martes, diciembre 26, 2006

Ser padre hoy (2da. parte)

Por Matías Pailos

Desde ese momento, visitó Lanús con cierta regularidad. Dos veces al mes, más o menos. Se hizo más familia de mi familia. Se hizo más amigo de mi sobrina, de sus hijas, de mi hermana. Antes estaba muy apegado a la parentela de Clara. Ahora la cosa estaba más repartida.
Mal que mal, rehice mi vida. Al principio, solo cogía con putas. Hasta casi me enamoré de una. Pero no, no soy tan boludo. Después salí con una piba de mi edad. Una mina grande, bah… 60 años. Está bien: yo tengo más que eso. Estuve así, boyando, varios años.
Salí con varias minas más. Ser taxista te curte, y cogí más de lo que había cogido en mi juventud.
Es decir: tuve más levantes. Por supuesto que a los 60 uno coge mucho menos que nunca antes. Pero las minas me daban pelota. Y eso que seguía siendo tímido. Y eso que seguía dejando pasar oportunidades.
Mientras tanto, el pendejo creció. No me hizo caso, e insistió con la Filosofía. No solo se recibió, sino que ganó una beca doctoral. Paralelamente, fundó una empresa de asistencia para los que están trabados con tesis, artículos, proyectos… algo así. Pensé: este no va a ver un morlaco. Aseveré: este se va a morir de hambre. Juré: va a terminar viviendo en un monoambiente, sin ventanas, en la concha del mono. Eso. Y en efecto, no vio nada. Al menos durante el primer año. El segundo la cosa fue diferente. Recibieron, él y su socio inglés, pedidos de los lugares más exóticos. A mediados de ese año tuvo que contratar un empleado. Un mes después, tuvo que sumar a otro. Para fin de año, tenía a diez personas a su cargo y la empresa en plena expansión. Un año más tarde no corregía nada de nada. Cada tanto se daba una vuelta por el departamento de Belgrano que era la sede oficial de la empresa. Cada tanto visitaba a alguno de las 50 personas a su cargo. Estaba haciendo más guita de la que yo hice en mi vida. Ya era casi un hombre rico. Todo un hijo de puta.
Por ese tiempo publicó su primer libro. Una novelita barata. Una comedia de enredos amorosos. Un compendio de aventuras sin mucho riesgo a las que cualquier borrego de clase media protegida contra todos los males de este mundo está expuesto, a pesar de que ellos crean que salen a buscarlas, que son cazadores en la jungla de adoquines. Que se cogía a una, que se cogía a otra, que engañaba a la novia, que lo descubrían. Que un trío, que dos tríos, que tres orgías. El amor aparecía apenas de refilón. No tenía huevos. No ponía lo que no tenía sobre la mesa, pero no porque no los tenía.
Porque era un hijo de puta cagón. Y solo por eso.
De tal palo tal astilla, supongo. Pero yo no soy así. Yo nunca lo cagaría como me cagó.
Yo era una bola sin manija. Nada de proyectos, nada de planes, nada de reinserción en el mercado laboral previo. Supongo que me lo busqué. Supongo que, en última instancia, es lo que quería. Licenciado en Relaciones Industriales. Lindo título. Lo más medias tintas que puede imaginarse. ¿Qué hace un Licenciado en Relaciones Industriales? Buchonéa a la patronal. Es carnero a tiempo completo. Es el laburo perfecto para un culposo que quiera morir aplastado de remordimientos.
Me echaron. Bah: al principio, luego de casarme, iba cambiando de laburo cada dos o tres años. Siempre para mejor. No recuerdo en qué momento exacto la mano cambió. Me dejaron sin laburo. Una cerealera. Dije: tengo experiencia, tengo menos de cincuenta: voy a conseguir otra cosa. Y conseguí. Me costó, pero conseguí. A los tres meses estaba de nuevo sin nada. Meses. Meses sin nada. Meses de vivir del sueldo de mi mujer. Meses, ¿comprenden?, Meses. Meses de socavar mi masculinidad. Meses de malo, muy malo, y pésimo sexo. Meses de sentirme culeado por mi mujer. La comencé a odiar. De verdad, como solo un miserable odia: en secreto.
Llegado al año bajé drásticamente mis pretensiones. Acumulé laburos de nula monta. Cadete, telefonista, seguridad. Ahí me encañonaron por primera vez. Ahí dejé de sentir las piernas. Cuando metieron por segunda vez el fierro en mi boca largué todo.
Vegeté. No hice nada. Permanecía todo el día mirando las plantas. Sabía que el final se acercaba. ¿Qué final? Cualquier final. Ya no soportaba más. Ya no sabía qué quería.
Fue en medio de un coito fallido que Clara me dijo que quería que me fuera. Andate. Bueno. Los chicos. ¿Qué los chicos? Tenés que decirle. Le decimos los dos. Cuándo. En una semana.
Esto tampoco me lo pudo creer el hijo de puta.

-¿Cómo una semana? ¿Cómo aguantaste una semana? ¡¡¿Por qué?!!

Pffff… ¿cómo explicarle? Lo miré a los ojos. Le sonreí. Ya no era un chico. ¿Por qué lo parecía, entonces? Le expliqué: había arreglos que hacer, gente a la que avisar. El amor no es todo. El amor no es lo más importante, Federico. ¿Cuándo vas a aprender?, pensé. Pero no se lo dije. No le dije nada de nada de eso. No hablé de amor. No hablé de aprendizaje.
Al día siguiente de instalarme en la pieza de arriba de la casa de mi hermana, ya estaba arriba del tacho. Era, es, de Miguel, mi mejor amigo. El mismo al que no veía desde hacía treinta años. Lo llamé, le conté, le manguié. Dijo a todo que sí. A cambio, me contó su vida: divorcio, desamor, peleas con los hijos, operaciones, muchísima plata. Arriba del tacho me afanaron como ocho veces. Arriba del tacho tuve más miedo que nunca, y encontré un coraje desconocido. Arriba del tacho conocí a Laura.

miércoles, diciembre 20, 2006

Derecho a réplica por la Semana del Slip

Por Luciana

Ya que p de pau lo sugiere y además como no soporto que estos cuatro muchachos no me conviden a sus congresos siendo yo una mente afiebrada más; procedo a la exposición de mi punto de vista.
Debo reconocer que tanta honestidad en las presentaciones de estos chicos con temperaturas elevadas, me inspira a desenvolverme de igual manera.
Hay en la historia de los slips un paralelo femenino que cuenta con un mundo de gran complejidad.
Todo comenzó en mis tiernos seis o siete años de edad. Los domingos me encontraba yo, única hija, rodeada de personas mayores que eran las primas de mi abuela, unas viejas desagradables y pacatas. Si bien es cierto que no adoptaron la costumbre de tomarme de las mejillas y reírse enternecidas cada vez que hablaba, sí la falta de negocios de todo por dos pesos unido a su miseria, terminaba por abandonar, en cada uno de mis cumpleaños, un paquetito que contenía, siempre, una bombacha.
Habiendo enormes medias de toalla sin forma que nadie usa, pañuelitos bordados con los que da pena sonarse la nariz y acaban por enterrarse en el fondo del cajón de la ropa interior, estos dinosaurios optaron toda la vida por las bombachas que – encima – debía agradecer.
Lo primero que hacía con la bombacha era tomar una tijera y cortar el moño con una perlita en el nudo que solía ubicarse sobre mi ombligo (los jeans eran altos y a la cintura). La cuestión del elástico en forma de voladito era irreducible, si tiraba de una punta, la bombacha se convertía en un extenso hilo.
La verdad es que mi infancia junto a la ropa interior fue desdichada. Recuerdo que a la vuelta de mi casa había un local llamado La cueva de las patas cortas, donde mi mamá – además de darle clases particulares de lengua al hijo de la vendedora – me proveía de tristes bombachas y de medias ciudadela azules para el uniforme de la escuela.
De todas maneras, La cueva de las patas cortas me aportó una certeza que me produjo un sentimiento ambivalente: descubrí que mi mamá era capaz de elegir para mi primo un calzoncillo blanco con el mapa de África en lugar de uno azul, gris o negro; pero también entendí que las primas de mi abuela no me compraban esos adefesios con maldad y eso era, al fin y al cabo, una buena noticia.
La situación empezó a mejorar paulatinamente a medida que me acercaba a la preadolescencia. Algunas de las primas de mi abuela habían muerto y a las demás, desde el descubrimiento de su inocencia en la elección del regalito para mis cumpleaños, no les guardaba rencor. Pero a esto se sumaba el mayor deleite de los posibles. A pesar de mi reducido tamaño de busto, a los doce años no podía prescindir de sostén y así llegaban los conjuntitos de Caro Cuore en unas latas preciosas que eran la ostentación en su forma pura y no había otra opción que lucirlas en el escritorio de la habitación, aunque adentro una conservara resabios de la infancia: las famosas hebillitas pic pac que debían su nombre al sonido que producían al abrirlas y cerrarlas; gomitas para el pelo de todos los colores; un zapatito de la barbie cristal que no se puede tirar por si aparece el otro; etcétera. Así era como las mejores amigas obsequiaban estas latas los días de cumpleaños.
Ya en la adolescencia adquirí una profunda devoción por la ropa interior y aunque mi busto mantuviera sus pequeñas dimensiones, la industria había creado los corpiños con relleno y más tarde los push up que unen y modelan lo poco que había para unir y modelar.
Colores de los más variados, tangas pequeñísimas, medias con liga y demás eran una delicia, el cajón se había convertido en una cajita de bombones y qué más da que la pérdida de la virginidad me encuentra con una bombacha resucitada y comodísima - por lo estirada – de aquellos tortuosos años infantiles.
Aún hoy me pierdo por corpiños bordados; portaligas haciendo juego, con las mismas florecitas azules y violetas; medias finísimas de igual tonalidad e infinita variedad de prendas que terminan por hacerme gastar una fortuna aunque más no sea por partes.
Hay veces que funcionan como arma de seducción pero los cierto es que abrir la lata, romper el papel de seda que envuelve el conjunto, colocarse el portaligas que no es tarea sencilla y mirarse en el espejo, es una de las tareas más onanistas del mundo.

lunes, diciembre 18, 2006

Intercambio epistolar de un matrimonio proletario (III(

por Playmobil Hipotético
Pampa de los Guanacos, 14 de diciembre de 1984

Reverenda Conchuda Esthercita:

“Es inimputable”. Si fuéramos a juicio me dirían eso. Te creerían loca, insana, orate. Pero sos mucho más que eso. Yo lo sé. No sos loca, sos, lisa y llanamente, una hija de puta. Pero los convencerías porque te encanta jugar a que sos una víctima de mis inseguridades, de mis ganas de cagarte a trompadas.

La única vez que te pegué habías vendido toda mi colección de discos de jazz. Pero claro, no se los podías vender a alguien que te diera lo que correspondía por una colección que me pedía hasta la gente de Radio Rivadavia; lo tuviste que vender a un cartonero. El juez diría que sos inimputable pero bien sabés que lo hiciste porque fue la forma más humillante de mostrarme que no valía nada.

Al otro día, con el ojo hinchado saliste a hacer las compras, a pagar los impuestos, a pagar el alquiler, a hacer todo lo que nunca habías hecho. Y contaste a todos los que te conocían y a los que estaban delante y atrás tuyo en la cola que tu marido te había fajado sin razón, sólo porque habías querido ordenar la casa, sacar esos juntaderos de polillas que era la colección que yo había empezado a los 16 años.

La bruja de este otro pueblo de mierda parecía más dispuesta que la otra a hacerte mierda. Por lo menos, me pidió más cosas. Diez velas amarillas, catorce marrones, tres cabezas de gallina, cuatro docenas de huevos de codorniz, una pluma negra y treinta pesos. Pero sos inmortal, sos intocable.

Le llevé tu carta, pensé que iba a servir para hacer grafología, una carta astral, algo. Me dijo que esa no era su especialidad pero se puso a leerla y se conmovió. La convenciste, pedazo de turra, no sé cómo hacés pero a mil kilometros de distancia seguís siendo la víctima y yo el hijo de puta.

Los hijos de la bruja, unos pendejos desmechados, sucios y sarnosos, con más pitucones que tela en los pantalones, me corrieron, me tiraron cascotazos y las cabezas de las gallinas que había llevado para hacerte mierda.

Me estoy sintiendo mal y no es sólo por el vino barato que sirven en la terminal de micros. Estoy seguro que la bruja está usando la carta para joderme a mí. Porque claro, en la carta vos me perdonás, me decís que todavía estoy enojado por “aquello” y cerrás con el toque de espectacularidad que te encanta, el que te deja sola en la marquesina del cine de barrio. Porque es claro que ni siquiera podés pensar en otra cosa que el cine de barrio.

¿Así que tu vieja tiene Parkinson y su cuerpo parece repleto de un “enjambre de avegas”? ¿Desde cuándo hacés metáforas vos?¿O es que te están envolviendo los huevos en el suplemento cultural de Crónica? Me alegro, tanto pero tanto. Ojalá que no se muera nunca, que sufra hasta que se le estallen los dientes de tanto chocarse. Ojalá que el Parkinson sea contagioso, y cuando agarres la caramelera se te resbale de las manos y te mueras de un síncope. No. Mejor, mucho mejor: que te quedes paralítica, sin poder moverte y teniendo que mirar los restos de la caramelera tan preciada. Así, quizás así, estaríamos a mano. Viendo nuestras vidas destrozadas.

Walter

viernes, diciembre 15, 2006

Zafiro (7ma. y última parte)

Por Zedi Cioso

A esa altura ya habíamos forjado otra rutina: todos los martes me encontraba con mi peor enemigo. Él pagaba la habitación diamante, sin descuento y ella se hacía cargo de todos los extras que pedía por teléfono y que iban desde los más extravagantes juguetes eróticos a las más vulgares bebidas y alimentos del menú. Pero una vez que se disiparon las brumas de la furia que me cegaban pude analizar la situación con claridad y comprendí que me encontraba en una situación ventajosa y si hacía las movidas correctas podía llevarme el premio mayor. Sólo tenía que encontrar la forma de poner sobre aviso a Sabrina sin delatarme. Eso desencadenaría la ruptura y, aunque más no fuera por despecho, ella caería en mis brazos. Era un plan infalible. El problema radicaba precisamente en el modo de anoticiar a Sabrina sobre la naturaleza del engaño. Pensé. No se me ocurría nada. Tal vez un mensaje cifrado, algo que funcionara al modo de la publicidad subliminal. ¿Pero cómo trasmitirlo? ¿Dónde hallar el canal de difusión? Reparé en los detalles y encontré la respuesta en la afición de Sabrina por los dulces. Siempre estaba llevándose caramelos, pastillas o chicles a la boca. El Hotel entregaba, a modo de souvenir, una bolsita blanca con caramelos surtidos. A decir verdad, me sentí bastante estúpido en la soledad de mi habitación mientras recortaba papel celofán y dibujaba las letras con el esmalte de uñas hurtado a mi mamá. De todos modos aplicaba a la empresa la precisión de un orfebre. Tras varios intentos fallidos obtuve un resultado que juzgué óptimo y así fue que una semana después le estaba entregando al iluso de jogging una bolsita blanca que contenía tres explosivos mecanismos de relojería: los caramelos “Martes” “Mañana” y “Traición”. Incluso me pareció observar, a través del monitor que registraba las imágenes provenientes de la calle, cómo él le entregaba despreocupado la bolsita blanca, a modo de acostumbrado y gratuito presente. Casi no pude esperar hasta el miércoles siguiente, pero cuando el día finalmente llegó no advertí ninguna señal de parte de Sabrina y a la mañana del jueves volví a verla haciendo su entrada triunfal de la mano del infame vestido de atleta que entonó su aria consistente en una única palabra. Pero no me di por vencido y aguardé en pos de una nueva oportunidad. Y la tuve. El primer martes de noviembre mi buen amigo, quizá algo escaso de efectivo, en lugar de entregarme sus consabidos cien pesos depositó una tarjeta de débito en el hueco de la ventanilla y la extendió hacia mí. Traté de dominar mi emoción mientras me aseguraba de colocar correctamente los dos papeles carbónicos y apuntaba con letras grandes y claras la fecha y la hora. Después le solicité con suma cortesía que firmara el comprobante y le entregué su factura y me guardé la tercera copia en el bolsillo trasero de mi pantalón. Una semana más tarde entraba en el aula con música de película de espías resonándome en la cabeza. Tomé asiento al lado de Sabrina, como de costumbre y esperé el momento propicio, que llegó una hora más tarde cuando ella se disculpó, se puso de pie y abandonó el aula para ir al baño. Entonces yo extraje el cuerpo del delito de mi bolsillo trasero y lo deslicé subrepticiamente en su cuaderno de apuntes. Traté de colocarlo de forma tal que llamara la atención como un susurro en lugar de reclamarla a gritos. La maniobra resultó exitosa en grado tal que Sabrina no reparó en el comprobante sino hasta que la clase hubo terminado y ella se dispuso a guardar su cuaderno. Recién en ese momento percibió ese papelito algo fuera de lugar que parecía haberse inmiscuido entre sus apuntes como un inmigrante ilegal. Lo apresó entre el pulgar y el índice y lo extrajo lentamente. El delgado papel se dejó deslizar con suavidad entre las hojas hasta quedar desplegado por completo. Entonces Sabrina lo miró e hizo lo que el común de los mortales suele hacer con las notas de crédito: lo redujo a un bollo que arrojó lejos de sí. No sé cómo contuve mis ganas de arrojarme con alma y vida sobre esa pelotita de papel y desplegarla ante sus narices al grito de ¡Leé! ¡Leé! ¡Leé!
Esa misma noche soñé que asistía a clases en la facultad y en mitad de la lección descubría que iba vestido de jogging y este detalle ejercía sobre mi espíritu la misma impresión que si fuera desnudo o sólo llevara puestos los calzoncillos. Me desperté sobresaltado, esforzándome con obstinada urgencia por separar la viscosa membrana del sueño de la realidad, en esos brutales instantes de duermevela. Aquella era una pesadilla recurrente que sufría cuando era chico, pero llevaba años sin experimentarla.
Tal vez fueran los nocivos efectos oníricos, o el hecho irrefutable de que tan sólo restaban tres semanas para la finalización del cuatrimestre, los motivos de que decidiera dejar de lado todo resabio moral y jugarme por entero, sin medir las consecuencias. Me costó bastante trabajo convencer a Sabrina para que se reuniera a estudiar conmigo, pero al fin logré mi cometido. Entonces le propuse que nos juntásemos el jueves a la mañana, puesto que ese era mi día franco. Sabrina se sonrojó y dijo que ese día no podía. Entonces retruqué el martes, a eso del mediodía, y ella vaciló un poco pero después dijo que sí, que el martes estaba bien. No quise confirmar el lugar hasta último momento, para no darle la chance de modificarlo. Después solicité en el trabajo el día de estudio que me correspondía y el lunes a la noche la llamé y le comuniqué cual sería nuestro punto de encuentro. Tras mencionar la intersección de las calles donde se encontraba el bar le pregunté con malicia si se ubicaba.
_Sí, sí, me ubico perfectamente.
_Bueno, entonces nos vemos mañana a las once y media.
_Dale, nos vemos mañana, un beso,
_Chau, que descances, me despedí y prendí la tele. Ya daba por descontado que no iba a poder pegar un ojo en toda la noche.
Llegué al bar a eso de las diez y media, con tiempo de sobra para elegir la mesa con mejor vista al garage del hotel alojamiento, que estaba en frente. Pedí un desayuno que apenas probé y me entregué a una tensa espera. El tiempo transcurría lento y monótono, con la cadencia gomosa de una novela proustiana. Pasaron las once y media y Sabrina no aparecía por ninguna parte. A las doce y cuarto los que sí aparecieron fueron el hombre con equipo de gimnasia y su amante, a bordo de la moto. Ambos aguardaron tranquilos mientras el portón automático se elevaba lentamente, en sentido contrario a mis esperanzas que se clausuraban sin remedio. A las doce y media pedí la cuenta y guardé mis cosas en la mochila. Casi me llevo por delante a Sabrina en la puerta del bar. Estaba agitada y llevaba el pelo mojado. Me pidió disculpas y me anunció, tal vez a modo de compensación por la demora, que había conseguido la fotocopia de los apuntes de nuestro compañerito estrella, Darío Sapir, a través de una amiga en común. Retornamos a la mesa que yo había abandonado segundos atrás y le pedí un café al mozo, que sonreía con malicia. Ella se pidió un café con leche y un tostado y emprendimos nuestra jornada de estudio, aunque yo apenas podía concentrarme en lo que decía. Me distraía al pensar en la multitud de imponderables detalles que podían distraerla del garage en el momento preciso. Alguien que levantara la voz al otro extremo del bar. Un mozo que lanzara una carcajada. Una noticia de último momento con fondo rojo en la pantalla del televisor o simplemente que se levantara para ir al baño justo en el mismo instante que… Pero al mismo tiempo debía realizar un esfuerzo titánico para aparentar interés y concentración con el objeto de retenerla esas dos horas. Hasta que, exactamente a las 14:35, noté que el portón de salida iniciaba su despegue y traté de seguir hablando sin saber lo que decía, con el mero propósito de que ella no bajara la vista y se perdiera la función estelar del día. Y efectivamente Sabrina lo vio todo. Y lo que vio seguramente fue esto: un portón que se eleva como en cámara lenta para dejar a la vista a un hombre con casco sobre una moto y una chica de pelo suelto abrazada a su espalda que salen a toda velocidad.
_¿Que dijiste de Wilde?, me preguntó.
_¿Cómo?
_¿Que qué decías de Eduardo Wilde?, estabas hablando de Wilde y te quedaste callado
_Eh, que atacaba y se defendía de sus adversarios políticos a través del diestro uso de la ironía. Pero en verdad quería decir que era un reverendo hijo de puta.
Sabrina se quedó callada y no respondió.
Traté de prolongar un poco más la ficción del estudio y lo único que logré fue comprobar que mis fuerzas me habían abandonado. Pero justo en el momento en que me disponía a dar por terminado el encuentro se encendió una luz de esperanza y más que una luz me atrevería a decir que salió el sol de la esperanza en la noche de mi desconcierto, porque una moto que acababa de dar la vuelta manzana se detenía en la esquina y sus dos ocupantes, entregados a una fortuita rutina que me era desconocida, ingresaban al bar, saludaban al mozo y se instalaban cómodamente abrazados en una de las mesas del fondo.
En esta oportunidad fue Sabrina la que interrumpió su frase a mitad de camino. Entrecerró los ojos, como si adjudicara lo que estaba viendo a una ilusión óptica o una incipiente miopía. Noté que la mano derecha empezaba a temblarle.
_Disculpame un minuto, dijo y se desembarazó de la silla lanzándola hacia atrás con un violento golpe de cola. El ruido fue considerable y atrajo la atención de varios comensales pero aquellos tortolitos del fondo estaban abstraídos en su burbuja romántica y hacia allí, como un alfiler, se encaminó Sabrina. Al día de hoy aún me lamento que nuestra mesa estuviera en el otro extremo del salón y yo no pudiera escuchar ni una palabra de la discusión. El pudor o el miedo a la vergüenza pública impidieron que Sabrina alzara la voz, pero por lo demás, podría reconstruir la escena hasta en el más mínimo detalle. Ella se aproxima a la mesa a un ritmo rápido y decidido, con pasos de sicario. Llega y se queda parada frente a ellos lanzándoles la ingrata acusación de su mera presencia. Él se pone inmediatamente de pie, como si hubiese accionado un secreto botón de eject en su butaca. Creo que lo hace menos por un sentimiento de disculpa que para poder sostener la discusión cara a cara y no tener que soportar, en el plano físico, la misma inferioridad que en el plano moral. Ella conserva la calma en la medida de lo posible y para el observador externo no componen un cuadro diferente al de dos viejos amigos que acaban de reencontrarse tras muchos años sin verse. Sólo la delatan su mirada extraviada y el frenético movimiento de sus manos que, cada tanto, se entrecierran y lanzan todo tipo de municiones a través del índice a la mujer que permanece sentada e indiferente. En efecto, la mujer ha prendido un cigarrillo y fuma mientras mira hacia otro lado como si la situación no la rozara siquiera. Su aplomo me provoca envidia y escalofríos en igual medida. No hay cachetazos. No hay gritos histéricos. Cada tanto Sabrina señala en dirección a nuestra mesa, seguramente en trance de explicar su contingente presencia en aquel bar. Yo los observo con cara de no comprender. Él me mira pero yo soy invisible. Sin un espejo delante no puede, nunca podrá reconocerme. Tras cinco eternos minutos Sabrina regresa y empieza a recoger con furia sus útiles y apuntes para introducirlos a la fuerza en su bolso. Una de sus ágiles lágrimas rueda por su mejilla y realiza un salto mortal para caer sobre la fotocopia de apuntes y deformar una palabra que se torna ilegible. Actúa tan rápido y con tal determinación que cuando quiero reaccionar ya se está yendo.
_Me tengo que ir, anuncia.
_¿Te pasó algo? ¿No querés que te… pero no puedo terminar mi ofrecimiento porque ella se marcha sin despedirse. Trato de guardar mis cosas para seguirla pero cuando me pongo de pie la veo a través del vidrio de la ventana subirse al primer taxi que dobla la esquina y perderse en la ciudad.

La llamé todos los días desde entonces, pero nunca podía encontrarla o no quería atenderme, no lo sé. Faltó a clase las dos semanas siguientes y sólo se presentó el día del parcial, al que llegó diez minutos tarde. Se ubicó lejos de mi banco y escribió con gesto ausente por el lapso de una hora. Después entregó con indolencia la hoja al profesor y se fue. Seguí tratando de comunicarme con ella, pero todos mis intentos resultaron infructuosos.
Recién volvimos a vernos a mediados de diciembre, cuando entró al hotel por el ingreso peatonal de la mano de Darío Sapir. Ese mismo día presenté mi irrevocable renuncia.
Pidieron Zafiro.

miércoles, diciembre 13, 2006

Ser padre hoy (1ra. parte)

Por Matías Pailos

Que se muera. Lo odio. Que muera de una vez el hijo de puta. Qué egoísta. Qué egoísta de mierda resultó. Que flor de hijo de puta. Y yo que lo creía parecido a mí. ¡Qué equivocado! ¡Qué error! Parecido a mí. ¡Qué va a ser parecido! Es un hijo de puta. Ningún parecido.
Y eso que cuando me separé de su madre se vino, por primera vez en su vida, solito hasta Lanús para verme. Lanús, para el pendejo acomodado de zona norte que es, es el fin del mundo. Lanús es más allá del límite de la civilización. Atravesar Rivadavia ya le parece complicado. Ahora: atravesar el Riachuelo es caer de bruces en ‘El Barrio’, en la comunidad de clase media trabajadora de la que siempre renegó, a la que en el fondo detesta. Pero vos venís de ahí, pendejo. Sabelo. Por más que hayas nacido allá, en pleno Barrio Norte, y hayas vivido toda tu vida en Vicente López, vos sos de acá. Tu vieja es de San Cristóbal. Yo soy de Avellaneda, o Lanús, o Ezeiza. Vos sos la misma mierda indiferenciable, la misma medianía insulsa y falta de aspiraciones. ¡Qué vas a ser peronista! Vos no viste a un peronista en tu vida, pendejo. Vos no sabés lo que es el pueblo, vos lo ninguneás y aborrecés: vos estás impedido de ser peronista. En eso, como en todo, tenés una suerte inmerecida.
Cayó con el rabo entre las patas. Con un aire de desconcierto que nunca más le volveré a ver. El día anterior lo habíamos reunido a él y a su hermano alrededor de la mesa familiar. ¿Qué día era…? 21 de Octubre. El día de su cumpleaños. No estuvimos muy astutos, Clara, tendrás que reconocerlo. Venir a tirarle esa bombita justo el día que cumplía 20. Nada oportunos. Pensé que se iba a poner a llorar. Pensé que iba a tirar el televisor por la ventana. Al menos, romper algún vidrio. Nada. Nos dejó hablar. Incluso aceptó dejar hablar a su madre. Aceptó, a regañadientes pero aceptó, que Clara escupiera toda la mierda y el rencor y la desazón sobre mí. Lo vi. El pendejo ardía en ganas de replicarle, de corregirla, de ponerla en su lugar. No. Le dije: no. Dejala hablar. Y el pendejo acató. Me vio decirle no, y acató. ¿Qué veía en mí? ¿Qué veía cuando me miraba? ¿Qué era yo para él? Al principio pensé respeto. Después, cariño. Hasta en un momento me vi tentado, lo confieso, a pensar: admiración. Pero él no me admira. Él es más inteligente que yo. Él es más talentoso, simpático y fachero que yo. Él es más valiente. Yo lo sé. Él lo sabe. Creo que sabe que yo lo sé. ¿Por qué, entonces, no puedo dejar de pensar que me admira? ¿Por qué me admira?
Llegó, y no sabía dónde estaba. Era como si estuviera desorientado. Vení, le dije. Lo agarré del hombro y lo saqué a pasear.
Cómo hablé. Por Dios, cómo hablé. ¿Cómo hablé? Como siempre, pero más. Fui sincero, como siempre. Esta vez, además, fui expansivo. Le expliqué cómo, cuándo y por qué. Con tu madre ya no era lo mismo, le dije. Hacía años que no era lo mismo.

-¿Y por qué seguiste?
-Y…

le dije.

-No entiendo. ¿Por qué seguiste si no la amabas?

No entendió. Ahí debí comprender que no éramos iguales. ¿Por qué lo seguí pensando? Porque soy un gil. ¿Por qué lo sigo pensando ahora? Por lo mismo. Le expliqué, y la explicación fue triste. Le dije que hay cosas que me parecían más importantes que el amor.

-¿Qué? ¿Cuál?
-La familia. Pensá que yo crecí en medio de un ambiente familiar bastante desarticulado, con un padre ausente, una madre que se murió poco después que yo entrara al secundario, viviendo desde ahí con mi abuelo…

Le conté lo de la complicidad de la pareja, del proyecto compartido. Le conté de los hijos. Los hijos mantienen unida a una pareja que hace años que no se ama. Los hijos permiten seguir cogiendo.
No entendió, pero me dijo que sí.

-Yo no soy así.

Ya lo sé, le dije. Quizás yo soy así para que vos seas así. Pero seguí pensando que éramos iguales.

domingo, diciembre 10, 2006

Zafiro (6ta Parte )

Por Zedi Cioso


La semana siguiente sucedió algo curioso. Yo sé que curioso no es el adjetivo adecuado para describir la situación pero creo haber dejado suficientemente en claro que estos son mis primeros escarceos con la prosa. Las cosas inesperadas sólo suceden en la literatura fantástica y esto que cuento es tan real como la hoja en la que escribo así que dejémoslo así: sucedió algo curioso. El martes al mediodía el portón eléctrico se elevó y dio paso a una moto. Su conductor estacionó en el garage y ayudó a descender a su acompañante femenina. El monitor de catorce pulgadas en blanco y negro distorsiona bastante la imagen pero no cabían dudas acerca de la indumentaria del hombre. Cuando lo tuve parado frente a mí lo miré con todo el odio que mis ojos eran capaces de trasmitir, con la esperanza de que una porción de esa furia fuera capaz de traspasar la barrera de cristal reflectivo y llegara al centro de su ignominioso corazón.
_Una habitación diamante, por favor.
_Como no, caballero, respondí, tratando de recargar con amarga ironía la entonación de mis palabras. ¿Y fue cierto o producto de la fiebre alucinada que me invadía? ¿Pudo ese sujeto haber sido capaz de insinuar un guiño de ojo, pretendiendo de ese modo hacerme cómplice de su iniquidad y testigo de su hazaña de semental reproductor? Para peor, la mujer que lo acompañaba era como un negativo de Sabrina, a quien ofendía con su mera presencia. Debía rondar los cuarenta años y era muy alta o llevaba tacos de quince centímetros o ambas cosas. Tenía puesto un pantalón de cuero de tiro bajo y un suéter de hilo negro ceñido al cuerpo del que sobresalían dos perfectas esferas de Pascal que debían llevar la más prosaica firma de algún prestigioso cirujano. Ciertamente no vestía de jogging, pero un detalle la delataba: llevaba en la mano un bolso deportivo: ahí debían amontonarse sus calzas, sus zapatillas de última generación, sus vinchas flúo y demás menesteres que hacen al uniforme de una buena alumna de personal trainer. Les entregué la tarjeta para que se fueran lo más rápido posible. Sentía el invisible dolor de Sabrina como si fuera propio. Mientras caminaban hacia el ascensor apreté la madera del mostrador hasta que se me empalidecieron los nudillos, para contener mis ansias de saltar sobre ese energúmeno. Recibí tres llamados desde su habitación. Todos de ella. Primero me dictó un pedido con voz grave y sensual:
_Quiero los artículos 235 E y 128 D
Cuando consulté el catálogo descubrí con asombro que se trataba de un lubricante anal y un consolador extra large. Una hora más tarde solicitó dos whiskys, uno doble sin hielo y uno simple con hielo. Media hora después llamó para pedir dos hamburguesas completas y gaseosas.
Se fueron a las dos horas.
Él rengueaba.
Al mismo tiempo, mi relación con Sabrina discurría por los apacibles senderos de la amistad. Regresábamos juntos después de clase. A veces se nos sumaba su amiga, con el pretexto de que iba a estudiar a casa de Sabrina. Se llamaba Carmen y comencé a sospechar que yo le gustaba. Sólo meses después me enteré que ella se tomaba a la salida de la facultad el mismo colectivo que yo debería abordar para ir a mi casa de no haber mediado mi insensato cortejo. Una noche, en el viaje de vuelta Sabrina me preguntó si trabajaba.
_Eh, si, no… bueno, sí. Pero en algo que no tiene nada que ver con la Facu, por eso es como si no trabajara, ¿Entendés?
_Más o menos, ¿Y en donde trabajás?
La interrogación acerca de mi actividad laboral era plausible y sé que debía haber pensado en algo qué decir para ocultar mi verdadero trabajo, pero la verdad es que la pregunta me había tomado por sorpresa y mencioné lo primero que se me vino a la cabeza.
_Trabajo en un club, dije, y en seguida empecé a insultar al sistema de libre asociación.
Ella se sorprendió. _Ah, sí. Mirá que casualidad. Mi novio también.
_Sí, pero yo trabajo en la administración, hago liquidación de sueldos y esas cosas. Nunca me gustaron los aerobics, dije con un sesgo despectivo.
Sabrina acusó el golpe. _¿Y vos cómo sabés que mi novio da clases de fitness?
Empezaron a temblarme las rodillas ¿Podría acaso desenmascararme? _No, no lo sé
-traté de aclarar- pero me imaginaba que debía hacer eso, como la mayoría de los que trabajan ahí.
_Sí, -pareció tranquilizarse- es profesor de educación física.
_Ah, mirá vos.
_Hablando de eso, a vos no te vendría mal tomar unas clases.
_No, dejá, así estoy bien.
_Te lo digo en serio. Se te ve muy flaco. Si querés te presento a mi novio y le pedimos que te haga una rutina para el gimnasio. Podés hacerla en tu club y todo.
_Mirá, no me gusta el deporte, pero te agradezco de todos modos, dije como para cortar el tema. Pero ella ya estaba embalada y siguió hablando de su novio, sobre cómo se habían conocido en el colegio secundario y mi novio de aquí y mi novio de allá. Lo tenía idealizado. A duras penas contenía mis ganas de zamarrearla y gritarle un par de verdades. Por suerte el colectivo llegó a su parada y Sabrina se bajó sonriente e ignorante de la traición de la que era víctima.

miércoles, diciembre 06, 2006

¿Por qué el día de la virgen es feriado?

la previa a la virgen














la procesión













domingo, noviembre 26, 2006

Boxer: ¿la falsa síntesis de la razón palometeada?

Por Playmobil Hipotético


Mi vida está cargada de eventos simbólicos que tienen más ansias de convertirse en símbolos que una real referencia en la realidad; es decir, soy un neurótico importante decidido a cambiar de vida todos los días y no lograrlo nunca – no tanto por estupidez como por vagancia o inercia.

Me imagino que ese día debía haber visto fotos mías de pequeño, en la playa, en las Sierras de Córdoba, en el Parque, en el Deportivo Español, todas con pantalones cortos de esa tella brillosa, de ese tamaño deseado por los voyeuristas, por los depravados y por los futuros pedófilos con Internet. No eran mis calzoncillos, es verdad, pero sí me hacían pensar en ellos, en unos slips de colores amarillo patito, blanco, gris y todos los demás colores que podían delatar rápidamente si el nene se limpiaba bien el culo o si se lo limpiaba mal.

Porque no había cosa más vergonzosa que te dijeran “pero mirá cómo tenés este calzoncillo, y señalaran los cadáveres de los cóndores - ya no eran palometas -, tenés que lavarlo vos”, y ahí nomás con siete años, con anteojos del estilo que usaba mi abuelo con unas ondas rubias que no se resistían a ningún orden, yo limpiaba y la mierda se descorría también con mis lágrimas.

Por suerte, tenía un compañero de la primaria que venía a mis cumpleaños. Llamémoslo Nicolás porque así se llamaba. Nicolás era de Boca, yo era de River y además era intolerable. Lloraba, gritaba, pataleaba, era tremendamente nervioso y siempre era una incitación a cagarlo a trompadas. No siempre, no siempre, pero sí se potenciaba en mis cumpleaños en Español, aquellos cumpleaños de los que tendré que hablar en algún momento que tenían como estructura mínima veinte pendejos corriendo atrás de una pelota durante 8 horas, un padre haciendo patys, y una madre metiendo los patys medio mordidos en una bolsa.

En el baño del Club no había inodoro, había letrina. Nicolás no sabía cómo defecar ahí. Lo llama a mi viejo, mi viejo le da las posiciones básicas. Mi viejo vuelve a la mesa. A los dos minutos, mis padres sentados en la mesa, Nicolás corriendo hacia la mesa con un objeto en la mano. Arroja el objeto en el medio de la mesa no sin antes decir: “Me cagué!!!!!!!!!!!!!”, mientras lloraba humillado y arrojaba su slip azulcito que aterrizaba sobre el centro de la mesa.

Debe ser por todo eso, que ese día me dije que tenía que convertirme en un hombre. Es claro que para un adolescente convertirse en hombre significa garchar. Era igual de claro que no lo iba a hacer, así que empecé por la parte más sencilla que fue comprarme unos boxer de algodón. No los puedo olvidar: líneas celestes que formaban un cuadriculado sobre un blanco estándar.

En cuanto me los puse, confirmé mi hipótesis principal: la libertad estaba ahí!!!! La libertad no era la revolución, no era ir a las marchas en contra de la Embajada Yanki, quemar banderas y hablar con Granados. No, no no. La libertad era el movimiento pendular de mis bolas antes atenazadas por el slip. Caminaba, saltaba y sentía físicamente la libertad. ¿Qué hago, qué hago con tanta libertad?

Y sí, me fui a ver a Actitud María Marta y El Otro Yo en Cemento. Intimamente, me imaginaba que las adolescentes correspondientes al ver la libertad en mi cara, iban a querer ver la libertad en mis bolas. Imaginaba Traka Traka mientras yo debutaba y los boxer estaban al costado de una cama desconocida, llena del ambiente sónico del comienzo de los 90.

Actitud María Marta estuvo bárbaro. En ese recital del Otro Yo habló mucho María Fernanda y yo me cansé de ella, de la carencia de mujeres sin novio y de mi nulidad absoluta en el arte de levantarme a alguien. Me imaginé que lo que tendría que pasarme era quedarme sin pantalones y que todas pudieran observar el movimiento anárquico de mis testículos cuando hacía pogo, cuando hacía mosh.

Antes de que terminara el recital, sintiendo que el fracaso era grande y que la libertad de las bolas no era algo seductor, fui a la puerta, le pregunté a Chabán donde paraba el 6 y me volví a casa. Creo que había una película de La Coca Sarli en la tele.

viernes, noviembre 24, 2006

El amor o el sexo: entre el calzoncillo y el pragmatismo lingüístico


Lic. Matías Pailos


Declarame tu principio

Oyendo las disertaciones previas de mis colegas, noto la asunción de dos estrategias bien diferenciadas: la de Cioso, ateniéndose al título de su ponencia, aferrándose a él hasta exprimir todo el jugo, hasta abolir todo relleno, hasta la metonimia de desgajar la cáscara. Incluso hasta producir el movimiento dialéctico de que su objeto de estudio devenga su negación. Por otro lado, nos topamos con la línea del Mar: hablar de lo que se nos cante el culo. Me afincaré en esta última tradición.

Aguante el sistema

¿Má qué revolución? ¡Revolución las pelotas! Contra Cioso, seré breve:

1-No toda operación de socialización es opresiva.
2-La socialización es inevitable si queremos convertirnos en sujetos.
3-Por ‘sujeto’ entiendo ‘individuo capaz de sufrimiento y felicidad, y no solo de dolor y placer’.
4-La socialización es deseable, ya que queremos devenir sujetos (en el sentido especificado en 3).

Con esto doy por sepultado el marco conceptual sobre el que se estructura la enorme labor de Cioso como crítico cultural. Lo suyo suma cero si pretendemos que cuente como contribución a comprender quienes somos y qué queremos y cómo hacer para lograr lo que queremos. En alguna mediada. En otra, sin embargo, es todo mérito. Es una pieza literaria de primer nivel (la escena del jóven vejado por su madre con una sentencia, llorando abrazado al poster del sub Marcos, es de una intensidad dramática inusitada en la poética ciosiana). Es, verbigracia, una fuente (casi) inagotable de gemas de las que esperamos de una teoría revolucionaria hecha y derecha (perdón por el improperio), en sentido kuhniano: estimulante e incomprensible. Liberadora (como una llave que nos despoja de nuestras cadenas) y libertaria (como guía para la acción peirceiana, como mapa de mayores libertades, como creencia, como artículo de fe).

Notemos, antes de abandonar a Cioso a su suerte, cómo su inconsciente, mucho más racional que su vigilia, acuerda con nosotros. ¿Qué hacemos con la mierda agarrotada en nuestras entrañas? Cioso: “la desechamos, como la revolución”. Se ve, se siente, el progre está presente. La revolución es una mierda.

Lo que usted, jóven, esperaba: la receta de la felicidad

¿Qué hacer para ser feliz? Deseche los slips y cómprese un boxer. Esta es la tesis fundamental que sustenta el texto de del Mar, y una máxima a la que no puede menos que suscribir (con todas sus reservas de marxista conflictuado, que quiere y no quiere la revolución, que ni siquiera se asume públicamente como marxista) Cioso. El boxer es menos opresivo y definitivamente mucho más cómodo que el slip. Resulta (súmenle otro poroto) sustancialmente menos inhibitorio de la producción de espermatozoides que su par diminuto. ¿Es un deseo deseable la fertilidad? Miren: tengámosla de nuestro lado. Uno nunca sabe cuándo va a devenir en urgencia incontenible.

Las mujeres arriba

Un prejuicio masculino: las mujeres prefieren un slip que marque el paquete a un boxer que disimule el bulto. Falso. Hay para todos los gustos, supongo. Sin embargo, noto que las chicas de los círculos en que me muevo declaran sus preferencias por el discreto boxer. ¿Mienten? ¿Engañan? Puede ser. Sería inmaduro y machista, no obstante, juzgarlas insinceras. Y ustedes ya lo saben: si alguien maduro y feminista en este espacio, ese soy yo. (Ah, porque sostengo la bivalencia en este aspecto: o se está con ellas (feminismo) o se está contra ellas (lo otro indeseable). No hay punto medio.) Ya que solo queremos que ellas nos quieran, no desoigamos sus consejos.

Todo tiene un final, todo termina

Fin. Y antes de terminar de decir, diré: esta ponencia adolece de una falla grave y gravísima: no es autocontenida. Pero sí, sí lo es, al menos en un y solo uno de sus aspectos: alberga su propia crítica: lo mejor de todo son los títulos.

miércoles, noviembre 22, 2006

Acerca de la unicidad del slip y la relación amor-espanto


Lic. Dragón del Mar

Voy a intentar ser breve, aunque posiblemente no lo logre. Como la teoría no es mi fuerte, me propongo disertar acerca de una experiencia personal.
Irme a vivir solo por primera vez fue, como suele suceder en estos casos, toda una aventura, cargada de neurosis y de monstruos del abismo. En mi caso, y no creo escapar a la regla, el viaje empezó con la recolección de ropa y demás objetos personales en mi casa materna.
—¿Dónde vas a meter todas esas porquerías? —preguntaba mi vieja con una curiosa mezcla de asombro e indignación.
—Hay lugar —era mi lacónica respuesta.
Mi primer departamento estaba ubicado en un piso 11 sobre la avenida Corrientes, daba a un contrafrente y tenía una superficie de quince o veinte metros cuadrados. Mi razonamiento era que, dado que aquella iba a ser mi casa por —se suponía, al menos— mucho tiempo, todas mis cosas tenían que entrar. Aquella confusión entre el ser y el deber ser, muy propia del estudiante de Filosofía que yo era en aquel entonces, me trajo numerosos inconvenientes que no pienso ventilar en la presente disertación. Baste añadir que entre mis posesiones más preciadas se encontraban cuatro o cinco pantalones que no utilizaba desde los quince años, un traje heredado que más bien se parecía a una mortaja y —llegamos por fin al tema que nos convoca— doce o quince slips, producto de los más imaginativos regalos de abuelas y tías lejanas.
Los primeros días transcurrieron sin inconvenientes. Compré limpiador de pisos, detergente y aceto balsámico para sentirme dueño de casa. En cuanto a la higiene personal, con los champúes y los desodorantes que me había mandado mi vieja, estaba cubierto por un razonable período de tiempo. El problema surgió cuando, una tarde de sábado, me di cuenta de que mi acervo de calzoncillos no le iba en zaga a la imagen de hombre emancipado que yo pretendía transmitir: a rayas, rojos y en algunos casos diminutos, desteñidos y con los elásticos vencidos, hogares y refugio de palometas, de gorriones y de cóndores del altiplano, esos calzoncillos habían sido testigos —y fieles compañeros— de mis emociones más intensas, pero no daban para más. Si la Divina Providencia me deparaba una mina al final del camino, ya no podía apelar a su comprensión maternal. Me hubiera sentido un impostor haciéndole el verso del bohemio solitario, sabiendo que mis partes más íntimas se encontraban malamente contenidas en aquella red de pescadores pobres. Y en ese momento de mi juventud, yo todavía anhelaba ser honesto. Fue así que, por primera vez en mi vida, salí en busca de unos calzoncillos nuevos. Aunque no tenía idea de su precio, los imaginé apenas más caros que el trapo de piso que me acababa de comprar. Estaba dispuesto a pagar un poco más por un Ritmo o un Eyelit porque pensé que me darían un toque de distinción. Pero cuando llegué a la casa de ropa, empezaron los problemas.
—¿Qué talle? —me preguntó la vendedora.
Vacilé unos instantes.
—No sé —dije—, es como para mí.
Pedir un talle grande hubiera sonado presuntuoso, mientras que hablar de un calzoncillo pequeño me dejaba muy mal parado frente a la vendedora aunque ésta, justo es decirlo, actuaba como una verdadera profesional. Tenía la edad de mi vieja, no dudaba y en sus palabras no adiviné ninguna suspicacia. Parecía acostumbrada a su trabajo. La imaginé como la madama de un prostíbulo en decadencia, con un cigarrillo mustio colgando apagado de sus labios, ocupada en calmar los ánimos de los hombres que —igual que yo en ese momento— iban con las piernas temblorosas a ejercer el esperado debut.
—Tenés el Eyelit tipo boxer —dijo, después de mirarme de pies a cabeza—. Es talle único, se ajusta al cuerpo.
Cuando me lo mostró, el flechazo fue instantáneo. Ninguna tía ni abuela hubieran osado regalarme jamás semejante prodigio de la industria textil. Su tela, aunque elástica y resistente, parecía salida de un comercial de suavizante para la ropa. Pensar en aquella textura ejerciendo su ligera presión en mi entrepierna, contagiando una franca sensación de virilidad al resto de mi anatomía, me colmaba de felicidad por anticipado. Había de varios colores, hubiera querido llevármelos a todos, pero cuando la vendedora me informó el precio —equivalente a diez o quince trapos de piso— opté por el negro, discreto y a prueba de palometas insolentes.
Esa noche tenía una fiesta de la facultad de Ciencias Económicas. Primero vinieron unos amigos, ocho o nueve que entraron en el departamentito con mucho entusiasmo y pocos miramientos, dejando un contundente olor a bolas, faso y un tendal de botellas vacías tras de sí. Yo los miraba satisfecho, sin hacerme problemas por nada. Emancipado por completo de los calzones familiares, me sentía encarador. Un objeto erótico de lujo, dispuesto a que mil mujeres me tomaran por asalto. Pero con el paso de las horas, el alcohol y la marihuana fueron dejando su huella. Cuando llegamos a la fiesta, promediando la madrugada, mi calzoncillo nuevo había dejado de lado su papel protagónico para transformarse en un mero cómplice olvidado de la noche. Primero hice un breve estudio de campo, luego me tomé una cerveza y al final me lancé con ímpetu sobre una gorda, reboté y eso fue todo. Volví al departamento dos horas después.
Ese intento fallido no me amilanó. A partir de entonces, pasé largas jornadas en compañía de mi calzoncillo negro, al que incluso cuando empezó a ponerse viejo seguí considerando nuevo. Eran una fiesta las mañanas en que lo encontraba fresco y disponible en el cajón de la ropa interior. Me lo ponía cada vez que tenía un compromiso importante, como si fuera un talismán. Aquel Eyelit siguió siendo mi único calzoncillo en condiciones durante mucho tiempo. Si no lo llevaba encima me sentía mal vestido o incluso poco varonil. En verano, al llegar a casa, me sacaba la ropa y ensayaba poses con él frente al espejo. Fue un compañero infaltable en todas mis citas románticas. No habrá otro igual. Hoy mismo, mientras escribo estas líneas, siento su elástico firme en mi cintura y mi entrepierna, contenedor de las caricias y los sueños, fuente inagotable de abrigo e inspiración.
Muchas gracias.

martes, noviembre 21, 2006

El Slip “Eyelit” como Aparato Ideológico del Estado

Lic. Zedi Cioso


Introducción
Se ha dicho hasta el cansancio que la familia es la célula que reproduce a nivel micro los mecanismos de opresión y dominio ideológico que garantizan la explotación de una clase sobre otra en el sistema capitalista. Sin embargo, consideramos que estos mecanismos, fundamentales para explicar el éxito de la institución familiar como instancia privilegiada en la transmisión de una visión del mundo capitalista, no han sido, hasta la fecha, objeto de un estudio exhaustivo.
Es esta ausencia en el campo de estudios ideológicos lo que inclinó nuestra indagación hacia el papel que desempeña el slip infantil “Eyelit” en el proceso de socialización del niño. En este trabajo intentaremos revelar la operatoria del mencionado slip como instrumento ideológico de primer orden en pos de la naturalización del status quo.

Aproximaciones metodológicas.
El objeto que convoca nuestro estudio es una prenda íntima masculina conocida como “slip” en la nomenclatura comercial, o “calzoncillo” en el lenguaje coloquial. El slip (“deslizarse” en inglés: idioma oficial del imperialismo, no lo olvidemos) es una prenda de forma triangular que consta de 3 agujeros circulares: la circunferencia mayor está recubierta por un elástico a fines de ajustar el adminículo a la cintura y las dos circunferencias laterales y simétricas permiten pasar las piernas del usuario a través de ellas. 2 bandas oblicuas formadas por gruesos costurones que van desde la cintura a la zona testicular delimitan la superficie inguinal y señalan la parte frontal de la prenda en tanto el reverso es liso y elástico para contener el adiposo trasero infantil. El interior del slip (tómese nota de este detalle) está recubierto en la zona testículo-anal por una franja de tela toalla blanca, a los fines, según afirman los diseñadores del calzón, de contener en lo posible todo tipo de secreciones orgánicas.
Tomamos como referencia para este trabajo el slip tal como ha sido desarrollado, publicitado y comercializado por la firma Eyelit durante la década del 80’. Esta elección se debe a la posición dominante de la marca durante el período abordado y el éxito irrefutable de su modelo infantil, hasta el punto tal de haber sido imitado sucesivamente desde entonces por diversas marcas sin alterar un ápice su diseño.

Operación Ideológica del Slip
Desde niños el slip, como el capitalismo, nos es dado. Recién adquirida una porción de conciencia y el niño ya se encuentra con el calzoncillo entre las piernas. Lo que es peor, el slip llega como premio (y ya sabemos qué papel clave juega el sistema de premios y castigos en la formación ideológica). Premio entonces, para el niño que ha adquirido la habilidad de controlar sus esfínteres. El arribo del slip señala el ocaso del pañal como instrumento libertario que le permitía al infante cagarse y mearse cuando le diera en gana, en lo que podemos identificar como un progresivo proceso de cercenamiento de las libertades fisiológicas del niño. La maduración implica control sobre su propio cuerpo y parcelamiento funcionalista del mismo (el culo, para la caca, la caca, fea, mala) y trae aparejada para el sujeto la consecuente represión de toda libido erógena con respecto al cuerpo propio.
“Papá, quiero caca” reclama el infante en un inútil grito postrero de rebelión trunca. El niño quiere la caca, pero el padre y su Ley pronto lo adoctrinará: “Vos la querés… tirar al inodoro”. “Caca fea, caca mala, no toque eso, caca”. Hasta que el niño introyecte el mandato paterno y opere en silencio y por su cuenta la deposición. Un resto, sin embargo, permanece en el lenguaje cuando, aún en adultos, se oye la frase “Voy a hacer caca” cuando todos sabemos que la caca ya está hecha hace rato y que en el acto en que decimos “hacerla” en verdad la desechamos, como la revolución
Pero volvamos al niño con slip. Su madre, para premiar su logro ha comprado una caja familiar con una docena de calzoncillos en cuatro colores. Nótese que los colores varían, pero la toalla interna permanece blanca. De aquí en mas la madre será la encargada exclusiva de proveer de slips a su hijo sin que éste sea capaz de legislar sobre sus propios calzones.
Así, el niño naturaliza el slip como ropa interior. Jamás se cuestiona ¿Por qué no un taparrabos, un pañuelo, un boxer, un pantaloncito de fútbol u ¡horror! por qué no nada? El slip ya lo tiene, literalmente, agarrado de las pelotas. Y el infante, especialmente en este período ventana sufre “escapes”, “regresiones”, expresiones orgánicas de liberación, en fin, lo que vulgarmente se conoce con el nombre de “palometas”. A veces calcula mal y cree que va a llegar al baño y tiene tiempo de jugarse una mano más de escoba de 15, otras veces es un gas que trae aparejada una incómoda “sorpresa”. Irremediablemente estos deslices, estos “deslizamientos” (slips) quedarán fijados como una firma indeleble, como una mancha del test de Rorschach en la inmaculada toallita blanca del slip hasta que el amor de madre los remueva para volver a “foja cero” sin deslizar (slip) el más mínimo comentario al respecto y conformando al mismo tiempo un sólido lazo basado en el secreto y la discreción entre madre e hijo.

El Slip como producción subjetiva
Los años transcurren y el niño, ya joven, comprende con tiempo y esfuerzo que hay alternativas al slip así como hay otros sistemas sociales aparte del capitalismo. Entonces llega el glorioso día en que puede ejercer su derecho soberano a comprar su propia prenda íntima. Seguramente en este trance optará por el boxer, ícono de la libertad, pero el daño ya está hecho. También aquí se enmascara una estrategia de mercado con el aspecto de un acto volitivo e incluso ¡sobre todo! Se hace un negocio de eso. Basta consultar las publicidades de los boxers y el imaginario que construyen: hombres jóvenes, musculosos, llenos de vigor que acaban de abandonar el slip impuesto por la madre (micro) para caer en las afiladas garras del mercado (macro). Así vemos cómo la familia le entrega a la sociedad capitalista un sujeto dócil y entrenado, perdón, educado, en los goces ilusorios del consumo.
Pero decíamos que el joven no sólo nace a la certidumbre de que hay vida más allá del slip sino que a veces también adquiere la certidumbre de la injusticia que sostiene el sistema capitalista: la explotación del hombre por el hombre. Entonces reflexiona, lee a los clásicos (Marx, Engels, etc) milita en la Facultad de Sociales, y un día junta valor y enfrenta a su propia madre, echándole en cara sus miserias pequeñoburguesas. La madre finge sorpresa: “Te desconozco, hijo, te desconozco”, trata de encarrilarlo: “Conseguí un trabajo, como tu hermano, sé un hombre de bien”. E incluso apela a las fórmulas clásicas de la naturalización de un orden histórico: “Bueno, qué le vamos a hacer” “Las cosas son como son” “No queda otra” “Es lo que hay” “El trabajo dignifica”. Pero su hijo no da el brazo a torcer. Está decidido a hacer la revolución, y una revolución bien entendida empieza por casa, adoctrinando a la madre, revirtiendo el proceso de (de)formación ideológica. “Para ser un auténtico revolucionario, piensa el joven soñador, tengo que hacer de mi madre un cuadro del partido”.
Entonces la madre, ya algo cansada y preocupada porque están por pasársele los fideos, apela a un argumento devastador e irreductible:


_Pero, por favor hijo. Qué me venís a mí con eso de la revolución si yo de chico te lavaba las palometas.


Lapidario. Hasta ese momento jamás había sido mencionado ese pacto de silencio firmado con caca. El joven comprende al instante que su derrota es completa, que no tiene chances, que está perdido desde el día en que se dejó calzar aquel slip eyelit. Tan sólo atina a bajar la cabeza, vuelve a su cuarto y se larga a llorar abrazado al póster del subcomandante Marcos.

Conclusiones
De este modo, creemos haber demostrado fehacientemente el enmascaramiento que el slip eyelit opera sobre las auténticas relaciones de producción que sostienen la estructura del sistema capitalista y cómo esta prenda se ha convertido en una herramienta de primer orden para el adoctrinamiento ideológico.
En definitiva el estudio no deja dudas: el Slip Eyelit es un auténtico Aparato Ideológico del Estado.

Lic. Zedi Cioso.

viernes, noviembre 17, 2006

I y único Congreso Afiebradista acerca del Slip: ¿Ficción o literatura?

Luego de las segundas intensas jornadas de creatividad y de suma de proyectos, este blog ha decidido organizar el siguiente espacio de reflexión, destinado a autocomprendernos de una manera más cabal y a investigar los límites en la relación entre el sexo y la literatura.

Aquí, el cronograma


Primer y Último Congreso Afiebradista acerca del Slip


Lunes:

Zedi Cioso “Acerca del slip eyelit como un aparato ideológico del estado”

Coffe Break


Martes:

Dragón del Mar, “Acerca de la unicidad del slip y la relación amor-espanto”
Beer break


Miércoles:

Pailos, “El amor o el sexo: entre el calzoncillo y el pragmatismo lingüístico”

Mary Jane Break


Jueves

Playmobil Hipotético: “Boxer: ¿la falsa síntesis de la razón palometeada?”


No se entregarán certificados de asistencia

miércoles, noviembre 15, 2006

Záfiro (5ta. Parte)

Por Zedi Cioso

Seis días después llegué a la clase sobre la hora y ella ya estaba ahí, tal y como esperaba, sentada en las primeras filas. Me ubiqué a unos pocos bancos de distancia. Esta vez quería disfrutar el halo de su presencia física. Intentaba generar una atracción que corro el riesgo de llamar gravitatoria. Tenía la esperanza de que nuestros cuerpos se ligaran a través de una fuerza tan poderosa como la que mantiene en órbita a los planetas y evita que el universo se desbarate. Traté de no mirarla demasiado. No quería que me tomara por un loco obsesivo. Yo era el hombre al otro lado del espejo; tenía que ir con pies de plomo si quería sacar provecho de la situación. Me limité a escuchar su voz, que desconocía. Hablaba copiosamente con su compañera de banco a quien debía conocer de antemano en virtud de la confianza que se prodigaban en la charla. Mala señal, pensé, una amiga en estas circunstancias siempre representa un obstáculo. Pasé el resto de la clase atento a los susurros que intercambiaba con su amiga, estremecido ante cada movimiento, que adivinaba, confuso, al límite de mi campo visual mientras mis ojos ciegos permanecían fijos al frente, falsamente atentos al cuerpo de un docente que parecía accionado por un ventrílocuo mudo. Al finalizar la clase di inicio a una discreta pesquisa. En la puerta se despidió de su amiga y ambas se fueron en direcciones opuestas. Ella caminó hacia Rivadavia. Se detuvo en una parada de colectivo y abordó el cincuenta y cinco. Al otro día el sujeto de jogging pidió zafiro pero yo ya no pasaba esas cuatro horas de angustia rumiando mi pena sino que las dedicaba productivamente a elaborar mi plan de conquista. Mi irrupción en su vida debía obedecer a un movimiento sutil, ser lo menos forzada posible. La semana siguiente se me presentó una oportunidad inmejorable. Por circunstancias que no vienen al caso, la clase, que debía versar acerca de ciertos autores del siglo XIX, se había desmadrado y todos discutíamos acaloradamente sobre autores contemporáneos y sobre uno en particular, cuya última novela había protagonizado un pequeño boom vernáculo y a la que el profesor, quizá para provocarnos, había reducido a poco más que un librito de autoayuda. Fue entonces que ella alzó la voz para lanzar una tesis ridícula en defensa de la obra: una auténtica sarta de pavadas que trataban de relacionar las vocales que incluían los nombres de los personajes con los significados a los que referían. Se oyeron algunas risitas contenidas en el fondo del aula e incluso el profesor esbozo una sonrisa. Indignado, pedí la palabra y me lancé a una acalorada defensa de la ridícula hipótesis, esgrimiendo una destreza para la contorsión argumental que me era desconocida. Algunos incluso dejaron de reírse y parecieron inclinarse a mi favor. La discusión quedó zanjada cuando habló el afeminado de Darío Sapir, que ya era adscripto en la cátedra de Literatura Latinoamericana y prometía convertirse en el gran crítico de su generación. Con un par de frases breves y concisas hizo polvo los argumentos del docente y elevó una defensa inexpugnable de la novela en cuestión, no sin dejar deslizar algunas filosas notas al pie que echaban por tierra mi parrafada y contribuían al jolgorio general. No importaba. Había logrado mi cometido. Al fin de la clase me le acerqué tímidamente mientras ella guardaba su cuaderno de apuntes y expuse mi acuerdo absoluto con su postura, mintiendo que yo había tenido impresiones e intuiciones similares a las suyas al leer la novela, aunque a esa altura ni ella estaba totalmente convencida de lo que había dicho. Descendimos las escaleras junto a su amiga, que nos despidió en la puerta, y caminamos juntos hasta la parada del colectivo. Ella se mostró sorprendida cuando le anuncié que yo también tomaba el cincuenta y cinco y dijo que no recordaba haberme visto antes. “Al menos me registra”, pensé reconfortado. Después le expliqué que estaba haciendo un seminario a continuación de nuestra materia, pero el profesor que lo dictaba había pedido licencia por enfermedad. No era algo muy convincente pero fue lo único que se me ocurrió en ese momento. De ahí en más, empezamos a viajar juntos después de clase. Yo descendía del colectivo dos paradas después de ella y me subía a otro ómnibus en sentido contrario. En mi casa me esperaban con la comida lista y quisieron saber por qué llegaba tan tarde. Les respondí que al inicio del cuatrimestre me había anotado en un seminario cuyo profesor se hallaba enfermo, pero acababa de recobrarse. Durante el primer viaje me enteré de su nombre: Sabrina, su edad, veintitrés años, igual que yo, y que vivía con sus padres en Palermo. Y sí, mencionó a su novio en dos o tres oportunidades. Lo dejó caer en la conversación, como quien no quiere la cosa, con esa actitud casual que en realidad advierte: “cuidado, no creas que estoy dejándome seducir”.

domingo, noviembre 05, 2006

Intercambio epistolar de un matrimonio proletario (ii)

por Playmobil Hipotético


Paso del Sapo, 29 de octubre de 1984

Querida Edith:

Decirte querida me ayuda a escribir porque me hace acordar a lo falso, a lo miserable, a lo que me tuve que convertir cuando estaba con vos. Seguro que no te acordás; porque no tengo duda que todavía pensás que estoy equivocado, que después de quince años todavía sigo enamorado de vos.

Bajo esa maraña de pelos con olor a pis de gato, que no viene de tu pelo, que no viene de la ropa, que no viene del gato, sino que viene de tu piel, de tu más profunda esencia – si te oliera, te reconocería aunque me dejaras ciego, aunque me dejaras mudo - , debés seguir pensando que yo todavía no me dí cuenta ni de lo que quiero ni de lo que tengo que querer.

Tendría que haberlo intuido cuando te conocí y me convenciste de que yo no quería comer ravioles a la bongole, sino que quería una suprema a la maryland. Yo no quería otra cosa más que saber qué escondían esas uñas recortadas al filo de los dientes, si efectivamente eras gorda o si eras flaca o si la ropa disimulaba demasiado bien. Y de repente, cuando ya estábamos en la cama y a mí lo único que me importaba era salir a comprar cigarrillos, me fuiste enredando en tus sábanas y en tus piernas con preguntas que yo no podía contestar pero que sin embargo, tenía que buscarles una respuesta, una excusa para no quedar como un estúpido sin respuestas.

Era junio y, sin embargo, la noche no era fría. Nos metimos debajo de un acolchado de esquimales. Me reí los primeros diez minutos, te abracé los próximos quince y después me faltó el aire, empecé a transpirar, a resbalarme de tu cuerpo sudoroso. Dije algo así como hace mucho calor y vos dijiste que eso era porque yo era un maricón pero que a vos no te importaba que ya me ibas a cambiar. Me callé, te olí el pelo y no entendí de dónde venía ese olor. Tendría que haberme ido pero no pude. La amenaza de que fueras la única y la última que me quisiera coger había hecho estragos.

No te llamé por dos semanas y cada vez que volvía de trabajar estaba el teléfono sonando, no una, sino mil veces. Cuando atendía, tu voz, que no tenía olor, pero que sin embargo se sentía recordado, me preguntaba si ya me había dado cuenta.

¿Cuándo fue que te empecé a querer? Creo que nunca. Te quise pero no te empecé a querer. Fuiste una enfermedad terminal, de esas que nunca empiezan pero que un día se presentan como algo inerradicable, inevitable. Y en realidad, no era cariño sino la necesidad de sentir el tumor en el medio de las piernas.

Estoy sólo en este pueblo de mierda. A la bruja le mando plata todos los meses para que continúe el trabajo. Sé que no va a dar resultado, que no te vas a morir antes que yo, que no voy a poder ir a tu funeral a poner la corona que diga: Viva el cáncer. Porque estás ahí, resguardada entre la caramelera y la foto enorme de tu abuelo comisario, con los ojos mirando hacia la mejor forma de cagarme la vida. Estás ganando.

Walter

viernes, noviembre 03, 2006

Záfiro (4ta. Parte)

Por Zedi Cioso

A partir de ese incidente privado, los jueves se sucedieron en el calendario sin interrupciones ni novedades. Hasta que en el mes de agosto se reiniciaron las clases tras el receso invernal y me inscribí en una materia que se llamaba “Problemas de la literatura argentina” pero por lo visto los problemas los iba a tener yo porque cuando entré al aula, con mi pena a cuestas, cinco minutos antes de que iniciara la primera clase, descubrí a mi chica de los jueves sentada en uno de los primeros bancos y, sepan disculpar el cliché, sentí que mi corazón, como esta historia, daba un vuelco.
En esa ocasión opté por ubicarme en uno de los bancos del fondo para que no se percatara de mi escrutinio minucioso y me dediqué a mirarla, me di una panzada de ella, sólo ella, sin ningún equipo de gimnasia en veinte metros a la redonda y con dos horas por delante. No sería capaz de reproducir ni una de las miles de palabras que modulaba la voluntariosa voz del profesor. Sí puedo, en cambio, describir de qué forma sutil y delicada ella toma el bolígrafo, dejando el dedo meñique suspendido en el aire como un gusano en el espacio exterior. Puedo también, si así lo deseo, cerrar ahora mismo los ojos y traer a mi memoria la forma en que ella enarca las cejas cuando las indescifrables palabras del profesor despiertan su interés, lo mismo que su dedo índice retorciendo uno de sus rulos cuando se siente aburrida. Nada me impide reproducir el ritmo del taconeo nervioso que producen las suelas de sus botas negras al impactar sobre las frías baldosas del aula, e incluso puedo bailar al son de ese repiquetear. Esa noche, al término de la clase, una suave corriente de aire me elevó de mi pupitre y me trasladó a mi casa. Me dejé caer en la cama como un paracaidista y soñé con los ojos abiertos y viví con los ojos cerrados y desperté sonriendo y la sonrisa me acompañó hasta mi trabajo y exactamente dos horas después de mi llegada una mano fuerte y decidida abrió la puerta de un tirón y precedidos por la claridad de la mañana un hombre enfundado en un equipo de gimnasia hizo ingresar a la mujer que yo más amaba en el mundo y dijo “zafiro” y yo tuve que decidir en qué habitación iba a hacerle el amor y no pude decirle que tomara el ascensor hasta el piso menos nueve y se instalara en el mismísimo infierno sino que dije quinientos doce y los envié al quinto piso, porque los quería lejos de mí, y deseé estar muerto.

lunes, octubre 30, 2006

30.10.06

Por Luciana

acostado parece un cíclope en miniatura
un solo ojo alargado como una pestaña
su nariz es un tornillo que rueda en la noche
y la boca cerrada con un beso torcido

pocos elementos la galaxia de su cara
tierras opacas del cielo las huellas austeras
pero lagunas de melancolía en la lengua
hacen en su paladar un altar luminoso

piensa profundo en minotauros y laberintos
helena lo mira en el corredor de las horas

miércoles, octubre 25, 2006

Momentos en que la vida se transforma en una novela de Philip K. Dick

Por Playmobil Hipotético y Dragón del Mar

- Cuando ponés algo en el Google y te sale exactamente lo que estás buscando en el primer lugar.

- Cuando te llaman muchas veces preguntándote por alguien que no vive ahí.

- Cuando más de una persona te dice en el mismo día que soñó con vos.

- Cuando soñaste lo mismo que soñó otro.

- Cuando te sucede algo que habías soñado.

- Cuando vas al psicólogo y te das cuenta de que más de la mitad de las cosas que te pasaron —y que le atribuías a la mala suerte o al azar— fueron provocadas por vos mismo/a.

- Cuando ves por primera vez en persona a alguien que conociste en un chat.

- Cuando alguien te cuenta una anécdota sobre tu vida que vos no recordás ni en lo más mínimo.

- Cuando te das cuenta de lo previsibles que son los titulares de los diarios, como si la misma historia se repitiera una y otra vez.

- Cuando ves a una persona en algún medio de transporte público leyendo una novela de Dick.

- Cuando te encontrás con alguien que se llama igual que vos.

- Cuando bajás o subís una escalera pensando que hay un escalón de menos o de más.

- Cuando volvés a caminar, después de muchos años, por una calle cuyo tránsito en algún momento fue una rutina diaria.

- Cuando te sentís identificado con los personajes de una novela fantástica o de ciencia-ficción.

- Cuando te das cuenta de que en la mayoría de tus recuerdos figuran marcas de ropa, de comida, etc, como si tu memoria se hubiera transformado en una larga y aburrida tanda publicitaria.

- Cuando te mandás una cagada de la que nunca te creíste capaz.

- Cuando te das cuenta de que en realidad no conocés —ni nunca conociste— a alguien que creías muy cercano.

- Cuando te ponés en el lugar de la persona a la que le van a realizar un transplante de rostro.

- Cuando ves una vieja filmación tuya.

- Cuando te mirás en el espejo.

viernes, octubre 20, 2006

Zafiro (3ra. parte)

Por Zedi Cioso

El tercer jueves hojeaba desapasionadamente los "Fragmentos de un discurso amoroso" de Barthes mientras me preguntaba si se presentaría o no el indeseable de jogging. Por las dudas ya había tomado la precaución de hacerme con una provisión extra de billetes chicos. Aparecieron cerca de las diez y media. Un poco cansado de la remanida operación que mi cliente desencadenaba con sólo mencionar una palabra: "zafiro", me dediqué a observar a la acompañante del gimnasta. Era una chica alta, debía rondar el metro setenta, delgada y con largas piernas. Llevaba puesto un suéter de hilo beige y unos jeans con botas de gamuza marrones. Casualmente en ese mismo momento ella miraba hacia la ventanilla y, por decirlo de alguna manera, nos vimos, aunque yo fuera el fantasma que habita al otro lado del espejo. Entonces me concentré en la expresión de su rostro, indeciso ante qué actitud adoptar en esa incómoda circunstancia. Se ruborizó, cómo si percibiera mis ojos detrás del espejo y bajo la cabeza en un gesto colmado de pudor. Y yo me enamoré perdidamente. ¿Pero qué iba a hacer? Cada jueves representaba para mí la dicha de verla esos breves instantes y la tortura de conocer sus propósitos durante las cuatro horas siguientes. Estaba resignado: en un hipotético ranking de los peores lugares para seducir a una mujer, el que yo ocupaba marchaba primero por varios cuerpos de ventaja. Nuestro "vínculo" no prosperaba. Estábamos estancados. Ella, custodiada por el caballero cuya armadura consistía en un equipo de gimnasia. Yo, confinado al otro lado del espejo. Era víctima de una sempiterna condena: todos los jueves, cuando un águila de jogging se presentaba a desgarrarme el hígado a picotazos. Bueno, dije que no había novedades pero en verdad un día. un jueves en que me hallaba desesperado. Bien, es cierto que me he prometido contarlo todo pero esto. esta confesión podría acarrearme más de un problema. En los hoteles alojamiento, como en cualquier otra actividad, también hay códigos. Al carajo. En fin, un jueves los espié. Pido por favor que no me tomen por un depravado. Nunca antes lo había hecho y nunca más lo hice. Fue sólo una vez y, como ya dije, me encontraba desesperado. Era tan fácil que no pude resistir la tentación. ¿Cómo? Sencillo. Vamos. ¿Nunca se lo preguntaron? Con tantos espejos y pasillos, basta un guiño de ojos cómplice al arquitecto y listo. Es un beneficio extra que los dueños de los hoteles se regalan a sí mismos y comparten con sus empleados. Pero no todas las habitaciones. Apenas una: la ciento trece. Una puerta lateral del gabinete de limpieza comunica a un cuartito que se disimula detrás de un espejo. Fin del misterio. Al principio, cuando empiezan a trabajar, todos espían como locos. Después se cansan y en el cuarto sólo entran las chicas de limpieza cada tanto para remover las telarañas. Yo no. Yo nunca lo había utilizado porque va contra mis principios violar la intimidad de terceros. Pero ya lo dije y lo repito: aquel jueves me encontraba desesperado, abatido, al borde del abismo y le extendí al tipo de jogging la tarjeta naranja mientras pronunciaba con voz neutra:
-Habitación ciento trece, caballero.
Después llamé a Ángela, una de las chicas de limpieza y le pedí que me cubriera mientras iba al baño. Subí las escaleras de dos en dos hasta el primer piso y una vez ahí me encaminé hacia el gabinete de limpieza en la penumbra del pasillo, sigiloso como un ladrón. Mi arribo se produce apenas unos minutos después del de ellos. Él ya se sacó la campera del equipo de gimnasia, que yace inerte, colgada del perchero. Ahora está echado sobre al cama con el control remoto en la mano. Desde mi posición no puedo ver la pantalla por lo que desconozco qué está mirando, pero por los cambios que el reflejo azulado de la pantalla imprime sobre su rostro y los movimientos de su dedo pulgar supongo que está haciendo zapping. Un momento después deja de pulsar el control y los reflejos detienen sus restallidos y se estabilizan. Sospecho que se ha detenido en el canal de las películas condicionadas. Pero al fin y al cabo ¿Qué me importa lo que haga esa basura? Ella le da la espalda y opera la botonera a un lado de la cama. Regula el nivel y la intensidad de las luces y pone mucho empeño en lo que hace. Hace pruebas aumentando la intensidad de las dicroicas hasta su punto máximo y haciéndolas descender hasta que emiten el tenue resplandor que ella busca. Después prueba las luces rojas y verifica su contraste con las azules. En medio de esas pruebas comienza a elevar la luz que se alza sobre el falso espejo y tengo miedo que descubra mi silueta, pero nada sucede, yo habito el mundo invisible. Se toma sus buenos minutos hasta que el juego de luces la conforma. Debe ser decoradora de interiores, pienso. Después revisa los cuatro canales de música. En tres de ellos hay sintonizadas FMs que se caracterizan por difundir lentos y clásicos de los setenta y ochenta, presentados por uno de esos locutores que también publicitan jarabes para la tos y que se escuchan en todos los hoteles alojamiento y los consultorios de los dentistas. En el cuarto canal no hay radio sintonizada sino música funcional que provee el hotel a través de una bandeja triple de CD. Ella elige este último. Trato de pensar qué cds están puestos pero no lo recuerdo, porque suelo sacarlos de la caja de zapatos donde se amontonan e introducirlos en la compactera sin elegirlos, de forma automática. Supongo que uno de Ricardo Arjona (la mitad de los cds pertenecen a ese tipo) otro de María Marta Serra Lima junto al trío Los Panchos (muy apreciado a la mañana por los esbirros del viagra) y un inoxidable álbum de boleros interpretados por Luis Miguel, eso sería lo más probable. A todo esto el gimnasta sigue echado con una mano detrás de la nuca y otra sobre el control aunque no oprima los botones. Ella se pone de pie y se acerca a una mesita ratona que se encuentra cerca de la puerta de entrada, junto a un sillón. Primero se saca las botas y deja al descubierto unas medias de algodón cortas y de color blanco que no combinan con el resto de su ropa, aunque este detalle pasa desapercibido porque están ocultas por la caña alta del calzado. Después se desprende del suéter de lana y lo dobla prolijamente sobre la mesa ratona. Repite la operación con su remera. Después desabotona su pantalón de jean y lo tironea hacia abajo para desprenderlo lentamente, como si se tratara de una segunda piel. Al descender, la tela de jean va dejando al descubierto una minúscula bombacha rosa de encaje. Cuando se dispone a desabrochar el corpiño comprendo que ya no resisto más y abandono el cuartito. Cuando regresé a mi puesto de trabajo Ángela me preguntó si me sentía bien.
-Sí, qué se yo, más o menos. ¿Tarde mucho, no? Pregunté mientras trataba de calcular cuánto tiempo había transcurrido.
-No, te lo digo porque estás pálido como un papel, dijo Ángela mientras abandonaba mi cubículo a toda prisa: acababan de salir de una habitación del tercer piso y tenía que ir a comprobar que no se hubiesen robado nada. La vi pasar frente a mi ventanilla, trotando rumbo al ascensor. Me llevé la mano a la cara y descubrí que estaba empapada.

miércoles, octubre 18, 2006

El Pendejo (3ra. parte)

Por Matías Pailos

Eso me desanimó, pero tampoco ni que tanto. Una vez más, la pregunta:
-¿Vamos?
-Ajá.
Sonreía. Irradiaba, ¿qué? No sé. ¿Irradiaba?, me pregunté minutos más tarde. No sabía. No creía –me decía: es lo que quería creer. Quería convencerme de que valía más que el polvo. ¿Para qué más? Porque yo siempre busco todo, en cada oportunidad. Porque además de polvo, quería novia. ¿La quería para ser infiel? No lo tenía presente.
Caminamos. No le di tiempo para sentirse incómoda: ya la estaba rodeando con palabras. La película. El nuevo cine independiente norteamericano. La película. La banda de sonido. ('¿Viste? Empezó con 'The Killing Moon', el tema de Echo & The Bunnymen. Ajá. ¿Qué quiénes son?') La película. Mis impresiones. Mis y sus impresiones. A ella le había gustado. No, no le habían volado la cabeza. A mí sí. Eso dije. Eso me admití. (Digresión: ¿cómo saber si algo lo conmovió definitivamente, o uno solo juega al conmovido? Hay una decisión involucrada. Subterránea, quizás inconsciente. Hay una decisión. Lo que no hay es posibilidad de error: si se duda si nos conmovió definitivamente, tenga por cierto que nos conmovió. En ese entonces sentía sobre mí, de modo todavía acuciante, la condena moral a la máscara, al disfraz, al juego. A la exageración. Ya había leído Gombrowicz, todavía no me había analizado. El que dominaba mi conciencia no era el moralista kierkegaardiano, el incólume fanático. Todavía no lo había encerrado en el pasado, sin embargo… ¿Podemos volver al relato?)
Caminamos por San Juan hasta la estación de subte. Era temprano. No: no iba a tomar el subte, me dije. Mejor desaparecer en cuanto ocurra. Mejor que todo cierre, si no de modo dramático, al menos sí definitivamente: que ella desapareciera en la boca de subte. Yo me esfumaría más arriba. -Sabés qué, ¿no?: este es el momento en el que te pido tu teléfono.
Ella me miró. Al instante, sonrió.
-Todo bien, pero no estoy nunca en casa. Y ayer perdí el celular.
-Muy bien. ¿Soy muy indiscreto si te pido una dirección de mail?
Volvió a sonreir.
-No, para nada. ¿Tenés para anotar?
Claro que tenía. Me anotó su dirección, yo le anoté la mía.
-Una última pregunta: ¿cómo te llamás?
Adivinen: sonrió.
-Julieta. ¿Vos?
-Federico. Federico.
-Mucho gusto.
-El gusto es mío.
Nos besamos y ya no la vi más. Bueno: por ese día no la vi más.
Mientras volvía sobre mis pasos, en busca del 29 perdido, cavilé: ¡qué bueno es la conquista! ¡Qué bueno es la busca! ¡Qué bueno es hablar con minas! ¿Me dará pelota? Finalmente: ¿me la cogeré?
Pensé: qué espamentoso que soy para las solicitudes de teléfonos, cuánto recato, la reconch. Recordé, claro: las minitas aman los payasos y la pasta de campeón. Pasta de campeón, mmhh… payaso sí puedo ser. Payaso, ¿soy? Tengo que serlo más. Especulé: es el temor reverencial que me despiertan las mujeres, es el miedo atávico.
La burla. El menosprecio. El ninguneo.
El rechazo. La negativa. El fracaso.
Caminé más cuadras de lo necesario. San Telmo en esa zona no me merecía la mayor de las calmas. Caripelas que podían trocar fácilmente en maleantes que me despojaran de los escasos morlacos que llevaba encima. Quería, quiero, ahorrarme el susto del momento y la rabia posterior.
Vino el puto 29 y monté con decisión. Me tumbé en un asiento individual y, con los auriculares emitiendo las ondas sonoras provocadas por una populosa radioemisora de rock local, cerré los ojos, feliz.
No me pude dormir.

lunes, octubre 16, 2006

No hay problema, Willy










martes, octubre 10, 2006

10.10.06

Tu pie se refleja en el espejo y es como todo lo que te toca: de una belleza completa y lacia. La delicada piel de la planta duerme hasta el talón y yo no sé por qué pienso en tu perfume. Miro tu pie que apenas se mueve como por el viento o porque yo lo miro. Quisiera taparlo para cubrirlo del frío y que la sábana tome su forma a grandes rasgos.

miércoles, octubre 04, 2006

La teoría (segunda versión)

Por Dragón del Mar

En su adolescencia, Gerónimo sostenía que los grandes personajes de la historia eran viajeros en el tiempo que interpretaban un papel. La certeza se le cruzó durante una aburrida clase del CBC y desde entonces nunca lo abandonó. Con el tiempo, y en absoluta soledad, fue perfeccionándola. Si a los veinte la frontera divisoria entre los grandes y los pequeños personajes le parecía clara, dos años después ya había abandonado esta presunción. La imposibilidad de asumir una escala como válida, lo impulsó a sostener que todas las personas provenían del futuro, excepto él que claramente había nacido en el año 1979. Pero esta variante de la teoría también fallaba, puesto que conoció a mucha gente que no encajaba en absoluto dentro del perfil que, de acuerdo a sus estudios, debía tener un viajero en el tiempo. A los veinticinco alcanzó una (moderada) sabiduría, o más bien habría que llamarlo experiencia, que le permitió trazar una división convencional entre aquellos cuya vida, al igual que la suya, podía describirse por medio de una línea recta, y aquellos que habían retrocedido para desempeñar un papel con algún propósito determinado. Por entonces ya vivía solo y había naufragado en unos cuantos empleos, estudios, amistades y romances, de modo que había perdido la ingenuidad que ostentaba unos pocos años atrás. Ya no le importaban tanto las circunstancias, que después de todo eran inmodificables, sino los medios. La pregunta ya no era de dónde provenían las personas, sino con qué fines se decidían a interpretar un papel que, en principio, les era ajeno. No el cómo sino el por qué. Cuando alcanzó esta conclusión, que más bien le sonaba como un excelente punto de partida de algo, Gerónimo sintió por primera vez que su vida se estaba transformando en otra cosa.
Justo en ese momento murió su padre y él lo interpretó como una señal. Llevaba un largo tiempo enfermo y el desenlace había podido preverse desde varios meses atrás. Una vez, en una de las tantas internaciones que sufrió durante las últimas semanas, Gerónimo fue a visitarlo al hospital.
—¿Por qué viniste? —preguntó.
Su padre, conectado a los electrodos y a la sonda que lo alimentaba, lo observó con asombro.
—¿Qué querés decir? Si el que vino fuiste vos.
Gerónimo no se dejó amedrentar por su respuesta.
—A esta época, quiero decir. ¿Cuándo naciste?
El viejo tosió y murmuró algo incomprensible. Gerónimo se levantó de su silla y dio unas vueltas por la habitación. Su padre continuaba observándolo con recelo, como si no acabara de comprender las palabras de Gerónimo pero, al mismo tiempo, sospechando que éstas ocultaban una revelación.
—Nunca pudiste ser una persona normal —suspiró—. Siempre tuve la sensación de que te escondías de mamá y de mí, como si quisiéramos lastimarte de alguna manera. Nosotros hicimos todo lo que pudimos para que te sientas bien.
Gerónimo se detuvo en seco. No podía dar crédito a lo que acababa de escuchar. Había soportado la hipocresía de sus padres durante años, pero esto era más de lo que estaba dispuesto a dejar pasar.
—Lo sé todo —murmuró.
Procuraba hablar con tranquilidad, pero le temblaban las piernas.
—¿Qué es lo que sabés?
Gerónimo tragó saliva.
—Sé que viajaron en el tiempo, que tienen algún propósito, aunque ignoro si lo cumplieron o no… pero supongo que sí. Es difícil fallar cuando se sigue un guión. Vos y mamá fueron buenos actores, pero no lo suficientemente buenos como para que yo no me diera cuenta. Hace tiempo que lo sé. Desconozco cuál es el dispositivo que utilizaron para el viaje y dónde lo guardan…
Gerónimo se interrumpió durante un instante. Su padre había empalidecido. Lo escuchaba hablar con la boca abierta como un túnel. Al fondo de ese túnel se encontraba él.
—…Según mis cálculos —prosiguió—, aunque es muy posible que esté equivocado, ustedes nacieron alrededor del año 2350.
Permanecieron en silencio durante un largo rato. Gerónimo, mirándolo con suficiencia, buscando en los ojos de su padre alguna señal de reconocimiento. Éste, por su parte, lucía abrumado por lo que acababa de escuchar.
—Estás loco…. —dijo al cabo de unos minutos.Gerónimo esperaba muchas respuestas, pero no aquella. Su rostro enrojeció.
—Sabes que no —dijo—. Ya es hora de que me lo digas. No soy un chico. ¿O esto también es parte del guión?
—Loco… —murmuró el padre.
—¿Soy el único que está lúcido acá? —preguntó Gerónimo mirando hacia arriba, como si alguien más pudiera escucharlo— ¿Soy el único que no tiene guión?
El viejo rompió a llorar.
—No me vas a convencer con eso —disparó Gerónimo, cargado de furia— Ahora viene la parte en que te morís, ¿no? Te morís y la dejás sola a mamá. Pero a ella tampoco le importa porque así es su papel. ¿Y yo? ¿Nunca pensaron en mí?
Entonces se dejó caer sobre la cama de al lado y cerró los ojos con fuerza. Era como si alguien apagara un televisor. En esa oscuridad profunda vio dos ojos observándolo. Le latía fuerte el corazón. El llanto de su padre se movía en oleadas, acercando y retirándose.

(¿Continuará?)

lunes, octubre 02, 2006

Intercambio epistolar de un matrimonio proletario

Por Playmobil Hipotético
Pampa del Infierno, 14 de setiembre de 1984
Querida Edith

¿Por qué me escribís una carta después de 15 años?. Sería una pregunta lógica que te hicieras pero cómo todos sabemos lo racional y vos siempre se llevaron como el orto. Así que voy a pasar rápido por esta parte introductoria y voy a ir directamente al centro de la cuestión.

Tu vieja siempre me pareció una chirusa que no decía nada pero que seguro lo tenía totalmente sojuzgado a tu viejo. Me la imagino, él llegando a las 11.30 de la noche del taller, después de haberse tomado un tren y dos colectivos, muerto de cansancio, habiendo comido un sanguche de mortadela en el bar de la estación porque seguro que a ella le dolería la cabeza y no habría podido hacer la comida; él llega, trata de mear tanto cómo le sea posible, trata de despertarte a vos, pendeja caprichosa, trata de demorar el tiempo, pero finalmente sabe que tiene que entrar en esa habitación. Entra, cuelga la campera y tu vieja metida en la cama con un pañuelo remojado sobre la frente, el velador con la lámpara de flores semiencendido y apenas lo ve, empieza a suspirar, a actuar su dolor, y le dice que no puede más, que ella sóla no puede con toda la casa, que se tienen que ir a Concordia, que llamó su madre y que ojalá que se muera esa turra, Pedro, por qué sólo quiere lo peor para vos. Y así le habla durante dos horas hasta que tu papá se deja dormir por esa voz fina, estable, infinitamente estable que terminará por concluir que mejor a Concordia no ir.

Así eras vos. Eso eras. Una mina de mierda. Y sí, ahora lo sabés que no es cierto lo de “no sos vos, soy yo”; es verdad, era yo. Estaba hinchado las pelotas de vos. De tus constantes modificaciones, de la vez en que delante de todos mis amigos dijiste que yo en realidad nunca había ido a la colimba, que lo decía para hacerme el canchero, nomás.

¿Por qué te estoy escribiendo esto, después de quince años? Eso me lo pregunto yo, no vos, que no podés entender absolutamente nada. Te estoy escribiendo porque tenés que saber la verdad. Cada vez que tenía que cojerte porque me estabas manoseando la poronga durante veinte minutos hasta que me era más cómodo garcharte que soportar tus manos de serpiente venenosa, de araña, cada vez que lo hacía pensaba en Manolo, el carnicero de la esquina.

Y no, no es que era puto. Pero imaginármelo a él hacía que vos me dieras menos asco. Si te duele, me importa realmente muy poco. Nada. Es más, porqué te pensás que lo hago, si no es para que te duela, para que sientas como te clavan mil espadas en el pecho?

La venganza, ni siquiera es venganza. ¿Cómo podría vengarme de la vez en que echaste a mi vieja que estaba con el bastón recién llegada del hospital, la echaste a la calle, como si fuera una pordiosera?¿Cómo podría vengarme de la vez que simulaste estar embarazada para seguir rompiendome las pelotas por lo menos un tiempo más?

Te quise, la puta que te parío, lo peor de todo es que te quise. Me banqué cuando te cortaste las venas, cuando tomaste las pastillas, cuando te encontraba en posición fetal en el baño y me decías que tenías regresiones a la infancia.

El día que lo decidí fue cuando menos te lo merecías, lo sé. No me tendría que haber ido aunque más no sea por humanidad. Pero es que si no era ahí, nunca iba a poder hacerte tanto mal como te quería hacer. Porque lo que no quería es que te la llevaras de arriba. Y ahí agarré el bolso que había comprado hacía 8 meses y que lo había puesto en el único lugar que sabías que no ibas a revisar (lo hubieras podido vender, pero nunca hubieras puesto tus manos ahí), en la caja con las Revistas Gráfico del 60 al 73, paré el primer taxi que cruzó por Monroe y me vine acá. Y ahora no soy feliz, porque desde hace quince años que voy a una bruja que vive a la vuelta a que te clave agujas, te haga malificios de magia negra pero vos seguís ahí, como una liendre aferrada al pelo; desde hace quince años no paro de pensar cómo cagarte la vida.

Pero el otro día, me dí cuenta que así no se si te la voy a cagar, pero que al menos te la voy a hacer más complicada. Por qué no vas a poder dejar de abrir mis cartas, lo sé, porque esos ojos de lechuza la van a dejar dos, tres, cuatro días al lado de la caramelera que tiene los ganchos que nunca jamás se te ocurrirá poner en la cortina, pero la vas a terminar abriendo.

Hasta la próxima,
Walter