La Catedral
Por Luciana
Me lleva de la mano. Mientras entramos, alejándonos del frío asfaltado del centro a la madrugada, ése que es entre poema y melancolía; escuchamos unas cuerdas tibias. Quien las hace sonar mira como si tuviera sobre sí un cuerpo dormido al que acaricia. Pienso en cómo vibra y cómo quisiera ver a ese mismo cuerpo años después roto, acostado, sobre una cama, con sus bigotes de cobre enrulados y cortados. Un sonido de muerte en el silencio. Subimos una escalera larga hacia un lugar donde las luces prometen ser pobres, un espacio con sillones y una tela pesada que cubre lo que viene detrás. Sólo hace falta asomarse, correr ese terciopelo que no tiene nada de obstinado, una tela que basta que cubra la obra para querer dejarla a la intemperie. Me parece entrar en un lugar que no es posible, levanto la vista para encandilarme con el sudor y el reflejo de vela que llevan las luces, un reflejo caliente, encarcelado en una esfera de hierro. Lamparitas amarillas, verdes, azules, de feria, bailan ebrias como en una calesita. Parecen girar. Y en el fondo, más allá, un enorme corazón desgarrado cuelga del techo y exhibe su anatomía desnuda, sus venas, su sangre, me parece sentir cómo late, abierto, sobre nosotros, como si fuese un cuenco que hierve y cocina un compás. Después aparece ella, vestida de negro y le veo dos alas en la espalda que no tiene, trepa, se acerca al corazón de arcilla y toma dos sogas blancas, se enreda y teje un país de telarañas de aire, sube, baja, sube, vuela y es hermosa: su sonrisa deslumbrante es ahora la sonrisa deslumbrada del viento. Hay pasillos y paredes excesivas que se visten con óleos de mujeres en la sombra y el color de estas paredes se mira en el suelo, en un suelo opaco que no puede dar un retrato a cambio pero que guarda todos los pasos: círculos sobre círculos de tiza, de aserrín, de zapatos exhaustos. Y lo que sucedió luego: algunas botellas encendieron su brillo, fueron quedando como cadáveres embalsamados sobre las mesas y nuevamente la escalera hacia arriba que viró en escalera hacia abajo, las cuerdas en su cuerpo de madera roja como un testigo erguido al costado de la puerta y el frío asfaltado del centro a la mañana, ése que es entre poema y melancolía.
3 comentarios:
El comienzo me hizo acordar a la parte de ‘Antes del amanecer’, en la que Delpy & Hawke ven, desde un ventanuco a ras del piso, un sótano con una mujer abrazando con las rodillas el cello del que afloran los sonidos.
Me gustaron las comas, el proceso enumerativo. Me gustó tanto detalle en medio de un paisaje onírico. Me gustó el ‘Y lo que sucedió luego’ del final.
Gracias, Pailos, valoro siempre sus aportes.
Que bonito esto de la lectura gracias por tomarse la molestia de publicar este tipo de contenidos. un saludo.
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