Derecho a réplica por la Semana del Slip
Por Luciana
Ya que p de pau lo sugiere y además como no soporto que estos cuatro muchachos no me conviden a sus congresos siendo yo una mente afiebrada más; procedo a la exposición de mi punto de vista.
Debo reconocer que tanta honestidad en las presentaciones de estos chicos con temperaturas elevadas, me inspira a desenvolverme de igual manera.
Hay en la historia de los slips un paralelo femenino que cuenta con un mundo de gran complejidad.
Todo comenzó en mis tiernos seis o siete años de edad. Los domingos me encontraba yo, única hija, rodeada de personas mayores que eran las primas de mi abuela, unas viejas desagradables y pacatas. Si bien es cierto que no adoptaron la costumbre de tomarme de las mejillas y reírse enternecidas cada vez que hablaba, sí la falta de negocios de todo por dos pesos unido a su miseria, terminaba por abandonar, en cada uno de mis cumpleaños, un paquetito que contenía, siempre, una bombacha.
Habiendo enormes medias de toalla sin forma que nadie usa, pañuelitos bordados con los que da pena sonarse la nariz y acaban por enterrarse en el fondo del cajón de la ropa interior, estos dinosaurios optaron toda la vida por las bombachas que – encima – debía agradecer.
Lo primero que hacía con la bombacha era tomar una tijera y cortar el moño con una perlita en el nudo que solía ubicarse sobre mi ombligo (los jeans eran altos y a la cintura). La cuestión del elástico en forma de voladito era irreducible, si tiraba de una punta, la bombacha se convertía en un extenso hilo.
La verdad es que mi infancia junto a la ropa interior fue desdichada. Recuerdo que a la vuelta de mi casa había un local llamado La cueva de las patas cortas, donde mi mamá – además de darle clases particulares de lengua al hijo de la vendedora – me proveía de tristes bombachas y de medias ciudadela azules para el uniforme de la escuela.
De todas maneras, La cueva de las patas cortas me aportó una certeza que me produjo un sentimiento ambivalente: descubrí que mi mamá era capaz de elegir para mi primo un calzoncillo blanco con el mapa de África en lugar de uno azul, gris o negro; pero también entendí que las primas de mi abuela no me compraban esos adefesios con maldad y eso era, al fin y al cabo, una buena noticia.
La situación empezó a mejorar paulatinamente a medida que me acercaba a la preadolescencia. Algunas de las primas de mi abuela habían muerto y a las demás, desde el descubrimiento de su inocencia en la elección del regalito para mis cumpleaños, no les guardaba rencor. Pero a esto se sumaba el mayor deleite de los posibles. A pesar de mi reducido tamaño de busto, a los doce años no podía prescindir de sostén y así llegaban los conjuntitos de Caro Cuore en unas latas preciosas que eran la ostentación en su forma pura y no había otra opción que lucirlas en el escritorio de la habitación, aunque adentro una conservara resabios de la infancia: las famosas hebillitas pic pac que debían su nombre al sonido que producían al abrirlas y cerrarlas; gomitas para el pelo de todos los colores; un zapatito de la barbie cristal que no se puede tirar por si aparece el otro; etcétera. Así era como las mejores amigas obsequiaban estas latas los días de cumpleaños.
Ya en la adolescencia adquirí una profunda devoción por la ropa interior y aunque mi busto mantuviera sus pequeñas dimensiones, la industria había creado los corpiños con relleno y más tarde los push up que unen y modelan lo poco que había para unir y modelar.
Colores de los más variados, tangas pequeñísimas, medias con liga y demás eran una delicia, el cajón se había convertido en una cajita de bombones y qué más da que la pérdida de la virginidad me encuentra con una bombacha resucitada y comodísima - por lo estirada – de aquellos tortuosos años infantiles.
Aún hoy me pierdo por corpiños bordados; portaligas haciendo juego, con las mismas florecitas azules y violetas; medias finísimas de igual tonalidad e infinita variedad de prendas que terminan por hacerme gastar una fortuna aunque más no sea por partes.
Hay veces que funcionan como arma de seducción pero los cierto es que abrir la lata, romper el papel de seda que envuelve el conjunto, colocarse el portaligas que no es tarea sencilla y mirarse en el espejo, es una de las tareas más onanistas del mundo.
Ya que p de pau lo sugiere y además como no soporto que estos cuatro muchachos no me conviden a sus congresos siendo yo una mente afiebrada más; procedo a la exposición de mi punto de vista.
Debo reconocer que tanta honestidad en las presentaciones de estos chicos con temperaturas elevadas, me inspira a desenvolverme de igual manera.
Hay en la historia de los slips un paralelo femenino que cuenta con un mundo de gran complejidad.
Todo comenzó en mis tiernos seis o siete años de edad. Los domingos me encontraba yo, única hija, rodeada de personas mayores que eran las primas de mi abuela, unas viejas desagradables y pacatas. Si bien es cierto que no adoptaron la costumbre de tomarme de las mejillas y reírse enternecidas cada vez que hablaba, sí la falta de negocios de todo por dos pesos unido a su miseria, terminaba por abandonar, en cada uno de mis cumpleaños, un paquetito que contenía, siempre, una bombacha.
Habiendo enormes medias de toalla sin forma que nadie usa, pañuelitos bordados con los que da pena sonarse la nariz y acaban por enterrarse en el fondo del cajón de la ropa interior, estos dinosaurios optaron toda la vida por las bombachas que – encima – debía agradecer.
Lo primero que hacía con la bombacha era tomar una tijera y cortar el moño con una perlita en el nudo que solía ubicarse sobre mi ombligo (los jeans eran altos y a la cintura). La cuestión del elástico en forma de voladito era irreducible, si tiraba de una punta, la bombacha se convertía en un extenso hilo.
La verdad es que mi infancia junto a la ropa interior fue desdichada. Recuerdo que a la vuelta de mi casa había un local llamado La cueva de las patas cortas, donde mi mamá – además de darle clases particulares de lengua al hijo de la vendedora – me proveía de tristes bombachas y de medias ciudadela azules para el uniforme de la escuela.
De todas maneras, La cueva de las patas cortas me aportó una certeza que me produjo un sentimiento ambivalente: descubrí que mi mamá era capaz de elegir para mi primo un calzoncillo blanco con el mapa de África en lugar de uno azul, gris o negro; pero también entendí que las primas de mi abuela no me compraban esos adefesios con maldad y eso era, al fin y al cabo, una buena noticia.
La situación empezó a mejorar paulatinamente a medida que me acercaba a la preadolescencia. Algunas de las primas de mi abuela habían muerto y a las demás, desde el descubrimiento de su inocencia en la elección del regalito para mis cumpleaños, no les guardaba rencor. Pero a esto se sumaba el mayor deleite de los posibles. A pesar de mi reducido tamaño de busto, a los doce años no podía prescindir de sostén y así llegaban los conjuntitos de Caro Cuore en unas latas preciosas que eran la ostentación en su forma pura y no había otra opción que lucirlas en el escritorio de la habitación, aunque adentro una conservara resabios de la infancia: las famosas hebillitas pic pac que debían su nombre al sonido que producían al abrirlas y cerrarlas; gomitas para el pelo de todos los colores; un zapatito de la barbie cristal que no se puede tirar por si aparece el otro; etcétera. Así era como las mejores amigas obsequiaban estas latas los días de cumpleaños.
Ya en la adolescencia adquirí una profunda devoción por la ropa interior y aunque mi busto mantuviera sus pequeñas dimensiones, la industria había creado los corpiños con relleno y más tarde los push up que unen y modelan lo poco que había para unir y modelar.
Colores de los más variados, tangas pequeñísimas, medias con liga y demás eran una delicia, el cajón se había convertido en una cajita de bombones y qué más da que la pérdida de la virginidad me encuentra con una bombacha resucitada y comodísima - por lo estirada – de aquellos tortuosos años infantiles.
Aún hoy me pierdo por corpiños bordados; portaligas haciendo juego, con las mismas florecitas azules y violetas; medias finísimas de igual tonalidad e infinita variedad de prendas que terminan por hacerme gastar una fortuna aunque más no sea por partes.
Hay veces que funcionan como arma de seducción pero los cierto es que abrir la lata, romper el papel de seda que envuelve el conjunto, colocarse el portaligas que no es tarea sencilla y mirarse en el espejo, es una de las tareas más onanistas del mundo.
10 comentarios:
Gracias Luciana!!!
Está muy bien su réplica.
Me encantaría escuchar su opinión (femenina por cierto y por lo que cuenta hace gala de ella, las lencerías conmigo se morirían de hambre) vuelvo, su opinión sobre la ropa interior masculina con la que se ha cruzado en esta vida, sus impresiones (a eso me refería con la mirada femenina sobre el tema)
Disculpe mi sintaxis, como siempre.
saludos.
Muy buena luciana!
Iba a reclamar que yo pedí su intervención allá lejos por el primer post de los calzones pero me olvido del reclamo y entro a estar de acuerdo muy muchamente!
Si algún psicologo se apresenta y es capaz de explicar toooodo lo que hay detrás de la conservación del zapatito de la barbie por si uno de estos días aparece el otro, creo que el misterio de las mujeres quedaría develado al mundo.
Como p de pau, adhiero a que creo que merece su propia opinión sobre los mismísimos calzones masculinos!
Muchas gracias p de pau y libelulita.
Sobre el post sobre los calzones masculinos creo que sería un buen post, voy a pensarlo para más adelante.
Sobre el zapatito de la barbie, qué decirle, libélula, yo soy psicóloga y míreme escribiendo sobre bombachas!
Veo una distinta actitud en las aproximaciones femeninas y masculinas al tema de la (propia) ropa interior. En el hombre hallamos recelo, disgusto, desconfianza. Finalmente, triste resignación. La mujer, a juzgar por lo que este post revela, ha sido sabia, y a convertido un instrumento de tortura en un objeto de deseo. Mis más sinceras felicitaciones, Luciana, y en usted a todo su género.
PD: los calzoncillos, de toda laya, siguen siendo nuestros enemigos.
Bueno luciana pero que no se diga. Uds no solo escribe de bombachas en un blog, sino que contribuye a la fiebre colectiva!
Tanta descripción de las ligas y nuestro onanismo visual quedó perfectamente planteado!
Todo muy lindo, pero las hebillas se llaman "tic tac".
Recuerdo que cuando era un niño desafiaba a mis compañeritas de segundo grado a que hicieran la vertical con el secréto propósito de espiar sus bombachas. Muy buen post. Coincido con la platea femenina que estaría bueno conocer la opinión femenina sobre la ropa interior masculina (tal vez desembocaría en una semana de la tanga y el culotte, vaya uno a saber).
Saludos
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