Ella había quitado mi camisa.

-Estoy actuando como Federico. Podría ser Federico.
-Podrías ser tu hijo.
Había quitado sus botas, sus medias, su falda. Había quitado su bombacha. Yacía totalmente desnuda, exuberante, desguarecida en la cama, lista para ser abordada con violencia. Lista para ser violada.

-Si fuera Federico, en este momento sería Federico quien te estaría metiendo esto adentro.

Laura no era una mojigata. Nunca, en toda nuestra relación, podría afirmar que no disfrutó de uno de nuestros encuentros. Nunca, hasta eso momento, la escuché gemir como esa vez.
Había intensidad, había liberación, había estremeciendo en su grito. Había verdad.

-Si yo fuera Federico sería él quién te estaría cogiendo. Sería un pendejo de 30, con toda la fuerza, con todo el ímpetu, el que te calaría hasta lo más hondo, el que te la metería sin piedad. Así, así como te la estoy metiendo ahora, mi pija jóven, mi pija indiscreta, puta, así. Así, trolita, así, cagadora, putita infiel, así me estás metiendo los cuernos con mi hijo, hija de puta, tomá. Tomá, guacha, cogiéndote a mi hijo, yegua, trola, recagadora. Putita infiel, tomá tomá tomá, cómo te gusta culearte a mi hijo, cómo te gusta que te ponga en cuatro, así, y te la inserte hasta el fondo, yeguita, putita, tomá, puta, ¡tomá, tomá, tomá!

Jadeé, y no pude más. Ella hundió sus uñas en mi piel, y tampoco pudo más. Me fui, me extinguí y perdí la conciencia. Al recuperarla, segundos u horas más tarde, Laura todavía temblaba.
Hubo otros escarceos. Insólitamente, la pija se me paró de nuevo. Laura me chupó la pija cómo nadie más lo hizo. (Las putas no cuentan.) Volví a traer a la cama a Federico, la obligué a que se tocara, la hice tragar esa pija jóven y dura que no era la mía e hice que se tragara toda la lechita. Obediente y golosa, se limpió los restos con la lengua.
No puedo decir que no me sintiera muy extraño al día siguiente. La miré, y la miré raro. Ella lo vio. Agachó la cabeza. Pero sonreía. Me abrazó.
Cedí.
La besé, e intenté hacerlo tiernamente. Pude. Quise. La amaba. La amé hasta que se fue.
Al cerrar la puerta y quedarme solo, fui arrebatado. Un ataque de celos. Unos celos que no podían cuajar, que se negaban siquiera a ser dichos. ¿Por qué? Es evidente por qué.
¿Lo es?
Cogimos otras veces.

lunes, marzo 05, 2007

Intercambio epistolar de un matrimonio proletario (iv)


Por Playmobil Hipotético


Monte Quemado, 4 de enero de 1985


Edith:

Esther era la puta que visitaba cada vez que tu mamá se instalaba durante dos meses en el living de casa y no me dejaban ni siquiera dar vuelta el diario por que les molestaba el ruido. Una vez, vos te habías ido a hacer la manicura o a teñirte el pelo – total, nunca te miraba demasiado – y llegó la viuda eterna, cargada de bolsas marrones de modistas de Mataderos, y con su tapado verde oscuro. Empezó a tocar el timbre y yo no atendí. Los Teraksy la dejaron pasar al pasillo de la casa y como si no hubiera entendido que si se toca el timbre y nadie atiende es que no hay nadie, siguió durante cuarenta minutos apretando el timbre.

Había algo raro en esa casa, en ese living; siempre pensé que era el tufo que dejabas, el olor de tu bombacha sudada en el plástico de las banquetas. Y siempre pensé que eso no sólo me deprimía sino que era como un anestésico. Tu concha anestesiaba. En vez de empezar a cagarme de risa porque la vieja pelotuda estaba afuera, con ese sobretodo tan viuda de Onganía, empecé a tener miedo. Me imaginaba que la vieja encontraba la llave que dejábamos en la maceta de afuera o que llamaba a la policía y les decía que adentro había terroristas y entraban con tanquetas. Mientras los perros me mordían los talones para que no escapara por las escaleras, tu vieja se ponía a tomar mate en la mesa y se reía con el comisario. Fue tanto el miedo que me cagué. Y me cagué de verdad, no de metáfora. Y mientras trataba de no hacer ruido al bajarme los pantalones en el baño, sentí tal olor a mierda que supe que lo único más fuerte que tu menopausia anestésica era mi mierda miedosa.

Se murió la vieja. Es una pena. Ojalá la hubieras tenido que cuidar por toda tu vida. Decís que ahora ya nada te retiene en Buenos Aires, que ahora estás preparada para venirme a buscar. ¿Cómo hacés para entender tan poco de todo?¿Cómo hacés para que todas las palabras que rozan tu cerebro nunca, nunca jamás tengan influencia sobre una acción tuya? No sé. Nunca lo voy a poder entender; es como una energía, me dijo la bruja esa de mierda que estuve visitando, en valor negativo. Todo lo que te toca, todo lo que te roza, esa energía se encarga de alejarlo de vos.

Quizás hasta me asuste que todo esto que estoy haciendo, que lo empecé a hacer por el más puro resentimiento, ahora se haya convertido en otra muestra de tu influencia. ¿Qué yo te confiese mi odio es lo que te hace estar más cerca de mí? Reniego de todo. Me arrepiento de todo. No quiero odiarte porque eso te hace bien, te da existencia. Quiero verte muerta. Quiero nunca haberte conocido. Quiero que no me hubieras cagado la vida. Quiero que llegues acá y tengamos un duelo criollo. Te voy a clavar un cuchillo, no, mejor una punta oxidada de la cama que tengo en la pensión en toda esa carne que rodea tu nada. Y después de hacerlo, me voy a matar yo. Para que no existas más.

Walter.

jueves, febrero 22, 2007

Papá

Por Luciana

Escribo con la libertad que me otorga saber que papá no va a leer. No es la primera vez que me dedico a esto, papá tiene en su haber todas las cartas, relatos y hasta poemas que la poca represión de mi infancia pudo darle.
Es cierto que nunca fui del todo sincera, no porque no lo quiera, no me refiero a la falta de franqueza en esa clase de expresiones, sólo que el afecto no se desenvuelve naturalmente.
Me acuerdo ahora de cuando papá y yo salíamos. Exigía que le diera la mano fuerte, por eso, cuando estaba enojada con él, solía dejarla floja y con los dedos colgando sin sostener su mano firme como él sostenía la mía. Odiaba que no le diera la mano “bien”, se quejaba de eso.
A decir verdad, tengo buenos recuerdos de papá, pero la mayor parte de ellos remiten a la infancia y porque a papá le gustan los chicos también pienso en su propia infancia, una fascinación de banderines, historietas y libros de medicina; una infancia adorando bananas y odiando pollos (no fue una buena idea dejarlo ver cómo mi bisabuela degollaba a uno).
No sé si de chico fue feliz, es algo que nunca le pregunté, imagino que no me contestaría con la gravedad que tal pregunta merece y esas cosas me molestan de él.
Yo no fui feliz de chica pero tuve un buen padre, jugábamos juntos, me llevaba a patinar a las calles poco transitadas de Florida, dejábamos entrar al perro cuando mamá no estaba y me decía que para dormirme piense en que nos tomábamos un helado gigante entre los dos.
Yo también tengo algunas cartas de él, de cumpleaños o de navidad. Lo que no conservo (y lamento) son los dibujos que hacía. ¿Los tendrá él en algún lugar?. A papá le encantaba dibujar cerditos sonrientes, con el hocico y los ojos enormes. Si la fascinación de papá habían sido los banderines, la mía eran las caras redondas de los cerditos.
Y así fue que ya nos queríamos. Es extraño que sienta que pasábamos tiempo juntos porque ese tiempo era escaso. Tengo más presentes las escenas con papá que las escenas con mamá, con la que sí al principio pasaba muchas más horas. Hasta los seis, que se separaron, mamá no trabajaba y se dedicaba exclusivamente a mí.
A medida que fui creciendo, fui perdiendo la espontaneidad y creo que papá, de alguna manera, también. Yo sentía que ya no tenía la capacidad de dejar entrar a ningún perro a escondidas. Sentía que ya no podíamos planear hacer lo que nos diera la gana siempre y cuando no hiciéramos mal a nadie.
Pero yo no estaba dispuesta a aceptarlo. Tuvo que ayudarme a pintar con distintos colores las provincias de los mapas de Argentina, tuvo que explicarme matemáticas y tuvo que hacerme practicar ejercicios. En esos momentos, el niño de papá volvía a jugar: en una hoja borrador ponía el título de prueva, sí, con ve corta y con letra trémula emulando mis nervios frente a los exámenes, para que yo me riera y le dijera que prueba iba con be larga. Si papá y yo hubiésemos sido chicos al mismo tiempo, hubiéramos sido excelentes amigos.
En la adolescencia tuve algunos encuentros con papá. Si había lágrimas, podía entonces quedarme para siempre con sus pañuelos de tela celeste a rayas. La mujer de papá una vez le preguntó si él no me pagaría un pasaje a Nueva York para que yo fuera a buscar a la persona que más amaba y papá dijo que sí. No fui porque nunca fui tan valiente como su mujer. No tiene importancia. Él me hubiese dado la oportunidad y eso bastó para varias cosas. En principio, para que pelee por lo que quiero.
El ingreso al mundo adulto para mí nunca fue algo maravilloso. Alcanzaba con que me dejaran llegar por la mañana siguiente a casa. Hube de coleccionar algunos pañuelos más y papá me tuvo paciencia pero su terquedad sirvió para que no abandonara la empresa de presionar para que trabajara además de estudiar. Es algo que hoy le agradezco.
Papá es despistado pero un tipo íntegro e imagino que cuando tenga nietos va a traer de regreso al papá del perro adentro de la casa y yo probablemente pueda rescatar de alguna tarde de crayones, un cerdito sonriente con ojos celestes desmesuradamente abiertos.

viernes, febrero 16, 2007

Ser padre hoy (5ta. parte)

Es notable cómo uno se miente. Fueron escasos los minutos que tardé en comprender que, no, no había desactivado de una vez y para siempre el darle vueltas a la ideas. Darle vueltas, dije. Nada más falso. Era la idea que me acosaba, que me insistía, que me daba vueltas, que se multiplicaba y me acosaban, y me insistían, y me daban vueltas. En cualquier momento iban a empezar a cagarme a trompadas.
Llegué al encuentro con Laura con dudas. Como la acción pone en retirada las neurosis, ya que no el pensamiento, que suele incrementarse, las vacilaciones se limitaron a cumplir funciones de coro griego. Muchísimo, dirán. Sí. Mucho menos, sin embargo, que no dejarme en paz.
Al momento de coger comencé con las porquerías de rigor. Me sentía bien. Me asombraba. El comienzo fue trabado. No estaba suelto. Me podía mover, ojo. Pero no estaba del todo en el asunto, con la mente acompañando el movimiento, con la mente jugando con el cuerpo, con mi mente y su mente y mi cuerpo y su cuerpo en el mismo lugar, para lo mismo, haciendo lo mismo. Juntos. No.
Yo no estaba del todo en sintonía. Pero casi. Sentía que casi casi, pero no, y se me escapaba. Seguía cogiendo. Cuando dije la primera porquería me soné falso. Ella no reaccionó. Pensé en bajarme. En dejar que siguiéramos hasta que todo terminara. Hasta la próxima oportunidad. No sé quién eligió por mí seguir. Le dije otra basura de rigor. Apenas un gemido. Repetí. El gemido fue más sólido. Le dije: puta. Al rato acabó, y yo con ella.
Me sentía como si no me sintiera, y estaba muy bien. Muy muy bien. Porque me sentía bien, seguro. Era, no obstante, como si no me sintiera. Intenté un segundo arresto, pero esos días ya se fueron para no volver. Estuvo divertido. Intentamos un 69. No podría afirmar que ella estuviera excitándose. Más bien era como una satisfacción ligeramente potenciada. Logré una erección. No así mantenerla. Repito, estuvo muy bien.
Los días posteriores pensé mucho en sexo. Poco, sin embargo, en la táctica Federico de contar historias, de fabular. Reparar en ella era en general pensar en una práctica impensada de un pueblo exótico. Llegada la fecha del nuevo encuentro, las cosas fueron diferentes.
Todo me remitía a sexo con Laura. Por partida doble: a sexo, y a sexo con Laura. No podía discriminar bien entre ambas. Comencé a pensar que, como un pelotudo, me estaba enamorando. Temí y deseé ya estarlo.
Un pelotudo enamorado, pero con suerte, y que coje. Y que, ¡Dios!, estaba de novio. Rarísimo. Me sentía comenzando a ennoviar, y deseaba y no temía volverme un novio de 60 años. Con toda la intención de boicotear un estado de cosas que me favorecía, que me hacía feliz, se hizo presente el fantasma narrativo. Me instigaba a abandonar mi presente de plenitud, a dar un salto, a seguir y seguir. Contar historias, me decía, no es una opción. No, porque ella lo quiere. No, porque vos lo querés. No, porque el sexo va a ser mucho pero mucho mejor. No, porque si no lo hacés, todo va a ser peor. No hay eterno presente. Vos sabés, nada permanece en su lugar. Permanecer es envejecer. A la larga, es morir. ¿Querés que lo que tienen muera?
Claro que no quería. Claro que el cúmulo de verdades evidentes se me venía encima, y volvían a acosarme. Sin embargo, todavía seguía, de cierta manera, sin sentirlo.
Entonces fue el cine. A instancias de Federico, fui a ver una película yanqui, muy corta, sobre una pareja que retomaba, diez años después (todavía eran jóvenes. Tendrían 30 años cada uno), un breve romance interrumpido. Era muy buena. No me pareció excelente, pero era muy buena, sí. Pero no hablaba sobre mí: hablaba sobre mi hijo. No importó. No era la película. Éramos Laura y yo, viendo una película.
Luego fue la cena, que tampoco fue una cena, sino otro modo de ser de Laura y de mí.
Conduje a casa, dejándome nuevamente acariciar el pelo. Hablamos poco. En alguno de nuestros cafés compartidos, desde mi separación para acá, Fede me había dicho, glosando no recuerdo a quién, que lo que uno quiere con respecto a la pareja es estar en silencio, pero estar bien en silencio. Asentí inmediatamente. Uno no quiere hablar. Uno no quiere el silencio incómodo. Lo que uno quiere es lo otro de eso. Pero lo quiere con ella. Fede escuchó lo que tenía para decir. Sonrió. Permaneció sonriendo desde mi primera aprobación.

-Yo no creo eso.

Eso dijo el hijo de puta. Echa luz sobre mi vida y después me dice que no está de acuerdo. Alguien más sensato… alguien más intuitivo, más bien. Alguien con más calle, más pillo que yo hubiera presentido algo. Al menos se hubiera puesto en guardia.

-Yo soy feliz hablando. Siempre.
-Siempre de vos.
-Yo soy lo que hablo. Y más. Pero todo lo que hablo soy.

El modo epigramático de hablar. Tan suyo, tan infantil. Bueno, Fede. Ahora era yo el que sonreía.
Pero solo que no lo hacía. Hubiera querido hacerlo. No lo hice. Me desconcertó. Siempre, en algún punto de la charla, me desconcertaba. Creía (siempre lo hice) entenderlo, en muchos aspectos, en lo sustancial. Veía, entonces, que me engañaba. ¿Por qué hablaba así? ¿Qué quería decir? ¿Quería decir algo, quería solo hacerse el astuto, el ingenioso, el culto? ¿Por qué quería eso? En general ni siquiera me preguntaba eso. Solo habitaba un desconcierto, una extrañeza incómoda. Algo vagamente desagradable. Súbitamente desagradable. ¿Cómo, no estaba hablando con mi hijo de un asunto importante? ¿Quién es este tipo, quién es este extraño? Más que nada: ¿dónde dejó a Federico?
No quiero hablar más de Federico.
Quiero contarles que estábamos en silencio, en el auto. Quiero contarles que ella me acariciaba el pelo, y que yo la miraba y le sonreía. Quiero decirles que transitábamos por todos los lugares comunes de una pareja mayor de enamorados, y lo hacíamos a sabiendas, felices, satisfechos. Llegamos a casa.
Ella subió adelante, y pude ver sus muslos y su firme culo, enfundado en la falda negra ajustada. Cerré la puerta y nos besamos. Puse mis manos dónde quería, en ese culo relleno y duro, en ese culo maduro y todavía jóven. Estaba al palo. Como hacía mucho no estaba. Ella se separó de mí y fue a la pieza. Caminaba de modo deliberadamente insinuante, de la manera en que la televisión y el cine nos enseñaron a calentarnos. Desde el marco de la puerta, me sonrió ligeramente, rimando con los gestos previos, y con el dedo, en la misma tónica, me dijo vení.
Dentro de la pieza nada fue como esperaba.
¿Cómo decirles? Ya cosa ocurrió así:
Al llegar me dio un beso. Corto. Un pico. Me dijo

-Sentate.

Y me senté. Me dijo:

-No te asustes. Quiero hacer algo. No sé si lo vas a aprobar, pero quiero hacerlo con vos. Porque siento algo muy fuerte por vos. ¿Entendés?

viernes, febrero 09, 2007

Virginia

Por Luciana
Virginia iba con el nombre arañado; con el maquillaje corrido como si hubiese sido su cara la que se cambió de sitio abrazándose toda a su oreja derecha; iba con los zapatos puestos dolorosamente, sus zapatos destruidos en una sola noche por un baile perverso que ella no quiso bailar.

Iba mirando el efecto rosado y diluido que tomaba la sangre a través del nylon de sus medias claras; las manos con dos o tres uñas rotas; iba con el reloj sin el cristal sobre las agujas. Detenidas.

Virginia caminaba y la noche era un corso de monstruos que le hacía burla, que tenían lenguas demasiado anchas. Sintió asco por la sensación del brilloso frío que le rodeaba aún el cuello.

En la esquina vomitó. Cerró los ojos con fuerza para no pensar en las manos lechosas, obscenas, peludas. Su corazón era una llaga en medio del tajo del escote.

Un hilo de elástico le rozaba la cadera. Virginia sin ropa interior pensó en dos manchas negras de encaje sobre las baldosas de la vereda.

Llegó a su casa. Se asomó al dormitorio de sus padres. Ambos dormían con placidez. Se sintió ajena para siempre a ese sentimiento. Mientras los miraba, escuchaba la respiración pausada del sueño, parada como un ángel muerto en el marco de la puerta.

jueves, febrero 08, 2007

Amo a Laura

El gobierno provisorio de Afiebrados adhiere de todo corazón a esta campaña. Ante cualquier duda remitirse a www.nomiresmtv.com. Desde ya, muchas gracias.





UPDATE: Según diversas fuentes que estimamos de confianza, el video clip "Amo a Laura" y su sitio web asociado forman parte de una campaña publicitaria de la MTV española. Su parodia, en cambio, tiene un origen más dudoso. Algunos informantes atribuyen la responsabilidad de la misma a jóvenes escépticos vinculados al Opus Dei.

miércoles, febrero 07, 2007

Breakpoint (1)


Por Zedi Cioso

Es una mañana soleada y apacible. El brillo del astro rey reverbera en las veredas por donde la gente pasa caminando tranquila, contagiada tal vez por la displicencia que flota en el aire y distribuye generosamente el domingo de primavera. Todo eso, en Paris, porque acá, en Buenos Aires, hemos amanecido con un cielo plomizo que, como si hubiese aguardado paciente toda la noche a que despertáramos, ha descargado una breve y portentosa tormenta condimentada por vientos que en el trópico llamarían brisas pero acá designamos con el pomposo título de huracanados y que aún con su soplido famélico alcanzan a derribar las ramas y hasta los troncos podridos y enfermos de los árboles que decoran nuestras calles. A nadie importa, excepto a mí, que la rama de uno de esos árboles, negra y tenebrosa como una boa constrictora petrificada, haya caído sobre el baúl de mi auto. El flash informativo de la radio anunciaba, cuando la prendí al despertar, que “no se sufrieron inundaciones. Cayeron algunos árboles, producto de los fuertes vientos, pero no hubo que lamentar daños de gravedad” Claro, ¿Quién va a lamentar la destrucción parcial de una derruida pieza de la decadente industria metalmecánica rumana sino su desgraciado dueño? En el recorte de realidad que extraen, procesan, empaquetan y distribuyen los medios no hay lugar para este ínfimo suceso y su incidencia tiende a cero. Algo similar experimenté la noche que fui a un recital de Los Redondos y un policía de la montada sin decir agua va me encajó un palazo en la cabeza que me deparó quince puntos de sutura. Los programas al otro día sólo hablaban de “una fiesta del rock” a la que no llegaron a empañar unos “incidentes aislados”. Ya hubiera querido yo darle unos “incidentes aislados” en la cabeza a los que redactaron esas crónicas, las que habrían mutado de inmediato en una “brutal e inconcebible agresión a la prensa”. Por ese entonces estudiaba Comunicación Social. hora ya estoy graduado y soy periodista. Un periodista en la puerta de su casa que mira con ojos azorados y brazos cruzados la destrucción parcial del baúl de su Dacia modelo 93’ por obra y gracia de la furia desencadenada de los elementos. Y ahora, pienso en el seguro, ¿A quién reportar la cuenta? La cuenta. La nueva cuenta en el rosario de mis desdichas. Pero soy periodista y tengo trabajo por delante, así que dejo atrás mi auto medio aplastado por la rama negra y podrida y me dispongo a caminar las escasas cuatro cuadras que me separan del bar de Cid Campeador, en el centro geográfico de la ciudad, donde he montado mi sala de prensa. Repito, soy periodista. ¿Escuchaste Marcia? ¿Marcia? ¿Podés oirme? ¿Podés verme? Donde quiera que estés, soy periodista. Dejé la pileta. Y dejé, sobre todo, el vicio de la literatura, bueno ¿y que esto que esto es? Okay, hay vicios que nunca pueden abandonarse del todo, pero lo importante es que ya no transcurro las horas leyendo con sumo placer delante de una pileta vacía, templada en invierno y fresca en verano, con las mañanas libres para escribir todo lo que se me antoje. Lo admito, Marcia, tenías razón cuando me señalabas la quimera que representaba ser un guardavidas escritor. Es cierto, vos no utilizabas la palabra quimera. Capricho, despropósito, imbecilidad, tal vez, pero la figura mitológica se ajusta muy bien a esa fusión imposible: mitad bañero, con short y ojotas, mitad autor, con anteojos, pluma y pose reconcentrada. Ahora sí: abandoné la pileta y desistí de la literatura y trabajo diez horas por día en la sección contenidos de un portal de Internet. Ahora sí que puedo ser escritor: un auténtico periodista escritor. Aunque debo admitirlo, la extenuante jornada laboral agota mis energías mentales y gano la mitad del sueldo pero, como vos decías Marcia, ¿Hola? ¿Marcia? ¿Podés escucharme? ¡Tenías razón! Por algo había que empezar. Y ahora estoy a cargo de la sección deportes. Es una verdadera lástima que no participe en información general para poder informar acerca de “los graves daños que el temporal de hoy ha causado a cierto automóvil de ascendencia rumana” pero, en fin, no puedo quejarme. Los domingos, a falta de otros acontecimientos, deportes es la vedette del portal y sobre todo hoy, en este día de gloria para el deporte argentino porque, aunque nadie pueda creerlo, Marcos Sandiz llegó a la final de Roland Garros.
NOTA ACLARATORIA DEL GOBIERNO PROVISORIO
(El Lic. Cioso sufrió un grave accidente que lo tiene inmovilizado por el momento; mientras oramos a la Virgen Desatanudos de las Fiebres Puerperales de Ignaz Semmelweiz por su pronta mejoría, comenzamos la publicación de su hasta ahora inconclusa y potencialmente póstuma novela o cuento (no lo tenía - perdón -, no lo tiene decidido aún). Asimismo, pedimos disculpas al distinguido auditorio por su faltón al Congreso Afiebrados Exnovias.
Se aceptan donaciones de velas para el Santuario en Construcción en la Oficina de Redacción del Gobierno Provisorio.
Actitud Afiebrados 2007 +

miércoles, enero 31, 2007

Congreso Exnovias: Del primero al último

La chica que hipostasia todo - ahora lo hace en su propio blog - excava en sus exnovios, como parte del II Congreso (a esta altura, casi eterno) Afiebrado.

Siguiendo la lista de expositores de los queridos colegas afiebrados, me tomo el atrevimiento de incorporar mi ponencia, nutrida de varias investigaciones de campo, acerca del fenómeno ex. Yo tengo muchos ex, y digo tengo porque todos son parte del presente (excepto el último). Este hecho, que parece ser anormal o imposible, se debe a un factor tan simple como insoportable y laburable: la perseverancia.
Mantener en el presente esa lista de nombres que han sido parte del pasado supone construir nuevas configuraciones de lo que debe ser o, al menos, de cómo debe ser entendida una relación. No se puede hablar de amigos, no podemos hablar de novios, no podemos hablar de touch and go (Moria ha anexado interesantes categorizaciones a nuestras vidas), sólo podemos hablar de ex, categoría que se vuelve necesaria para poder hablar de esa otredad que, en algún momento, ha sido parte de nuestra mismidad. Recuerdo mi primer beso en el jardín de la casa del vecino. Sebastián se llamaba. A Mayra también le gustaba Sebastián pero me tocó ganar la batalla por el chico. Yo tenía nueve años y una nula idea de lo que significaba un beso de lengua. El chico era más grande y, además, jugábamos a ser grandes. Cartas fueron y vinieron y, luego, la vida nos separó con el secundario. Pero ese ¿querés salir conmigo? se lleva grabado con mucha ternura y permanece como un recuerdo dulce. Tián, a quien yo le había hecho, a mis tiernos nueve años, un corazón horrible con crayones rojos que jamás le di (y que aún conservo), es hoy un vecino querido que pasea su perro por mi cuadra y con quien nos reimos de nuestra infancia y de ese día en el arbusto enorme de la esquina donde, con su bicicleta y su cara sonrojada, se animó a hablarme.

(completo acá)

martes, enero 30, 2007

Ser padre hoy (4ta. parte)

Por Matías Pailos

Hasta que un día me fue revelado. Un viernes. Volvíamos de una milonga. Ella baila muy bien. Yo, ¿a qué negarlo?, me las rebusco. Prefiero el tango de salón, el baile clásico. Hoy día está muy de moda eso de revolear las piernas a los cuatro vientos y olvidarse de abrazar a la dama. Mariconadas. Perdonen, pero mariconadas. Bueno, me fui de tema. Volvíamos de este piringundín medio caretón, en el que a pesar de haber mucho pendejo, primaba el baile clásico. Precisamente por haber mucho pendejo, permítanme aclarar. No hay forma de revolear las piernas en un salón atestado de gente sin sacarle la cabeza a uno. Así que, a las patadas, todos bailaban como se debe. Habíamos cenado, habíamos bailado. Ahora, a coger.
Durante el trayecto, mientras yo manejaba, ella me acariciaba la cabeza. Eso me relajó. Además, me la puso tiesa.
Bajamos del auto. Ella subió y abrió la puerta. Yo me acerqué lentamente. Mi mirada en la suya. Sus ojos en mi boca. En mi pecho. En mi bulto. Le acaricié los hombros. Bajé por sus brazos. Dimos vueltas. No sabía dónde tenía mis manos, salvo que estaban recorriéndola. En el comedor le saqué la blusa. En la cocina me sacó la camisa. La detuve cuando pretendía tirarse en la cama. Removí su sostén. La senté. Retiré sus bragas y dejé que la saliva abandonara mi boca y recorriera la piel reseca de sus senos, panza y vientre, hasta perderse en bajo su vello púbico. Siguiendo su derrotero, yo también me perdí. La lengua se ocupó de atrapar migajas de mucosa liquifecta, que era sorbida por mi ávida garganta. Los gemidos se prolongaron. Se hicieron más intensos. Sus muslos lo oyeron, y comenzaron a trepidar a su ritmo. Más tarde, mis pocos pelos se tensaron en las manos de una mujer que reclamaba, enérgicamente, una pija adentro. Me paré. La miré. Le dije: mirá la pija, le dije: mirá mi pija, le dije: la vas a sentir adentro, le dije: tomá, le dije: tomá, le dije: tomá, yeguita, le dije: qué yegua que sos, le dije: cómo te gusta que te la metan hasta el fondo, y acabó.
Sus piernas se cerraron reteniéndome, apresándome, como haciendo patente, como destacando y señalando y resaltando lo que acababa de pasar y quién era el culpable. De repente, un alarido. Laura reía inconteniblemente.
Esa fue la primera vez que hablé. En mi vida. No la última.
La vez siguiente no dije nada. Cuando fuimos a la cama de nuevo ella dejó caer sobre mi oído un ‘hoy decime porquerías’. Se me puso dura.
No sé qué pasó por mi cabeza. Cuando me reuní de nuevo con Fede, en la estación de servicio de Libertador y Melo (por fin se había mudado solo. No había, sin embargo, mudado de barrio), debatiéndome todavía si hacerlo o no, él dijo:

-¿Qué tal las cosas con Laura?

Y le conté todo.
Evidentemente quería decírselo.

-Pero no es la primera vez que le decís cosas a una mina… ¿o sí?

Le dije la verdad.
Sonrió.
Hubiera preferido que se cagara de risa. Hubiera sido menos humillante, e infinitamente menos condescendiente.

-Y, escuchame, ¿ya probaste contándole historias?

Se ve que reaccioné de modo extraño, como pidiendo explicación, como no comprendiendo de qué estaba hablando, porque pasó a detallar a qué se refería.

-¡No! Tenés que probar, no sabés cómo se calientan. Las vuelve locas. Pero locas, ¿eh?

Debo haber reiterado el gesto, porque el muy forro prosiguió en la misma tesitura.

-Probá. Variá. Empezá con ustedes dos en la misma situación. Contale lo que están haciendo. Después ves. Las historias se te van a ocurrir solas. El siguiente escalón pueden ser los lugares raros. La cosa no tiene límites, te garanto. Podés terminar contándole cómo la viola un burro, o cómo te cogés a tres minas. No importa. Vos probá. Ella te va a poner el límite solita. Además, no hay nada cómo imaginar situaciones de infidelidad. No importa quién sea el infiel.

Pregunté.

-No. No importa.

Es decir que…

-Sí. No importa. Nadie está siendo infiel. Es solo fantasía. Si le contás cómo se coge a Jessica Cirio, y acaba con eso, no es que es lesbiana. Ni siquiera implica que considere la posibilidad de cogerse a una mina. No implica nada. Pero nada, ¿eh? Es como hacerse la paja de a dos, pero mejor. Es como compartir una fantasía, solo que en lugar de sacudirte solo, se la metés como quieras. Es inofensivo, y de las cosas más estimulantes que probé.

¿Era mi hijo? Digo: ¿él y yo compartíamos código genético? Me era difícil imaginarlo. Recelé de él. No pude dejar de lamentar constatar un progreso de generación en generación.
Por el momento con decirle porquerías bastaba.