domingo, noviembre 26, 2006

Boxer: ¿la falsa síntesis de la razón palometeada?

Por Playmobil Hipotético


Mi vida está cargada de eventos simbólicos que tienen más ansias de convertirse en símbolos que una real referencia en la realidad; es decir, soy un neurótico importante decidido a cambiar de vida todos los días y no lograrlo nunca – no tanto por estupidez como por vagancia o inercia.

Me imagino que ese día debía haber visto fotos mías de pequeño, en la playa, en las Sierras de Córdoba, en el Parque, en el Deportivo Español, todas con pantalones cortos de esa tella brillosa, de ese tamaño deseado por los voyeuristas, por los depravados y por los futuros pedófilos con Internet. No eran mis calzoncillos, es verdad, pero sí me hacían pensar en ellos, en unos slips de colores amarillo patito, blanco, gris y todos los demás colores que podían delatar rápidamente si el nene se limpiaba bien el culo o si se lo limpiaba mal.

Porque no había cosa más vergonzosa que te dijeran “pero mirá cómo tenés este calzoncillo, y señalaran los cadáveres de los cóndores - ya no eran palometas -, tenés que lavarlo vos”, y ahí nomás con siete años, con anteojos del estilo que usaba mi abuelo con unas ondas rubias que no se resistían a ningún orden, yo limpiaba y la mierda se descorría también con mis lágrimas.

Por suerte, tenía un compañero de la primaria que venía a mis cumpleaños. Llamémoslo Nicolás porque así se llamaba. Nicolás era de Boca, yo era de River y además era intolerable. Lloraba, gritaba, pataleaba, era tremendamente nervioso y siempre era una incitación a cagarlo a trompadas. No siempre, no siempre, pero sí se potenciaba en mis cumpleaños en Español, aquellos cumpleaños de los que tendré que hablar en algún momento que tenían como estructura mínima veinte pendejos corriendo atrás de una pelota durante 8 horas, un padre haciendo patys, y una madre metiendo los patys medio mordidos en una bolsa.

En el baño del Club no había inodoro, había letrina. Nicolás no sabía cómo defecar ahí. Lo llama a mi viejo, mi viejo le da las posiciones básicas. Mi viejo vuelve a la mesa. A los dos minutos, mis padres sentados en la mesa, Nicolás corriendo hacia la mesa con un objeto en la mano. Arroja el objeto en el medio de la mesa no sin antes decir: “Me cagué!!!!!!!!!!!!!”, mientras lloraba humillado y arrojaba su slip azulcito que aterrizaba sobre el centro de la mesa.

Debe ser por todo eso, que ese día me dije que tenía que convertirme en un hombre. Es claro que para un adolescente convertirse en hombre significa garchar. Era igual de claro que no lo iba a hacer, así que empecé por la parte más sencilla que fue comprarme unos boxer de algodón. No los puedo olvidar: líneas celestes que formaban un cuadriculado sobre un blanco estándar.

En cuanto me los puse, confirmé mi hipótesis principal: la libertad estaba ahí!!!! La libertad no era la revolución, no era ir a las marchas en contra de la Embajada Yanki, quemar banderas y hablar con Granados. No, no no. La libertad era el movimiento pendular de mis bolas antes atenazadas por el slip. Caminaba, saltaba y sentía físicamente la libertad. ¿Qué hago, qué hago con tanta libertad?

Y sí, me fui a ver a Actitud María Marta y El Otro Yo en Cemento. Intimamente, me imaginaba que las adolescentes correspondientes al ver la libertad en mi cara, iban a querer ver la libertad en mis bolas. Imaginaba Traka Traka mientras yo debutaba y los boxer estaban al costado de una cama desconocida, llena del ambiente sónico del comienzo de los 90.

Actitud María Marta estuvo bárbaro. En ese recital del Otro Yo habló mucho María Fernanda y yo me cansé de ella, de la carencia de mujeres sin novio y de mi nulidad absoluta en el arte de levantarme a alguien. Me imaginé que lo que tendría que pasarme era quedarme sin pantalones y que todas pudieran observar el movimiento anárquico de mis testículos cuando hacía pogo, cuando hacía mosh.

Antes de que terminara el recital, sintiendo que el fracaso era grande y que la libertad de las bolas no era algo seductor, fui a la puerta, le pregunté a Chabán donde paraba el 6 y me volví a casa. Creo que había una película de La Coca Sarli en la tele.

viernes, noviembre 24, 2006

El amor o el sexo: entre el calzoncillo y el pragmatismo lingüístico


Lic. Matías Pailos


Declarame tu principio

Oyendo las disertaciones previas de mis colegas, noto la asunción de dos estrategias bien diferenciadas: la de Cioso, ateniéndose al título de su ponencia, aferrándose a él hasta exprimir todo el jugo, hasta abolir todo relleno, hasta la metonimia de desgajar la cáscara. Incluso hasta producir el movimiento dialéctico de que su objeto de estudio devenga su negación. Por otro lado, nos topamos con la línea del Mar: hablar de lo que se nos cante el culo. Me afincaré en esta última tradición.

Aguante el sistema

¿Má qué revolución? ¡Revolución las pelotas! Contra Cioso, seré breve:

1-No toda operación de socialización es opresiva.
2-La socialización es inevitable si queremos convertirnos en sujetos.
3-Por ‘sujeto’ entiendo ‘individuo capaz de sufrimiento y felicidad, y no solo de dolor y placer’.
4-La socialización es deseable, ya que queremos devenir sujetos (en el sentido especificado en 3).

Con esto doy por sepultado el marco conceptual sobre el que se estructura la enorme labor de Cioso como crítico cultural. Lo suyo suma cero si pretendemos que cuente como contribución a comprender quienes somos y qué queremos y cómo hacer para lograr lo que queremos. En alguna mediada. En otra, sin embargo, es todo mérito. Es una pieza literaria de primer nivel (la escena del jóven vejado por su madre con una sentencia, llorando abrazado al poster del sub Marcos, es de una intensidad dramática inusitada en la poética ciosiana). Es, verbigracia, una fuente (casi) inagotable de gemas de las que esperamos de una teoría revolucionaria hecha y derecha (perdón por el improperio), en sentido kuhniano: estimulante e incomprensible. Liberadora (como una llave que nos despoja de nuestras cadenas) y libertaria (como guía para la acción peirceiana, como mapa de mayores libertades, como creencia, como artículo de fe).

Notemos, antes de abandonar a Cioso a su suerte, cómo su inconsciente, mucho más racional que su vigilia, acuerda con nosotros. ¿Qué hacemos con la mierda agarrotada en nuestras entrañas? Cioso: “la desechamos, como la revolución”. Se ve, se siente, el progre está presente. La revolución es una mierda.

Lo que usted, jóven, esperaba: la receta de la felicidad

¿Qué hacer para ser feliz? Deseche los slips y cómprese un boxer. Esta es la tesis fundamental que sustenta el texto de del Mar, y una máxima a la que no puede menos que suscribir (con todas sus reservas de marxista conflictuado, que quiere y no quiere la revolución, que ni siquiera se asume públicamente como marxista) Cioso. El boxer es menos opresivo y definitivamente mucho más cómodo que el slip. Resulta (súmenle otro poroto) sustancialmente menos inhibitorio de la producción de espermatozoides que su par diminuto. ¿Es un deseo deseable la fertilidad? Miren: tengámosla de nuestro lado. Uno nunca sabe cuándo va a devenir en urgencia incontenible.

Las mujeres arriba

Un prejuicio masculino: las mujeres prefieren un slip que marque el paquete a un boxer que disimule el bulto. Falso. Hay para todos los gustos, supongo. Sin embargo, noto que las chicas de los círculos en que me muevo declaran sus preferencias por el discreto boxer. ¿Mienten? ¿Engañan? Puede ser. Sería inmaduro y machista, no obstante, juzgarlas insinceras. Y ustedes ya lo saben: si alguien maduro y feminista en este espacio, ese soy yo. (Ah, porque sostengo la bivalencia en este aspecto: o se está con ellas (feminismo) o se está contra ellas (lo otro indeseable). No hay punto medio.) Ya que solo queremos que ellas nos quieran, no desoigamos sus consejos.

Todo tiene un final, todo termina

Fin. Y antes de terminar de decir, diré: esta ponencia adolece de una falla grave y gravísima: no es autocontenida. Pero sí, sí lo es, al menos en un y solo uno de sus aspectos: alberga su propia crítica: lo mejor de todo son los títulos.

miércoles, noviembre 22, 2006

Acerca de la unicidad del slip y la relación amor-espanto


Lic. Dragón del Mar

Voy a intentar ser breve, aunque posiblemente no lo logre. Como la teoría no es mi fuerte, me propongo disertar acerca de una experiencia personal.
Irme a vivir solo por primera vez fue, como suele suceder en estos casos, toda una aventura, cargada de neurosis y de monstruos del abismo. En mi caso, y no creo escapar a la regla, el viaje empezó con la recolección de ropa y demás objetos personales en mi casa materna.
—¿Dónde vas a meter todas esas porquerías? —preguntaba mi vieja con una curiosa mezcla de asombro e indignación.
—Hay lugar —era mi lacónica respuesta.
Mi primer departamento estaba ubicado en un piso 11 sobre la avenida Corrientes, daba a un contrafrente y tenía una superficie de quince o veinte metros cuadrados. Mi razonamiento era que, dado que aquella iba a ser mi casa por —se suponía, al menos— mucho tiempo, todas mis cosas tenían que entrar. Aquella confusión entre el ser y el deber ser, muy propia del estudiante de Filosofía que yo era en aquel entonces, me trajo numerosos inconvenientes que no pienso ventilar en la presente disertación. Baste añadir que entre mis posesiones más preciadas se encontraban cuatro o cinco pantalones que no utilizaba desde los quince años, un traje heredado que más bien se parecía a una mortaja y —llegamos por fin al tema que nos convoca— doce o quince slips, producto de los más imaginativos regalos de abuelas y tías lejanas.
Los primeros días transcurrieron sin inconvenientes. Compré limpiador de pisos, detergente y aceto balsámico para sentirme dueño de casa. En cuanto a la higiene personal, con los champúes y los desodorantes que me había mandado mi vieja, estaba cubierto por un razonable período de tiempo. El problema surgió cuando, una tarde de sábado, me di cuenta de que mi acervo de calzoncillos no le iba en zaga a la imagen de hombre emancipado que yo pretendía transmitir: a rayas, rojos y en algunos casos diminutos, desteñidos y con los elásticos vencidos, hogares y refugio de palometas, de gorriones y de cóndores del altiplano, esos calzoncillos habían sido testigos —y fieles compañeros— de mis emociones más intensas, pero no daban para más. Si la Divina Providencia me deparaba una mina al final del camino, ya no podía apelar a su comprensión maternal. Me hubiera sentido un impostor haciéndole el verso del bohemio solitario, sabiendo que mis partes más íntimas se encontraban malamente contenidas en aquella red de pescadores pobres. Y en ese momento de mi juventud, yo todavía anhelaba ser honesto. Fue así que, por primera vez en mi vida, salí en busca de unos calzoncillos nuevos. Aunque no tenía idea de su precio, los imaginé apenas más caros que el trapo de piso que me acababa de comprar. Estaba dispuesto a pagar un poco más por un Ritmo o un Eyelit porque pensé que me darían un toque de distinción. Pero cuando llegué a la casa de ropa, empezaron los problemas.
—¿Qué talle? —me preguntó la vendedora.
Vacilé unos instantes.
—No sé —dije—, es como para mí.
Pedir un talle grande hubiera sonado presuntuoso, mientras que hablar de un calzoncillo pequeño me dejaba muy mal parado frente a la vendedora aunque ésta, justo es decirlo, actuaba como una verdadera profesional. Tenía la edad de mi vieja, no dudaba y en sus palabras no adiviné ninguna suspicacia. Parecía acostumbrada a su trabajo. La imaginé como la madama de un prostíbulo en decadencia, con un cigarrillo mustio colgando apagado de sus labios, ocupada en calmar los ánimos de los hombres que —igual que yo en ese momento— iban con las piernas temblorosas a ejercer el esperado debut.
—Tenés el Eyelit tipo boxer —dijo, después de mirarme de pies a cabeza—. Es talle único, se ajusta al cuerpo.
Cuando me lo mostró, el flechazo fue instantáneo. Ninguna tía ni abuela hubieran osado regalarme jamás semejante prodigio de la industria textil. Su tela, aunque elástica y resistente, parecía salida de un comercial de suavizante para la ropa. Pensar en aquella textura ejerciendo su ligera presión en mi entrepierna, contagiando una franca sensación de virilidad al resto de mi anatomía, me colmaba de felicidad por anticipado. Había de varios colores, hubiera querido llevármelos a todos, pero cuando la vendedora me informó el precio —equivalente a diez o quince trapos de piso— opté por el negro, discreto y a prueba de palometas insolentes.
Esa noche tenía una fiesta de la facultad de Ciencias Económicas. Primero vinieron unos amigos, ocho o nueve que entraron en el departamentito con mucho entusiasmo y pocos miramientos, dejando un contundente olor a bolas, faso y un tendal de botellas vacías tras de sí. Yo los miraba satisfecho, sin hacerme problemas por nada. Emancipado por completo de los calzones familiares, me sentía encarador. Un objeto erótico de lujo, dispuesto a que mil mujeres me tomaran por asalto. Pero con el paso de las horas, el alcohol y la marihuana fueron dejando su huella. Cuando llegamos a la fiesta, promediando la madrugada, mi calzoncillo nuevo había dejado de lado su papel protagónico para transformarse en un mero cómplice olvidado de la noche. Primero hice un breve estudio de campo, luego me tomé una cerveza y al final me lancé con ímpetu sobre una gorda, reboté y eso fue todo. Volví al departamento dos horas después.
Ese intento fallido no me amilanó. A partir de entonces, pasé largas jornadas en compañía de mi calzoncillo negro, al que incluso cuando empezó a ponerse viejo seguí considerando nuevo. Eran una fiesta las mañanas en que lo encontraba fresco y disponible en el cajón de la ropa interior. Me lo ponía cada vez que tenía un compromiso importante, como si fuera un talismán. Aquel Eyelit siguió siendo mi único calzoncillo en condiciones durante mucho tiempo. Si no lo llevaba encima me sentía mal vestido o incluso poco varonil. En verano, al llegar a casa, me sacaba la ropa y ensayaba poses con él frente al espejo. Fue un compañero infaltable en todas mis citas románticas. No habrá otro igual. Hoy mismo, mientras escribo estas líneas, siento su elástico firme en mi cintura y mi entrepierna, contenedor de las caricias y los sueños, fuente inagotable de abrigo e inspiración.
Muchas gracias.

martes, noviembre 21, 2006

El Slip “Eyelit” como Aparato Ideológico del Estado

Lic. Zedi Cioso


Introducción
Se ha dicho hasta el cansancio que la familia es la célula que reproduce a nivel micro los mecanismos de opresión y dominio ideológico que garantizan la explotación de una clase sobre otra en el sistema capitalista. Sin embargo, consideramos que estos mecanismos, fundamentales para explicar el éxito de la institución familiar como instancia privilegiada en la transmisión de una visión del mundo capitalista, no han sido, hasta la fecha, objeto de un estudio exhaustivo.
Es esta ausencia en el campo de estudios ideológicos lo que inclinó nuestra indagación hacia el papel que desempeña el slip infantil “Eyelit” en el proceso de socialización del niño. En este trabajo intentaremos revelar la operatoria del mencionado slip como instrumento ideológico de primer orden en pos de la naturalización del status quo.

Aproximaciones metodológicas.
El objeto que convoca nuestro estudio es una prenda íntima masculina conocida como “slip” en la nomenclatura comercial, o “calzoncillo” en el lenguaje coloquial. El slip (“deslizarse” en inglés: idioma oficial del imperialismo, no lo olvidemos) es una prenda de forma triangular que consta de 3 agujeros circulares: la circunferencia mayor está recubierta por un elástico a fines de ajustar el adminículo a la cintura y las dos circunferencias laterales y simétricas permiten pasar las piernas del usuario a través de ellas. 2 bandas oblicuas formadas por gruesos costurones que van desde la cintura a la zona testicular delimitan la superficie inguinal y señalan la parte frontal de la prenda en tanto el reverso es liso y elástico para contener el adiposo trasero infantil. El interior del slip (tómese nota de este detalle) está recubierto en la zona testículo-anal por una franja de tela toalla blanca, a los fines, según afirman los diseñadores del calzón, de contener en lo posible todo tipo de secreciones orgánicas.
Tomamos como referencia para este trabajo el slip tal como ha sido desarrollado, publicitado y comercializado por la firma Eyelit durante la década del 80’. Esta elección se debe a la posición dominante de la marca durante el período abordado y el éxito irrefutable de su modelo infantil, hasta el punto tal de haber sido imitado sucesivamente desde entonces por diversas marcas sin alterar un ápice su diseño.

Operación Ideológica del Slip
Desde niños el slip, como el capitalismo, nos es dado. Recién adquirida una porción de conciencia y el niño ya se encuentra con el calzoncillo entre las piernas. Lo que es peor, el slip llega como premio (y ya sabemos qué papel clave juega el sistema de premios y castigos en la formación ideológica). Premio entonces, para el niño que ha adquirido la habilidad de controlar sus esfínteres. El arribo del slip señala el ocaso del pañal como instrumento libertario que le permitía al infante cagarse y mearse cuando le diera en gana, en lo que podemos identificar como un progresivo proceso de cercenamiento de las libertades fisiológicas del niño. La maduración implica control sobre su propio cuerpo y parcelamiento funcionalista del mismo (el culo, para la caca, la caca, fea, mala) y trae aparejada para el sujeto la consecuente represión de toda libido erógena con respecto al cuerpo propio.
“Papá, quiero caca” reclama el infante en un inútil grito postrero de rebelión trunca. El niño quiere la caca, pero el padre y su Ley pronto lo adoctrinará: “Vos la querés… tirar al inodoro”. “Caca fea, caca mala, no toque eso, caca”. Hasta que el niño introyecte el mandato paterno y opere en silencio y por su cuenta la deposición. Un resto, sin embargo, permanece en el lenguaje cuando, aún en adultos, se oye la frase “Voy a hacer caca” cuando todos sabemos que la caca ya está hecha hace rato y que en el acto en que decimos “hacerla” en verdad la desechamos, como la revolución
Pero volvamos al niño con slip. Su madre, para premiar su logro ha comprado una caja familiar con una docena de calzoncillos en cuatro colores. Nótese que los colores varían, pero la toalla interna permanece blanca. De aquí en mas la madre será la encargada exclusiva de proveer de slips a su hijo sin que éste sea capaz de legislar sobre sus propios calzones.
Así, el niño naturaliza el slip como ropa interior. Jamás se cuestiona ¿Por qué no un taparrabos, un pañuelo, un boxer, un pantaloncito de fútbol u ¡horror! por qué no nada? El slip ya lo tiene, literalmente, agarrado de las pelotas. Y el infante, especialmente en este período ventana sufre “escapes”, “regresiones”, expresiones orgánicas de liberación, en fin, lo que vulgarmente se conoce con el nombre de “palometas”. A veces calcula mal y cree que va a llegar al baño y tiene tiempo de jugarse una mano más de escoba de 15, otras veces es un gas que trae aparejada una incómoda “sorpresa”. Irremediablemente estos deslices, estos “deslizamientos” (slips) quedarán fijados como una firma indeleble, como una mancha del test de Rorschach en la inmaculada toallita blanca del slip hasta que el amor de madre los remueva para volver a “foja cero” sin deslizar (slip) el más mínimo comentario al respecto y conformando al mismo tiempo un sólido lazo basado en el secreto y la discreción entre madre e hijo.

El Slip como producción subjetiva
Los años transcurren y el niño, ya joven, comprende con tiempo y esfuerzo que hay alternativas al slip así como hay otros sistemas sociales aparte del capitalismo. Entonces llega el glorioso día en que puede ejercer su derecho soberano a comprar su propia prenda íntima. Seguramente en este trance optará por el boxer, ícono de la libertad, pero el daño ya está hecho. También aquí se enmascara una estrategia de mercado con el aspecto de un acto volitivo e incluso ¡sobre todo! Se hace un negocio de eso. Basta consultar las publicidades de los boxers y el imaginario que construyen: hombres jóvenes, musculosos, llenos de vigor que acaban de abandonar el slip impuesto por la madre (micro) para caer en las afiladas garras del mercado (macro). Así vemos cómo la familia le entrega a la sociedad capitalista un sujeto dócil y entrenado, perdón, educado, en los goces ilusorios del consumo.
Pero decíamos que el joven no sólo nace a la certidumbre de que hay vida más allá del slip sino que a veces también adquiere la certidumbre de la injusticia que sostiene el sistema capitalista: la explotación del hombre por el hombre. Entonces reflexiona, lee a los clásicos (Marx, Engels, etc) milita en la Facultad de Sociales, y un día junta valor y enfrenta a su propia madre, echándole en cara sus miserias pequeñoburguesas. La madre finge sorpresa: “Te desconozco, hijo, te desconozco”, trata de encarrilarlo: “Conseguí un trabajo, como tu hermano, sé un hombre de bien”. E incluso apela a las fórmulas clásicas de la naturalización de un orden histórico: “Bueno, qué le vamos a hacer” “Las cosas son como son” “No queda otra” “Es lo que hay” “El trabajo dignifica”. Pero su hijo no da el brazo a torcer. Está decidido a hacer la revolución, y una revolución bien entendida empieza por casa, adoctrinando a la madre, revirtiendo el proceso de (de)formación ideológica. “Para ser un auténtico revolucionario, piensa el joven soñador, tengo que hacer de mi madre un cuadro del partido”.
Entonces la madre, ya algo cansada y preocupada porque están por pasársele los fideos, apela a un argumento devastador e irreductible:


_Pero, por favor hijo. Qué me venís a mí con eso de la revolución si yo de chico te lavaba las palometas.


Lapidario. Hasta ese momento jamás había sido mencionado ese pacto de silencio firmado con caca. El joven comprende al instante que su derrota es completa, que no tiene chances, que está perdido desde el día en que se dejó calzar aquel slip eyelit. Tan sólo atina a bajar la cabeza, vuelve a su cuarto y se larga a llorar abrazado al póster del subcomandante Marcos.

Conclusiones
De este modo, creemos haber demostrado fehacientemente el enmascaramiento que el slip eyelit opera sobre las auténticas relaciones de producción que sostienen la estructura del sistema capitalista y cómo esta prenda se ha convertido en una herramienta de primer orden para el adoctrinamiento ideológico.
En definitiva el estudio no deja dudas: el Slip Eyelit es un auténtico Aparato Ideológico del Estado.

Lic. Zedi Cioso.

viernes, noviembre 17, 2006

I y único Congreso Afiebradista acerca del Slip: ¿Ficción o literatura?

Luego de las segundas intensas jornadas de creatividad y de suma de proyectos, este blog ha decidido organizar el siguiente espacio de reflexión, destinado a autocomprendernos de una manera más cabal y a investigar los límites en la relación entre el sexo y la literatura.

Aquí, el cronograma


Primer y Último Congreso Afiebradista acerca del Slip


Lunes:

Zedi Cioso “Acerca del slip eyelit como un aparato ideológico del estado”

Coffe Break


Martes:

Dragón del Mar, “Acerca de la unicidad del slip y la relación amor-espanto”
Beer break


Miércoles:

Pailos, “El amor o el sexo: entre el calzoncillo y el pragmatismo lingüístico”

Mary Jane Break


Jueves

Playmobil Hipotético: “Boxer: ¿la falsa síntesis de la razón palometeada?”


No se entregarán certificados de asistencia

miércoles, noviembre 15, 2006

Záfiro (5ta. Parte)

Por Zedi Cioso

Seis días después llegué a la clase sobre la hora y ella ya estaba ahí, tal y como esperaba, sentada en las primeras filas. Me ubiqué a unos pocos bancos de distancia. Esta vez quería disfrutar el halo de su presencia física. Intentaba generar una atracción que corro el riesgo de llamar gravitatoria. Tenía la esperanza de que nuestros cuerpos se ligaran a través de una fuerza tan poderosa como la que mantiene en órbita a los planetas y evita que el universo se desbarate. Traté de no mirarla demasiado. No quería que me tomara por un loco obsesivo. Yo era el hombre al otro lado del espejo; tenía que ir con pies de plomo si quería sacar provecho de la situación. Me limité a escuchar su voz, que desconocía. Hablaba copiosamente con su compañera de banco a quien debía conocer de antemano en virtud de la confianza que se prodigaban en la charla. Mala señal, pensé, una amiga en estas circunstancias siempre representa un obstáculo. Pasé el resto de la clase atento a los susurros que intercambiaba con su amiga, estremecido ante cada movimiento, que adivinaba, confuso, al límite de mi campo visual mientras mis ojos ciegos permanecían fijos al frente, falsamente atentos al cuerpo de un docente que parecía accionado por un ventrílocuo mudo. Al finalizar la clase di inicio a una discreta pesquisa. En la puerta se despidió de su amiga y ambas se fueron en direcciones opuestas. Ella caminó hacia Rivadavia. Se detuvo en una parada de colectivo y abordó el cincuenta y cinco. Al otro día el sujeto de jogging pidió zafiro pero yo ya no pasaba esas cuatro horas de angustia rumiando mi pena sino que las dedicaba productivamente a elaborar mi plan de conquista. Mi irrupción en su vida debía obedecer a un movimiento sutil, ser lo menos forzada posible. La semana siguiente se me presentó una oportunidad inmejorable. Por circunstancias que no vienen al caso, la clase, que debía versar acerca de ciertos autores del siglo XIX, se había desmadrado y todos discutíamos acaloradamente sobre autores contemporáneos y sobre uno en particular, cuya última novela había protagonizado un pequeño boom vernáculo y a la que el profesor, quizá para provocarnos, había reducido a poco más que un librito de autoayuda. Fue entonces que ella alzó la voz para lanzar una tesis ridícula en defensa de la obra: una auténtica sarta de pavadas que trataban de relacionar las vocales que incluían los nombres de los personajes con los significados a los que referían. Se oyeron algunas risitas contenidas en el fondo del aula e incluso el profesor esbozo una sonrisa. Indignado, pedí la palabra y me lancé a una acalorada defensa de la ridícula hipótesis, esgrimiendo una destreza para la contorsión argumental que me era desconocida. Algunos incluso dejaron de reírse y parecieron inclinarse a mi favor. La discusión quedó zanjada cuando habló el afeminado de Darío Sapir, que ya era adscripto en la cátedra de Literatura Latinoamericana y prometía convertirse en el gran crítico de su generación. Con un par de frases breves y concisas hizo polvo los argumentos del docente y elevó una defensa inexpugnable de la novela en cuestión, no sin dejar deslizar algunas filosas notas al pie que echaban por tierra mi parrafada y contribuían al jolgorio general. No importaba. Había logrado mi cometido. Al fin de la clase me le acerqué tímidamente mientras ella guardaba su cuaderno de apuntes y expuse mi acuerdo absoluto con su postura, mintiendo que yo había tenido impresiones e intuiciones similares a las suyas al leer la novela, aunque a esa altura ni ella estaba totalmente convencida de lo que había dicho. Descendimos las escaleras junto a su amiga, que nos despidió en la puerta, y caminamos juntos hasta la parada del colectivo. Ella se mostró sorprendida cuando le anuncié que yo también tomaba el cincuenta y cinco y dijo que no recordaba haberme visto antes. “Al menos me registra”, pensé reconfortado. Después le expliqué que estaba haciendo un seminario a continuación de nuestra materia, pero el profesor que lo dictaba había pedido licencia por enfermedad. No era algo muy convincente pero fue lo único que se me ocurrió en ese momento. De ahí en más, empezamos a viajar juntos después de clase. Yo descendía del colectivo dos paradas después de ella y me subía a otro ómnibus en sentido contrario. En mi casa me esperaban con la comida lista y quisieron saber por qué llegaba tan tarde. Les respondí que al inicio del cuatrimestre me había anotado en un seminario cuyo profesor se hallaba enfermo, pero acababa de recobrarse. Durante el primer viaje me enteré de su nombre: Sabrina, su edad, veintitrés años, igual que yo, y que vivía con sus padres en Palermo. Y sí, mencionó a su novio en dos o tres oportunidades. Lo dejó caer en la conversación, como quien no quiere la cosa, con esa actitud casual que en realidad advierte: “cuidado, no creas que estoy dejándome seducir”.

domingo, noviembre 05, 2006

Intercambio epistolar de un matrimonio proletario (ii)

por Playmobil Hipotético


Paso del Sapo, 29 de octubre de 1984

Querida Edith:

Decirte querida me ayuda a escribir porque me hace acordar a lo falso, a lo miserable, a lo que me tuve que convertir cuando estaba con vos. Seguro que no te acordás; porque no tengo duda que todavía pensás que estoy equivocado, que después de quince años todavía sigo enamorado de vos.

Bajo esa maraña de pelos con olor a pis de gato, que no viene de tu pelo, que no viene de la ropa, que no viene del gato, sino que viene de tu piel, de tu más profunda esencia – si te oliera, te reconocería aunque me dejaras ciego, aunque me dejaras mudo - , debés seguir pensando que yo todavía no me dí cuenta ni de lo que quiero ni de lo que tengo que querer.

Tendría que haberlo intuido cuando te conocí y me convenciste de que yo no quería comer ravioles a la bongole, sino que quería una suprema a la maryland. Yo no quería otra cosa más que saber qué escondían esas uñas recortadas al filo de los dientes, si efectivamente eras gorda o si eras flaca o si la ropa disimulaba demasiado bien. Y de repente, cuando ya estábamos en la cama y a mí lo único que me importaba era salir a comprar cigarrillos, me fuiste enredando en tus sábanas y en tus piernas con preguntas que yo no podía contestar pero que sin embargo, tenía que buscarles una respuesta, una excusa para no quedar como un estúpido sin respuestas.

Era junio y, sin embargo, la noche no era fría. Nos metimos debajo de un acolchado de esquimales. Me reí los primeros diez minutos, te abracé los próximos quince y después me faltó el aire, empecé a transpirar, a resbalarme de tu cuerpo sudoroso. Dije algo así como hace mucho calor y vos dijiste que eso era porque yo era un maricón pero que a vos no te importaba que ya me ibas a cambiar. Me callé, te olí el pelo y no entendí de dónde venía ese olor. Tendría que haberme ido pero no pude. La amenaza de que fueras la única y la última que me quisiera coger había hecho estragos.

No te llamé por dos semanas y cada vez que volvía de trabajar estaba el teléfono sonando, no una, sino mil veces. Cuando atendía, tu voz, que no tenía olor, pero que sin embargo se sentía recordado, me preguntaba si ya me había dado cuenta.

¿Cuándo fue que te empecé a querer? Creo que nunca. Te quise pero no te empecé a querer. Fuiste una enfermedad terminal, de esas que nunca empiezan pero que un día se presentan como algo inerradicable, inevitable. Y en realidad, no era cariño sino la necesidad de sentir el tumor en el medio de las piernas.

Estoy sólo en este pueblo de mierda. A la bruja le mando plata todos los meses para que continúe el trabajo. Sé que no va a dar resultado, que no te vas a morir antes que yo, que no voy a poder ir a tu funeral a poner la corona que diga: Viva el cáncer. Porque estás ahí, resguardada entre la caramelera y la foto enorme de tu abuelo comisario, con los ojos mirando hacia la mejor forma de cagarme la vida. Estás ganando.

Walter

viernes, noviembre 03, 2006

Záfiro (4ta. Parte)

Por Zedi Cioso

A partir de ese incidente privado, los jueves se sucedieron en el calendario sin interrupciones ni novedades. Hasta que en el mes de agosto se reiniciaron las clases tras el receso invernal y me inscribí en una materia que se llamaba “Problemas de la literatura argentina” pero por lo visto los problemas los iba a tener yo porque cuando entré al aula, con mi pena a cuestas, cinco minutos antes de que iniciara la primera clase, descubrí a mi chica de los jueves sentada en uno de los primeros bancos y, sepan disculpar el cliché, sentí que mi corazón, como esta historia, daba un vuelco.
En esa ocasión opté por ubicarme en uno de los bancos del fondo para que no se percatara de mi escrutinio minucioso y me dediqué a mirarla, me di una panzada de ella, sólo ella, sin ningún equipo de gimnasia en veinte metros a la redonda y con dos horas por delante. No sería capaz de reproducir ni una de las miles de palabras que modulaba la voluntariosa voz del profesor. Sí puedo, en cambio, describir de qué forma sutil y delicada ella toma el bolígrafo, dejando el dedo meñique suspendido en el aire como un gusano en el espacio exterior. Puedo también, si así lo deseo, cerrar ahora mismo los ojos y traer a mi memoria la forma en que ella enarca las cejas cuando las indescifrables palabras del profesor despiertan su interés, lo mismo que su dedo índice retorciendo uno de sus rulos cuando se siente aburrida. Nada me impide reproducir el ritmo del taconeo nervioso que producen las suelas de sus botas negras al impactar sobre las frías baldosas del aula, e incluso puedo bailar al son de ese repiquetear. Esa noche, al término de la clase, una suave corriente de aire me elevó de mi pupitre y me trasladó a mi casa. Me dejé caer en la cama como un paracaidista y soñé con los ojos abiertos y viví con los ojos cerrados y desperté sonriendo y la sonrisa me acompañó hasta mi trabajo y exactamente dos horas después de mi llegada una mano fuerte y decidida abrió la puerta de un tirón y precedidos por la claridad de la mañana un hombre enfundado en un equipo de gimnasia hizo ingresar a la mujer que yo más amaba en el mundo y dijo “zafiro” y yo tuve que decidir en qué habitación iba a hacerle el amor y no pude decirle que tomara el ascensor hasta el piso menos nueve y se instalara en el mismísimo infierno sino que dije quinientos doce y los envié al quinto piso, porque los quería lejos de mí, y deseé estar muerto.