Se acabó el exilio
Lo lamento. Estoy de nuevo. Acá
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Lo lamento. Estoy de nuevo. Acá
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Por Playmobil Hipotético
No todo el mundo puede entender el boxeo; tampoco es posible que todo el mundo entienda la muerte.
Ayer murió Diego Corrales. ¿Quién carajo es Diego Corrales, se preguntarán, que motiva que yo salga de un exilio interno que está siendo más complicado de lo que se creía originariamente?
Diego Corrales fue uno de los protagonistas de la pelea más emocionante que ví en mi vida. Ayer, justo ayer, cuando Corrales decidía viajar en moto pero no decidía que se iba a morir viajando en moto, se cumplieron dos años de esa pelea. La pelea fue entre José Luis Castillo y Corrales.
El boxeo supone la puesta en práctica de lo que todos, más o menos conscientemente, hacemos teóricamente: medirnos el tamaño de la poronga. Hasta el round 9, Castillo había hecho sangrar a Corrales por todos lados; en el décimo lo tiró dos veces.
Yo había grabado esa pelea porque me imaginaba que mi novia de ese entonces se iba a quedar dormida por el efecto del porro y porque yo me iba a despertar por un bajón considerable. Efectivamente, a eso de las 2 de la mañana, luego de irme a buscar lo que fuera que hubiera en la heladera, prendí la tele y empecé a ver la pelea.
Las banderas mexicanas de la parte más alta del estadio flameaban y el triunfo de Castillo era inevitable. X seguía durmiendo, yo seguía comiendo y la recuperación de Corrales era tan quimérica como lo iba a ser la posterior reconquista de X.
En el medio de la noche, en el medio de unos ojos hinchados de recibir golpes, Corrales descubrió que sus manos podían quebrar a un confiado Castillo y lo cagó tanto a palos durante casi treinta segundos que el referí paró la pelea y Corrales ganó por nocaut técnico.
Como un idiota, o más bien como si hubiera sido un fanático total de Corrales de toda la vida, empecé a saltar y a gritar con el único motivo de hacer lo único que se podía hacer frente a un tipo que ya estaba muerto y que, sin embargo, había matado.
Hoy, después de dos años de peleas y revanchas más o menos anodinas, Corrales se murió; es raro, pero pienso que es mejor que se haya muerto y no que se hubiera convertido en el eterno recordador de esos treinta segundos de un pasado que ya no vuelve. Para eso estoy yo.
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Publicado por Playmobil Hipotético en 12:01 p. m. 6 comentarios
Por Playmobil Hipotético
Estoy esperando que se baje el capítulo 13 de la tercera temporada de Lost. También que empiece la pelea de Manny Pacquiao, un filipino con cara de niño malo y peleador (una especie de Nelson pero más chiquito).
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La integrante femenina de Afiebrados, Luciana, en uso plenipotenciario del teclado de su computadora, acaba de abrir un nuevo blog: La muerte del ratón. Pasen y vean…
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Por Luciana
Publicado por Luciana en 4:51 p. m. 5 comentarios
Es notable cómo uno se miente. Fueron escasos los minutos que tardé en comprender que, no, no había desactivado de una vez y para siempre el darle vueltas a la ideas. Darle vueltas, dije. Nada más falso. Era la idea que me acosaba, que me insistía, que me daba vueltas, que se multiplicaba y me acosaban, y me insistían, y me daban vueltas. En cualquier momento iban a empezar a cagarme a trompadas.
Llegué al encuentro con Laura con dudas. Como la acción pone en retirada las neurosis, ya que no el pensamiento, que suele incrementarse, las vacilaciones se limitaron a cumplir funciones de coro griego. Muchísimo, dirán. Sí. Mucho menos, sin embargo, que no dejarme en paz.
Al momento de coger comencé con las porquerías de rigor. Me sentía bien. Me asombraba. El comienzo fue trabado. No estaba suelto. Me podía mover, ojo. Pero no estaba del todo en el asunto, con la mente acompañando el movimiento, con la mente jugando con el cuerpo, con mi mente y su mente y mi cuerpo y su cuerpo en el mismo lugar, para lo mismo, haciendo lo mismo. Juntos. No.
Yo no estaba del todo en sintonía. Pero casi. Sentía que casi casi, pero no, y se me escapaba. Seguía cogiendo. Cuando dije la primera porquería me soné falso. Ella no reaccionó. Pensé en bajarme. En dejar que siguiéramos hasta que todo terminara. Hasta la próxima oportunidad. No sé quién eligió por mí seguir. Le dije otra basura de rigor. Apenas un gemido. Repetí. El gemido fue más sólido. Le dije: puta. Al rato acabó, y yo con ella.
Me sentía como si no me sintiera, y estaba muy bien. Muy muy bien. Porque me sentía bien, seguro. Era, no obstante, como si no me sintiera. Intenté un segundo arresto, pero esos días ya se fueron para no volver. Estuvo divertido. Intentamos un 69. No podría afirmar que ella estuviera excitándose. Más bien era como una satisfacción ligeramente potenciada. Logré una erección. No así mantenerla. Repito, estuvo muy bien.
Los días posteriores pensé mucho en sexo. Poco, sin embargo, en la táctica Federico de contar historias, de fabular. Reparar en ella era en general pensar en una práctica impensada de un pueblo exótico. Llegada la fecha del nuevo encuentro, las cosas fueron diferentes.
Todo me remitía a sexo con Laura. Por partida doble: a sexo, y a sexo con Laura. No podía discriminar bien entre ambas. Comencé a pensar que, como un pelotudo, me estaba enamorando. Temí y deseé ya estarlo.
Un pelotudo enamorado, pero con suerte, y que coje. Y que, ¡Dios!, estaba de novio. Rarísimo. Me sentía comenzando a ennoviar, y deseaba y no temía volverme un novio de 60 años. Con toda la intención de boicotear un estado de cosas que me favorecía, que me hacía feliz, se hizo presente el fantasma narrativo. Me instigaba a abandonar mi presente de plenitud, a dar un salto, a seguir y seguir. Contar historias, me decía, no es una opción. No, porque ella lo quiere. No, porque vos lo querés. No, porque el sexo va a ser mucho pero mucho mejor. No, porque si no lo hacés, todo va a ser peor. No hay eterno presente. Vos sabés, nada permanece en su lugar. Permanecer es envejecer. A la larga, es morir. ¿Querés que lo que tienen muera?
Claro que no quería. Claro que el cúmulo de verdades evidentes se me venía encima, y volvían a acosarme. Sin embargo, todavía seguía, de cierta manera, sin sentirlo.
Entonces fue el cine. A instancias de Federico, fui a ver una película yanqui, muy corta, sobre una pareja que retomaba, diez años después (todavía eran jóvenes. Tendrían 30 años cada uno), un breve romance interrumpido. Era muy buena. No me pareció excelente, pero era muy buena, sí. Pero no hablaba sobre mí: hablaba sobre mi hijo. No importó. No era la película. Éramos Laura y yo, viendo una película.
Luego fue la cena, que tampoco fue una cena, sino otro modo de ser de Laura y de mí.
Conduje a casa, dejándome nuevamente acariciar el pelo. Hablamos poco. En alguno de nuestros cafés compartidos, desde mi separación para acá, Fede me había dicho, glosando no recuerdo a quién, que lo que uno quiere con respecto a la pareja es estar en silencio, pero estar bien en silencio. Asentí inmediatamente. Uno no quiere hablar. Uno no quiere el silencio incómodo. Lo que uno quiere es lo otro de eso. Pero lo quiere con ella. Fede escuchó lo que tenía para decir. Sonrió. Permaneció sonriendo desde mi primera aprobación.
-Yo no creo eso.
Eso dijo el hijo de puta. Echa luz sobre mi vida y después me dice que no está de acuerdo. Alguien más sensato… alguien más intuitivo, más bien. Alguien con más calle, más pillo que yo hubiera presentido algo. Al menos se hubiera puesto en guardia.
-Yo soy feliz hablando. Siempre.
-Siempre de vos.
-Yo soy lo que hablo. Y más. Pero todo lo que hablo soy.
El modo epigramático de hablar. Tan suyo, tan infantil. Bueno, Fede. Ahora era yo el que sonreía.
Pero solo que no lo hacía. Hubiera querido hacerlo. No lo hice. Me desconcertó. Siempre, en algún punto de la charla, me desconcertaba. Creía (siempre lo hice) entenderlo, en muchos aspectos, en lo sustancial. Veía, entonces, que me engañaba. ¿Por qué hablaba así? ¿Qué quería decir? ¿Quería decir algo, quería solo hacerse el astuto, el ingenioso, el culto? ¿Por qué quería eso? En general ni siquiera me preguntaba eso. Solo habitaba un desconcierto, una extrañeza incómoda. Algo vagamente desagradable. Súbitamente desagradable. ¿Cómo, no estaba hablando con mi hijo de un asunto importante? ¿Quién es este tipo, quién es este extraño? Más que nada: ¿dónde dejó a Federico?
No quiero hablar más de Federico.
Quiero contarles que estábamos en silencio, en el auto. Quiero contarles que ella me acariciaba el pelo, y que yo la miraba y le sonreía. Quiero decirles que transitábamos por todos los lugares comunes de una pareja mayor de enamorados, y lo hacíamos a sabiendas, felices, satisfechos. Llegamos a casa.
Ella subió adelante, y pude ver sus muslos y su firme culo, enfundado en la falda negra ajustada. Cerré la puerta y nos besamos. Puse mis manos dónde quería, en ese culo relleno y duro, en ese culo maduro y todavía jóven. Estaba al palo. Como hacía mucho no estaba. Ella se separó de mí y fue a la pieza. Caminaba de modo deliberadamente insinuante, de la manera en que la televisión y el cine nos enseñaron a calentarnos. Desde el marco de la puerta, me sonrió ligeramente, rimando con los gestos previos, y con el dedo, en la misma tónica, me dijo vení.
Dentro de la pieza nada fue como esperaba.
¿Cómo decirles? Ya cosa ocurrió así:
Al llegar me dio un beso. Corto. Un pico. Me dijo
-Sentate.
Y me senté. Me dijo:
-No te asustes. Quiero hacer algo. No sé si lo vas a aprobar, pero quiero hacerlo con vos. Porque siento algo muy fuerte por vos. ¿Entendés?
Publicado por Dragon del Mar en 1:27 p. m. 2 comentarios
Publicado por Luciana en 1:54 p. m. 6 comentarios
El gobierno provisorio de Afiebrados adhiere de todo corazón a esta campaña. Ante cualquier duda remitirse a www.nomiresmtv.com. Desde ya, muchas gracias.
UPDATE: Según diversas fuentes que estimamos de confianza, el video clip "Amo a Laura" y su sitio web asociado forman parte de una campaña publicitaria de la MTV española. Su parodia, en cambio, tiene un origen más dudoso. Algunos informantes atribuyen la responsabilidad de la misma a jóvenes escépticos vinculados al Opus Dei.
Publicado por Dragon del Mar en 2:50 p. m. 0 comentarios
Publicado por Playmobil Hipotético en 12:43 a. m. 4 comentarios
Publicado por Playmobil Hipotético en 4:05 p. m. 5 comentarios
Por Matías Pailos
Hasta que un día me fue revelado. Un viernes. Volvíamos de una milonga. Ella baila muy bien. Yo, ¿a qué negarlo?, me las rebusco. Prefiero el tango de salón, el baile clásico. Hoy día está muy de moda eso de revolear las piernas a los cuatro vientos y olvidarse de abrazar a la dama. Mariconadas. Perdonen, pero mariconadas. Bueno, me fui de tema. Volvíamos de este piringundín medio caretón, en el que a pesar de haber mucho pendejo, primaba el baile clásico. Precisamente por haber mucho pendejo, permítanme aclarar. No hay forma de revolear las piernas en un salón atestado de gente sin sacarle la cabeza a uno. Así que, a las patadas, todos bailaban como se debe. Habíamos cenado, habíamos bailado. Ahora, a coger.
Durante el trayecto, mientras yo manejaba, ella me acariciaba la cabeza. Eso me relajó. Además, me la puso tiesa.
Bajamos del auto. Ella subió y abrió la puerta. Yo me acerqué lentamente. Mi mirada en la suya. Sus ojos en mi boca. En mi pecho. En mi bulto. Le acaricié los hombros. Bajé por sus brazos. Dimos vueltas. No sabía dónde tenía mis manos, salvo que estaban recorriéndola. En el comedor le saqué la blusa. En la cocina me sacó la camisa. La detuve cuando pretendía tirarse en la cama. Removí su sostén. La senté. Retiré sus bragas y dejé que la saliva abandonara mi boca y recorriera la piel reseca de sus senos, panza y vientre, hasta perderse en bajo su vello púbico. Siguiendo su derrotero, yo también me perdí. La lengua se ocupó de atrapar migajas de mucosa liquifecta, que era sorbida por mi ávida garganta. Los gemidos se prolongaron. Se hicieron más intensos. Sus muslos lo oyeron, y comenzaron a trepidar a su ritmo. Más tarde, mis pocos pelos se tensaron en las manos de una mujer que reclamaba, enérgicamente, una pija adentro. Me paré. La miré. Le dije: mirá la pija, le dije: mirá mi pija, le dije: la vas a sentir adentro, le dije: tomá, le dije: tomá, le dije: tomá, yeguita, le dije: qué yegua que sos, le dije: cómo te gusta que te la metan hasta el fondo, y acabó.
Sus piernas se cerraron reteniéndome, apresándome, como haciendo patente, como destacando y señalando y resaltando lo que acababa de pasar y quién era el culpable. De repente, un alarido. Laura reía inconteniblemente.
Esa fue la primera vez que hablé. En mi vida. No la última.
La vez siguiente no dije nada. Cuando fuimos a la cama de nuevo ella dejó caer sobre mi oído un ‘hoy decime porquerías’. Se me puso dura.
No sé qué pasó por mi cabeza. Cuando me reuní de nuevo con Fede, en la estación de servicio de Libertador y Melo (por fin se había mudado solo. No había, sin embargo, mudado de barrio), debatiéndome todavía si hacerlo o no, él dijo:
-¿Qué tal las cosas con Laura?
Y le conté todo.
Evidentemente quería decírselo.
-Pero no es la primera vez que le decís cosas a una mina… ¿o sí?
Le dije la verdad.
Sonrió.
Hubiera preferido que se cagara de risa. Hubiera sido menos humillante, e infinitamente menos condescendiente.
-Y, escuchame, ¿ya probaste contándole historias?
Se ve que reaccioné de modo extraño, como pidiendo explicación, como no comprendiendo de qué estaba hablando, porque pasó a detallar a qué se refería.
-¡No! Tenés que probar, no sabés cómo se calientan. Las vuelve locas. Pero locas, ¿eh?
Debo haber reiterado el gesto, porque el muy forro prosiguió en la misma tesitura.
-Probá. Variá. Empezá con ustedes dos en la misma situación. Contale lo que están haciendo. Después ves. Las historias se te van a ocurrir solas. El siguiente escalón pueden ser los lugares raros. La cosa no tiene límites, te garanto. Podés terminar contándole cómo la viola un burro, o cómo te cogés a tres minas. No importa. Vos probá. Ella te va a poner el límite solita. Además, no hay nada cómo imaginar situaciones de infidelidad. No importa quién sea el infiel.
Pregunté.
-No. No importa.
Es decir que…
-Sí. No importa. Nadie está siendo infiel. Es solo fantasía. Si le contás cómo se coge a Jessica Cirio, y acaba con eso, no es que es lesbiana. Ni siquiera implica que considere la posibilidad de cogerse a una mina. No implica nada. Pero nada, ¿eh? Es como hacerse la paja de a dos, pero mejor. Es como compartir una fantasía, solo que en lugar de sacudirte solo, se la metés como quieras. Es inofensivo, y de las cosas más estimulantes que probé.
¿Era mi hijo? Digo: ¿él y yo compartíamos código genético? Me era difícil imaginarlo. Recelé de él. No pude dejar de lamentar constatar un progreso de generación en generación.
Por el momento con decirle porquerías bastaba.
Publicado por Dragon del Mar en 3:03 p. m. 4 comentarios
Por Dragón del Mar
Tengo algunas ex novias, dos o tres son importantes, pero hay una que es la principal. Primero la dejé yo, después me abandonó ella y al final, alternativamente, nos arrepentimos los dos, pero lo hicimos demasiado tarde. Esto nos produjo un resentimiento difícil de digerir, que de vez en cuando sale a flote en forma de reproches o demandas fuera de lugar.
Dicen los que la conocen que mi ex novia empezó a vivir después de nuestra separación. Cambió de peluquería, se compró otro par de tacos y desarrolló una cultura nocturna. Sus temas de conversación se ampliaron. Ya no se trataba solamente del estado del tiempo y las predicciones zodiacales. Ahora conocía de literatura, psicoanálisis y hasta se atrevía, en determinadas circunstancias, a hablar de sexo sin ponerse colorada o sonreír.
Si bien ya no sucede con la frecuencia ni la intensidad de antes, no podemos evitar volver a vernos de vez en cuando. Demasiados lazos nos vinculan aún. Suele invitarme a almorzar o a cenar para demostrarme lo mucho que mejoró su cocina desde que la abandoné. Mis elogios son escuetos, como si concederle algo, aunque sea un poco, significara concederle todo. Justo yo, que en pleno romance era un dechado de espontaneidad, ahora me volví político, astuto, sagaz. Elaboro teorías acerca de cómo y cuándo llamarla, qué movimientos hacer, cuándo demostrar algún cariño y cuándo no, con la cautela de quien camina sobre un campo sembrado de minas antipersonales. Me volví temeroso de sus llamados nocturnos que alguna vez arreciaron, sobre todo al comienzo de nuestra separación, y ahora se transformaron en un riesgo latente. No podría soportar ni una más de sus lágrimas. Ella lo sabe pero no se molesta en detener la extorsión.
Sé que procuró remplazarme por todos los medios, pero no pudo reeditar nuestro romance con ningún otro. La memoria del pasado despierta en ella la añoranza; por momentos yo no soy ajeno a esa nostalgia, aunque hace tiempo abandoné el intento de recuperar lo perdido. Ella, en cambio, se empecina. Cree saber cómo seducirme, pero ignora lo mucho que cambié en los últimos años. Otras mujeres me condujeron por caminos que mi ex novia no se atrevió a transitar conmigo. Otras me besaron, restaurando las heridas que ella me dejó. Conocí amores menos exigentes en los que me cobijé.
En su hora, mi ex novia fue un gran descubrimiento. Saber que ella estaba para mí me provocaba una profunda satisfacción. Si hoy en día puedo exhibir cierta virilidad en gestos o actitudes, se la debo a ella por entero. Sin embargo, no creo que la cuenta sea tan grande como para tener que seguir pagándola por el resto de mi vida. Yo también le di cosas: seguridad en sí misma, mis mejores años de ternura y frenesí, temas de conversación y un cierto status entre las otras mujeres de su edad. Pero ahora que el despecho nubla su visión, sólo me queda la huida para defenderme. No hay manera de contrarrestar a esta ex novia: es la más grande, efectiva y atroz. Sus múltiples y viscosos tentáculos amenazan con ir a buscarme allí donde nadie más se atreve. No importa adonde vaya, sé que ella me va a encontrar. Nos conocemos bien. Ejerció durante demasiado tiempo su influencia, la ex novia que me parió.
Publicado por Dragon del Mar en 12:04 p. m. 11 comentarios
Por Luciana
En segundo grado asistía yo a un detestable colegio religioso tooodo de mujeres. Los únicos sujetos masculinos que apenas se acercaban al establecimiento eran padres o los desaforados niños del colegio religioso tooodo de varones lindero. Recuerdo ahora que una pared de ladrillos separaba los patios descubiertos de ambas escuelas y que por un agujero en dicha pared ciertos niños satisfacían sus tendencias exhibicionistas.
Todo esto no tiene la más mínima importancia excepto por un detalle. A mediados de segundo grado, apareció un muchacho que parecía dispuesto a quedarse. Un pasante, recién recibido de maestro, aún con acné, rubio y totalmente inexperto. Como a todas alguna vez nos sucede, me enamoré del profesor o de este niño pasante que oficiaba de, junto a la maestra titular.
Puse en marcha mi plan de seducción. Iría con el pelo recogido, en el primer recreo me lo soltaría en la capilla, al finalizar el recreo, antes de entrar a clases, le pediría al maestro que me atara el pelo.
Ahora, lo que voy a decir es fuerte: No pudo. Este muchacho no sabía cómo se colocaba un simple elástico al pelo de una niña, o sabía que se le daba vueltas y que así quedaría perfectamente sujetado. Fue terrible, lo intentó pero no pudo. Así, con mi primer fracaso amoroso, vino mi primer cambio de escuela. Pasé a un colegio mixto donde podría enamorarme de mis pares. Así fue.
Tercer grado. La señorita Rita era encantadora. En ese clima ameno, apareció Pablo Toscazo. Pelirrojo, pecoso y de ojos verdes. Nada atentaba contra mi amor, ni su sobrepeso, ni su desinterés ni que sus ojos miraran a Leticia Presta que se daba el lujo de rechazarlo.
De todas maneras, estos rodeos no acaban por hablar del tema propuesto. En los dos casos anteriores no fui correspondida.
Ahora bien, en sexto grado entra a la escuela Alejandro (voy a dejar de colocar apellidos, todos cometemos siempre la estupidez de googlear nuestro nombre). Era realmente un niño bello y el azar permitió que lo tuviera de compañero de banco.
Las maestras nos sentaban así nena con varón, no en pos del amor sino para que conversáramos lo menos posible en clase. Aquella vez no lograron su objetivo. Alejandro y yo hablábamos bastante.
La historia comienza en un asalto en la casa de Hernán. Alejandro quiere decirme algo pero me explica, con dos hojitas de una planta del jardín que lo que me quiere decir en verdad es difícil porque “estas dos hojitas son muy distintas”. Al fin me pide que sea su novia y yo acepto feliz. Él no puede creerlo (y luego entendí por qué).
Transcurrió la noche en lo que para mí a los once años era noviazgo. Tomar coca cola del mismo vaso y que me agarrara de las presillas del jean para bailar lentos.
Para Alejandro el asunto pasaba por otro lado y por eso el tema de las hojitas y el no poder creer mi inocente aceptación. La ruptura fue en el colegio, el lunes siguiente a mi fiesta de cumpleaños donde me regaló el CD Joyride de Roxette cuando en casa aún no teníamos compactera. En el pupitre a las ocho de la mañana me dijo “corto con vos” y fue la primer puñalada real.
Luego transcurrieron años de soledad y, nuevamente, con el cambio de escuela, apareció el amor. Cuarto año. Manuel tenía el pelo largo hasta la cintura y era terriblemente bueno. Todos podíamos emborracharnos porque total, Manu cargaría a los pendejos beodos, uno por uno, a sus respectivos hogares. Manuel hacía ese tipo de cosas.
La cuestión comenzó así. En la clase de literatura nos proponen crear una historieta con un capítulo del libro de Steinbeck “Los hechos del Rey Arturo y sus nobles caballeros”, el capítulo era Balin y Balan. Entre trencitas que yo le hacía en el pelo a Manu fuimos haciendo la adaptación. El último día, en su casa, me besó.
Recibimos un ocho y la felicitación y confesión de la profesora de que si nos había designado para hacer el trabajo juntos por algo era.
Con Manuel fueron dos años de intensa felicidad y de terribles tormentos. A pesar de todo, los recordamos con cariño, aunque parezca increíble.
La historia que sigue a continuación me provoca una profunda vergüenza. Alejandro segundo. Un rubiecito bastante tonto que me convenció llevándome a tomar café a bares junto al río. A medida que él, con veinte cursaba quinto año de la escuela secundaria, yo, con diecinueve cursaba segundo año de la carrera de psicología.
Me empecé a encontrar los sábados secuestrada en un auto rojo que corría picadas y que escuchaba música a todo volumen. Yo me hundía en el asiento del acompañante rogando no cruzarme con las amistades.
Hoy no puedo entender cómo mantuve nueve meses una relación ficticia con la antítesis de mi ideal. La vuelta de su viaje de egresados a Cancún le puso fin al asunto y no hubo derrame de lágrimas.
A los veinte aparece Alejandro tercero de la mano de mi amiga Silvina, un burgués tipo, estudiante de administración de empresas pero al mismo tiempo músico. En ese caso, yo pude creerle cierta veta de sensibilidad.
Fue un año donde lo conflictivo no era nuestra relación sino la de mi amiga Silvina con un amigo de él.
No tengo demasiado que decir con respecto a este muchacho, la última vez que lo vi fue en el casamiento de mi amiga tocando el bajo. Nos saludamos brevemente. A él siempre le había gustado el papel de estrella y en el casamiento era el artista invitado.
La historia del ex novio que sigue a Alejandro tercero voy a omitirla.
Pero no quiero finalizar este post de una manera tan poco elegante. Entonces, si el Dragón me perdona, quisiera que me permita decir que espero que él nunca pertenezca a la categoría de ex novio porque deseo profundamente pasar el resto de mis días junto a él.
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Por Matías Pailos
Me enamoré antes de conocerla. No había hablado y ya había decidido que me gustaba. ¿Decidido? Sí. Hay un punto en que uno decide que una mina le gusta. ¿Decide? Bueno… es como levantar las exclusas que retienen un dique que amenaza ser desbordado. Pero a veces se puede contener las crecidas. ¿Para qué? Vivimos en un páramo lleno de simientes que dan frutos sin árboles al ínfimo contacto con el agua. ¿Para qué, entonces?
Laura tiene 51 años.
Laura venía de un divorcio.
Laura no había tenido una relación estable desde hacía 5 años. Desde su divorcio.
Laura es hermosa.
Laura es callada.
Laura es la mujer que más amé en mi vida.
Laura trabaja como abogada laboral en un estudio de Avellaneda. Gana bien, pero no tanto. Lee lo que Radar recomienda, más o menos lo que mi hijo me recomienda.
Aceptó mi invitación con cierta renuencia, luego de una seguidilla de vacilaciones tendientes a que me echara atrás. Ese viernes estábamos cenando en un restaurante de Valentín Alsina que no paraba de recomendar a Federico. Es ideal para una cena romántica, y el único que podía tener una cena romántica era él.
-Andá vos.
-No tengo mina, macho.
-Otra buena razón para conseguirte una.
Tenía razón. El hijo de puta acertó otra vez. Me alegré descubrir que tenía razón. Me alegraba de su inteligencia. Más me alegraba su astucia. Ver que entendía alguna cosa del corazón, que no era todo libros y timidez, como en algún tiempo temí. ¿En qué tiempo? O mejor: ¿cuándo dejé de temer?
Cuando me separé. Creo que ahí sentí por primera vez que ya no era un chico. Y empecé a temer que me diera más de una vuelta.
Pero soy el padre. Deseaba que me diera más de una vuelta. Deseo que sea todo lo feliz que se pueda ser. Deseo que es convierta en un dios omnifeliz. ¿Deseo? A veces me olvido. Deseaba.
Esa noche la besé.
Dos salidas después tuvimos nuestra primera noche de sexo. Como siempre, no se me paró. No de entrada, al menos. A veces, a algunos, sirve que nuestra partenaire sea suficientemente persuasiva. No a mí. A mí me sirve cambiar de tema. Ella, a dios gracias, hizo exactamente eso: no hizo nada. Pero exagero, y en mi exageración, la deprecio: hizo mucho. Me abrazó, me dijo todo bien, me tiró de la lengua. Y yo hablé. Nunca hablo. (Me engaño sobre este punto, pero no es el momento de expandirme sobre el punto.) Esa vez sí hablé. Ya lo creo que hablé. Hablé hasta por los codos. Hablé hasta llenarla de palabras. Hablé hasta que se me paró la pija.
Hice otra cosa que no suelo hacer la primera vez. La puse en cuatro. La azoté. Bah, la cacheteé. Le di de nalgadas a más no poder.
¿De dónde salió eso? No suelo hacerlo, menos la primera vez. No sé. Creo, ahora que recuerdo, que fue la reacción al lugar común. ¿Por qué antes no reaccionaba a él? Porque su vehículo no era el adecuado. Porque no era mi (o su) momento. Fue Federico. Me había reunido con él tres días antes. Él me había narrado lo que tomaba por penurias amorosas (pero no entendí por qué). Eso me dio pie para soltarme, y que yo le contara las mías. En algún momento, entre el vino y las entrañas chorreantes, dijo:
-A las putas hay que tratarlas como princesas, y a las princesas hay que tratarlas como putas.
¿Cuántas veces había escuchado eso antes? ¿1000, 10000? ¿1000000, tal vez? Entonces, ¿por qué pareció que lo escuchaba por primera vez?
Federico:
-Mirá, en mí las perogrulladas siempre tienen el efecto de la buena nueva, de la noticia de nuestra salvación a manos del profeta. La menor gilada se me revela como la verdad esencial de la vida. Siempre, claro que sea dicha por la persona adecuada en el momento justo. El momento justo es uno en el que estoy con la guardia baja. La persona adecuada es una a la que admire o quiera mucho.
La puta que te parió, pendejo. ¿Es posible admirar a un hijo? Creo que no. Lo lamento. Lo siento, hijos del mundo. Sí es posible quererlo más que al Universo Todo, más que a la Historia Toda. Más que a la mujer amada.
Acertó. Seguía sin poderlo admirar, pero acertó. Tenía, y eso sí, un orgullo elevado a la enésima potencia por la perspicacia del pendejo para acertar con el consejo.
El sexo con Laura no paraba de mejorar. Empezaba tierno, terminaba infaltablemente violento. Siempre. Pero siempre, ¿eh? No era yo cuando cogía. Era un hijo de puta.
-Hay que ser un hijo de puta. Con las mujeres hay que ser un hijo de puta. En algún momento, tienen que notar nuestro costado hijo de puta, tienen que creernos capaces de hacerles mal. No hay caso: quieren un hijo de puta que las haga sufrir. Hay que asumir que uno quiere ser ese hijo de puta. Que solo queremos que lloren por nosotros.
Mi hijo, se los presento.
Muy bien, Federico. Para nada machista, por sobre todas las cosas.
Claro: tiene razón. Ese es un problema. ¿Es machista el que les da a las mujeres exactamente lo que quieren?
Seamos caritativos con alguien que, por otra parte, no merece nuestra piedad. Él no está diciendo que hay que pegarles a las mujeres (a menos que lo pidan, a menos que acepten, a menos que sepamos de alguna manera, quizás mejor que ellas, que eso es lo que más desean), no está diciendo que hay que hacerlas llorar (a menos que lo exijan, lo reclamen, lo imploren y clamen por ello, a menos que su masoquismo alcance cotas inconmensurables). Solo dice: que vean un costado sádico. Solo aclara: dejemos libre al guacho puto interno. Soltate, con Wellapon soltate. Eso dice. Así habla.
Publicado por Dragon del Mar en 11:22 a. m. 7 comentarios