El Pendejo (1ra. parte)
Por Matías Pailos
Yo quería ser infiel. Para lograrlo, me conseguí una novia. No la quería, y eso era un problema. Bastante marginal. Al menos así me parecía en los primeros tiempos, léase: primeras semanas. Pronto comprendí mi error, uno de esos que, sin temor a equivocarnos, podemos calificar de garrafal. De todas formas, al conseguir una novia o, más exactamente (informo, aún cuándo nadie me haya demandado precisión, aún cuando pueda ser, a qué negarlo, un tanto molesto), cuando me puse de novio, satisfice otro deseo: el de tener una novia. Para los que crean que esto que acabo de enunciar devela mi carácter soberanamente pelotudo, he de decirles lo siguiente: concedo. Concedo todo, soy culpable de todo. ¡Uia!, eso fue un exceso. Quizás tenga ocasión de contarles mi etapa adolescente de pensamiento religioso –etapa que araña con fuerza mi primera juventud, quizás. Nada, pero nada (he aquí otro exceso) me gusta más que hablar de mí mismo. Sí sí: como el hombre del subsuelo dostoievskiano, solo que de un temple más laxo y de dimensiones menos trágicas. (Eso de creer que… ¿cómo era?, ¿qué ‘el único tema digno de la ocupación de un hombre decente es sí mismo’?, teñía innecesariamente al asunto de una dimensión moral. ¡Oh, La Digresión! Otra de mis pasiones. Cierro el paréntesis y vuelvo al carril narrativo principal.) Les decía: yo quería ser infiel. Les decía: me conseguí una novia para ser infiel. Les decía: me conseguí una novia porque quería estar de novio. ¿Quería estar de novio para ser infiel? Ffff… es hilar demasiado fino. Sospecho que no. O que sí, pero que no única, no principalmente por eso. ¡Vamos! Sé que no es así. ¿Cómo lo sé? Eso es otro tema. Quizás no pueda saber que lo sé, y saberlo igual. Y además: hablar de mí mismo. ¿Soy yo el mismo que ese balbuceante energúmeno de 23 años que anhelaba con todo el ímpetu de su alma ser infiel? ¡Claro que sí! ¿De qué estamos hablando? De los filósofos y el problema de la identidad personal, claro. Pero, a ver si nos ponemos de acuerdo: por supuesto que el Federico de los 23 es el mismo Federico que el Federico de los 30. Eso, de suyo, aunque sus notas distintivas no sean idénticas. Pero entonces… basta. Basta, déjenme de hinchar las pelotas. Inscríbanse en la U.B.A., métanse en un seminario del Rojas o de la placita Serrano, pero no traigan sus tentativas filosóficas a este cuadrilátero, dónde lo único que importa es que: quería ser infiel. Nada más fácil, dirán. De qué se las da, espetarán. ¡De nada, de nada! Pero, ¿saben?, ese puto cuento del puto Gombrowicz, y ni siquiera el cuento, sino solamente el título: ‘Aventuras’, signó mi vida con un deber ser degenerado. Aventuras, hermanito, aventuras. Buscá aventuras, generá aventuras, inmiscuite en aventuras, propias y ajenas, grandes y pequeñas, colectivas e individuales y de una parva de dicotomías más que podría, si tuviera peor gusto, si fuera más inteligente, enseñarles. Buscaba aventuras y mi vida tenía pocas. (¿Por qué? ¿Temor al arrepentimiento en las postrimerías de la muerte? Seguramente. ¿Algo más? Algo más.) Nunca había sido infiel, y me sentía menos hombre por ello. Qué boludo. Y sí: qué boludo. Pero me sentía menos. Me sentía menos fuerte, me sentía más chiquito. Detesto sentirme más chiquito. El orgullo del orto. Sí: el orgullo del orto. Noten cómo en mí prima el impulso descriptivo. No condeno mi estructura psíquica, qué le vamos a hacer, cuanto mucho mala suerte pobre tigre siempre tuvo. Sí: no me… corrijo: detesto ser menos que nadie. Sentía (¿siento? Siento) que quienes no probaron en carne propia el adulterio son menos que los que sí. ¿Menos en qué sentido? En el sentido de peor adaptados, en el sentido de menos fuertes, en el sentido de con un número mayor de escrúpulos innecesarios e insatisfactorios e inconvenientes. ¿Algo más? Siempre hay algo más.
Por eso cuando Julieta, mi novia, mi novia de entonces, partió de vacaciones a Europa, no pude contenerme y salté por los aires al grito egregio de esta es la mía. Pero, permítanme recordarles: yo era un cobarde. Permítanme resaltarles: padecía una timidez patológica. Me costaba horrores, me costaba sangre, sudor y lágrimas acercarme a una mujer, hablarle, invitarla a salir. O a caminar. ¿Y besarla? El infierno es el primer beso.
Pero miento. Ya en ese entonces estaba abocado de cabeza a un cambio sustancial. Lo que implica, en este contexto, que estaba en plena etapa de transición. A Julieta me la levanté, y esto es destacable. Digo: hubo allí algún mérito, máxime (o únicamente) si se considera lo papanatas que era. Caí en un tugurio con ínfulas de centro cultural, en pleno San Telmo, con ánimos de amar. Pero ustedes comprenden lo cuesta arriba que es irse con las manos vacías en estos casos, así que siempre intentaba no hacer equilibrio sin red debajo. La red no evitaba el golpe –cuanto mucho lo amortiguaba. La red era, en este caso, lo que esperaba que fuera una buena película. Si no había amor, que al menos haya película. Ella, la película, fue excelente. Ella, la chica, fue pasablemente satisfactoria.
‘¡Qué hijo de puta!’, oigo atronar las fauces de genuinos especimenes del bello sexo. Tienen razón, tienen toda la razón habida y por haber. ¿Quieren que les diga la verdad o les mienta? Quedemos así: soy un hijo de puta, les voy a decir la verdad. La piba no era la gran cosa. Cinco puntos, digamos. Petisita, rubiecita, flaquita. Muy diminutivita ella -eso garpa a full. Eso garpa si la mina te gusta. Si te cabe un medio, te enamorás. Corríjome: me enamoro. No sé lo que le pasa al resto. Otrora especulaba, intentaba traspasar los tamices opacos de las conciencias. La decepción era el inevitable resultado. Así que no sé lo que les pasa a los demás –o lo sé, y les pasa otra cosa. Yo, a mí, a yo en este caso, si la minita es, diría mi amigo Darío, ‘maniobrable’, y me gusta algo, entonces al corto plazo me gusta todo y heme aquí enamorado.
Nada de esto pasó con Julieta.
9 comentarios:
Una apuesta arriesgada, de la que viene saliendo muy bien parado. El adjetivo de "dostoievskiano" le viene como anillo al dedo, aunque el tono írónico y disgresivo es bien propio. Un lujo poder leerlo en este sitio. Quiero saber cómo sigue, aunque no le voy a mentir: estuve espiando algo de lo que viene.
¡Já, tramposo! Pero, está bien, tiene derecho. Que conste en actas que incursiona en esos vericuetos a su cuenta y riesgo.
Para mi gusto, diría que Matías tiene que parar un poco con las digresiones y con los paréntesis. Procuremos, si no que paren, al menos que amainen.
Y que no se cuelgue con historias marginales (se lo digo yo, que tengo acceso telepático a toda la historia).
A mi me gustó y ni hablar que me considero del bello sexo y sin embargo no esgrimo un quijiodeputa, pero a cambio este hablar de un gran perdedor que soy pero te la pongo con carisma y lo comprás me cayó bastante bien.
Claro que queremos mas, y por supuesto los cuentosde Julieta volviendo de Europa con 5 Australianos en su haber.
Soy libélula de acero pero no se porque el beta no quiere andar como Jebus manda!
Gracias, libélula, por su gentil comentario.
Julieta reaparecerá hacia el final de la (extensa para cuento) narración. Tendrá oportunidad de conocer otras mujeres, si sigue el curso de la lectura.
Wellcome to the Pailo's rollercoster of love
Ojo: no me confundan con mi personaje. (¡Cuac!)
Me parece que, en este caso, el sujeto del enunciado y el sujeto de la enunciación están demasiado "sujetos" entre sí.
El pendejo esta muy interesantela verdad.
Att: calderas de gas
tatuajes madrid
Publicar un comentario