viernes, diciembre 15, 2006

Zafiro (7ma. y última parte)

Por Zedi Cioso

A esa altura ya habíamos forjado otra rutina: todos los martes me encontraba con mi peor enemigo. Él pagaba la habitación diamante, sin descuento y ella se hacía cargo de todos los extras que pedía por teléfono y que iban desde los más extravagantes juguetes eróticos a las más vulgares bebidas y alimentos del menú. Pero una vez que se disiparon las brumas de la furia que me cegaban pude analizar la situación con claridad y comprendí que me encontraba en una situación ventajosa y si hacía las movidas correctas podía llevarme el premio mayor. Sólo tenía que encontrar la forma de poner sobre aviso a Sabrina sin delatarme. Eso desencadenaría la ruptura y, aunque más no fuera por despecho, ella caería en mis brazos. Era un plan infalible. El problema radicaba precisamente en el modo de anoticiar a Sabrina sobre la naturaleza del engaño. Pensé. No se me ocurría nada. Tal vez un mensaje cifrado, algo que funcionara al modo de la publicidad subliminal. ¿Pero cómo trasmitirlo? ¿Dónde hallar el canal de difusión? Reparé en los detalles y encontré la respuesta en la afición de Sabrina por los dulces. Siempre estaba llevándose caramelos, pastillas o chicles a la boca. El Hotel entregaba, a modo de souvenir, una bolsita blanca con caramelos surtidos. A decir verdad, me sentí bastante estúpido en la soledad de mi habitación mientras recortaba papel celofán y dibujaba las letras con el esmalte de uñas hurtado a mi mamá. De todos modos aplicaba a la empresa la precisión de un orfebre. Tras varios intentos fallidos obtuve un resultado que juzgué óptimo y así fue que una semana después le estaba entregando al iluso de jogging una bolsita blanca que contenía tres explosivos mecanismos de relojería: los caramelos “Martes” “Mañana” y “Traición”. Incluso me pareció observar, a través del monitor que registraba las imágenes provenientes de la calle, cómo él le entregaba despreocupado la bolsita blanca, a modo de acostumbrado y gratuito presente. Casi no pude esperar hasta el miércoles siguiente, pero cuando el día finalmente llegó no advertí ninguna señal de parte de Sabrina y a la mañana del jueves volví a verla haciendo su entrada triunfal de la mano del infame vestido de atleta que entonó su aria consistente en una única palabra. Pero no me di por vencido y aguardé en pos de una nueva oportunidad. Y la tuve. El primer martes de noviembre mi buen amigo, quizá algo escaso de efectivo, en lugar de entregarme sus consabidos cien pesos depositó una tarjeta de débito en el hueco de la ventanilla y la extendió hacia mí. Traté de dominar mi emoción mientras me aseguraba de colocar correctamente los dos papeles carbónicos y apuntaba con letras grandes y claras la fecha y la hora. Después le solicité con suma cortesía que firmara el comprobante y le entregué su factura y me guardé la tercera copia en el bolsillo trasero de mi pantalón. Una semana más tarde entraba en el aula con música de película de espías resonándome en la cabeza. Tomé asiento al lado de Sabrina, como de costumbre y esperé el momento propicio, que llegó una hora más tarde cuando ella se disculpó, se puso de pie y abandonó el aula para ir al baño. Entonces yo extraje el cuerpo del delito de mi bolsillo trasero y lo deslicé subrepticiamente en su cuaderno de apuntes. Traté de colocarlo de forma tal que llamara la atención como un susurro en lugar de reclamarla a gritos. La maniobra resultó exitosa en grado tal que Sabrina no reparó en el comprobante sino hasta que la clase hubo terminado y ella se dispuso a guardar su cuaderno. Recién en ese momento percibió ese papelito algo fuera de lugar que parecía haberse inmiscuido entre sus apuntes como un inmigrante ilegal. Lo apresó entre el pulgar y el índice y lo extrajo lentamente. El delgado papel se dejó deslizar con suavidad entre las hojas hasta quedar desplegado por completo. Entonces Sabrina lo miró e hizo lo que el común de los mortales suele hacer con las notas de crédito: lo redujo a un bollo que arrojó lejos de sí. No sé cómo contuve mis ganas de arrojarme con alma y vida sobre esa pelotita de papel y desplegarla ante sus narices al grito de ¡Leé! ¡Leé! ¡Leé!
Esa misma noche soñé que asistía a clases en la facultad y en mitad de la lección descubría que iba vestido de jogging y este detalle ejercía sobre mi espíritu la misma impresión que si fuera desnudo o sólo llevara puestos los calzoncillos. Me desperté sobresaltado, esforzándome con obstinada urgencia por separar la viscosa membrana del sueño de la realidad, en esos brutales instantes de duermevela. Aquella era una pesadilla recurrente que sufría cuando era chico, pero llevaba años sin experimentarla.
Tal vez fueran los nocivos efectos oníricos, o el hecho irrefutable de que tan sólo restaban tres semanas para la finalización del cuatrimestre, los motivos de que decidiera dejar de lado todo resabio moral y jugarme por entero, sin medir las consecuencias. Me costó bastante trabajo convencer a Sabrina para que se reuniera a estudiar conmigo, pero al fin logré mi cometido. Entonces le propuse que nos juntásemos el jueves a la mañana, puesto que ese era mi día franco. Sabrina se sonrojó y dijo que ese día no podía. Entonces retruqué el martes, a eso del mediodía, y ella vaciló un poco pero después dijo que sí, que el martes estaba bien. No quise confirmar el lugar hasta último momento, para no darle la chance de modificarlo. Después solicité en el trabajo el día de estudio que me correspondía y el lunes a la noche la llamé y le comuniqué cual sería nuestro punto de encuentro. Tras mencionar la intersección de las calles donde se encontraba el bar le pregunté con malicia si se ubicaba.
_Sí, sí, me ubico perfectamente.
_Bueno, entonces nos vemos mañana a las once y media.
_Dale, nos vemos mañana, un beso,
_Chau, que descances, me despedí y prendí la tele. Ya daba por descontado que no iba a poder pegar un ojo en toda la noche.
Llegué al bar a eso de las diez y media, con tiempo de sobra para elegir la mesa con mejor vista al garage del hotel alojamiento, que estaba en frente. Pedí un desayuno que apenas probé y me entregué a una tensa espera. El tiempo transcurría lento y monótono, con la cadencia gomosa de una novela proustiana. Pasaron las once y media y Sabrina no aparecía por ninguna parte. A las doce y cuarto los que sí aparecieron fueron el hombre con equipo de gimnasia y su amante, a bordo de la moto. Ambos aguardaron tranquilos mientras el portón automático se elevaba lentamente, en sentido contrario a mis esperanzas que se clausuraban sin remedio. A las doce y media pedí la cuenta y guardé mis cosas en la mochila. Casi me llevo por delante a Sabrina en la puerta del bar. Estaba agitada y llevaba el pelo mojado. Me pidió disculpas y me anunció, tal vez a modo de compensación por la demora, que había conseguido la fotocopia de los apuntes de nuestro compañerito estrella, Darío Sapir, a través de una amiga en común. Retornamos a la mesa que yo había abandonado segundos atrás y le pedí un café al mozo, que sonreía con malicia. Ella se pidió un café con leche y un tostado y emprendimos nuestra jornada de estudio, aunque yo apenas podía concentrarme en lo que decía. Me distraía al pensar en la multitud de imponderables detalles que podían distraerla del garage en el momento preciso. Alguien que levantara la voz al otro extremo del bar. Un mozo que lanzara una carcajada. Una noticia de último momento con fondo rojo en la pantalla del televisor o simplemente que se levantara para ir al baño justo en el mismo instante que… Pero al mismo tiempo debía realizar un esfuerzo titánico para aparentar interés y concentración con el objeto de retenerla esas dos horas. Hasta que, exactamente a las 14:35, noté que el portón de salida iniciaba su despegue y traté de seguir hablando sin saber lo que decía, con el mero propósito de que ella no bajara la vista y se perdiera la función estelar del día. Y efectivamente Sabrina lo vio todo. Y lo que vio seguramente fue esto: un portón que se eleva como en cámara lenta para dejar a la vista a un hombre con casco sobre una moto y una chica de pelo suelto abrazada a su espalda que salen a toda velocidad.
_¿Que dijiste de Wilde?, me preguntó.
_¿Cómo?
_¿Que qué decías de Eduardo Wilde?, estabas hablando de Wilde y te quedaste callado
_Eh, que atacaba y se defendía de sus adversarios políticos a través del diestro uso de la ironía. Pero en verdad quería decir que era un reverendo hijo de puta.
Sabrina se quedó callada y no respondió.
Traté de prolongar un poco más la ficción del estudio y lo único que logré fue comprobar que mis fuerzas me habían abandonado. Pero justo en el momento en que me disponía a dar por terminado el encuentro se encendió una luz de esperanza y más que una luz me atrevería a decir que salió el sol de la esperanza en la noche de mi desconcierto, porque una moto que acababa de dar la vuelta manzana se detenía en la esquina y sus dos ocupantes, entregados a una fortuita rutina que me era desconocida, ingresaban al bar, saludaban al mozo y se instalaban cómodamente abrazados en una de las mesas del fondo.
En esta oportunidad fue Sabrina la que interrumpió su frase a mitad de camino. Entrecerró los ojos, como si adjudicara lo que estaba viendo a una ilusión óptica o una incipiente miopía. Noté que la mano derecha empezaba a temblarle.
_Disculpame un minuto, dijo y se desembarazó de la silla lanzándola hacia atrás con un violento golpe de cola. El ruido fue considerable y atrajo la atención de varios comensales pero aquellos tortolitos del fondo estaban abstraídos en su burbuja romántica y hacia allí, como un alfiler, se encaminó Sabrina. Al día de hoy aún me lamento que nuestra mesa estuviera en el otro extremo del salón y yo no pudiera escuchar ni una palabra de la discusión. El pudor o el miedo a la vergüenza pública impidieron que Sabrina alzara la voz, pero por lo demás, podría reconstruir la escena hasta en el más mínimo detalle. Ella se aproxima a la mesa a un ritmo rápido y decidido, con pasos de sicario. Llega y se queda parada frente a ellos lanzándoles la ingrata acusación de su mera presencia. Él se pone inmediatamente de pie, como si hubiese accionado un secreto botón de eject en su butaca. Creo que lo hace menos por un sentimiento de disculpa que para poder sostener la discusión cara a cara y no tener que soportar, en el plano físico, la misma inferioridad que en el plano moral. Ella conserva la calma en la medida de lo posible y para el observador externo no componen un cuadro diferente al de dos viejos amigos que acaban de reencontrarse tras muchos años sin verse. Sólo la delatan su mirada extraviada y el frenético movimiento de sus manos que, cada tanto, se entrecierran y lanzan todo tipo de municiones a través del índice a la mujer que permanece sentada e indiferente. En efecto, la mujer ha prendido un cigarrillo y fuma mientras mira hacia otro lado como si la situación no la rozara siquiera. Su aplomo me provoca envidia y escalofríos en igual medida. No hay cachetazos. No hay gritos histéricos. Cada tanto Sabrina señala en dirección a nuestra mesa, seguramente en trance de explicar su contingente presencia en aquel bar. Yo los observo con cara de no comprender. Él me mira pero yo soy invisible. Sin un espejo delante no puede, nunca podrá reconocerme. Tras cinco eternos minutos Sabrina regresa y empieza a recoger con furia sus útiles y apuntes para introducirlos a la fuerza en su bolso. Una de sus ágiles lágrimas rueda por su mejilla y realiza un salto mortal para caer sobre la fotocopia de apuntes y deformar una palabra que se torna ilegible. Actúa tan rápido y con tal determinación que cuando quiero reaccionar ya se está yendo.
_Me tengo que ir, anuncia.
_¿Te pasó algo? ¿No querés que te… pero no puedo terminar mi ofrecimiento porque ella se marcha sin despedirse. Trato de guardar mis cosas para seguirla pero cuando me pongo de pie la veo a través del vidrio de la ventana subirse al primer taxi que dobla la esquina y perderse en la ciudad.

La llamé todos los días desde entonces, pero nunca podía encontrarla o no quería atenderme, no lo sé. Faltó a clase las dos semanas siguientes y sólo se presentó el día del parcial, al que llegó diez minutos tarde. Se ubicó lejos de mi banco y escribió con gesto ausente por el lapso de una hora. Después entregó con indolencia la hoja al profesor y se fue. Seguí tratando de comunicarme con ella, pero todos mis intentos resultaron infructuosos.
Recién volvimos a vernos a mediados de diciembre, cuando entró al hotel por el ingreso peatonal de la mano de Darío Sapir. Ese mismo día presenté mi irrevocable renuncia.
Pidieron Zafiro.

9 comentarios:

Anónimo dijo...

que buen desenlace. Genial. Y lo folletinesco sumó siempre. Yo pensaba esperanzadamente que terminaria con ella.
saludos, Marian.

Anónimo dijo...

Muchas Gracias, Marian. Me alegro que le haya gustado.

Anónimo dijo...

Muy bueno, Cioso, este final repuntó, buenísimo.
Ahora, porque me engaño? ud. sabía que sólo quedaba una parte y yo lamentandome por las entregas en cuotas, no vale..
Le confieso algo con lo que me identifiqué al comienzo de la historia: hace muchos años cuando vivía en el Oeste y venía al centro me pasaba horas haciendo tiempo entre una actividad y otra, claro, mi locación era el viejo Pumper Nic y es cierto, no recuerdo epoca que haya leído tanto, tanto..

saludos.

Anónimo dijo...

Muchas Gracias, Pau. Y acuerdo con ud. La lectura es la mejor forma de "hacer tiempo" (en todos los sentidos de la palabra)
Saludos

Anónimo dijo...

Ah, y sepa perdonar lo de las cuotas, sucede que era un fragmento muy largo y hasta último momento se dudó entre incluirlo íntegro o subdividirlo.

Anónimo dijo...

Que buena frase: "leer es hacer tiempo en todos los sentidos de la palabra"
Yo soy una culposa mal con el tiempo entregado a leer, que bueno sería que me pueda apropiar de tu frase.

saludos findeañeros para ud. y todos los afiebrados!!

Anónimo dijo...

Gracias Pau, le regalo la frase, la encontré en el camino.
Saludos para vos también y que tengas un gran 2007

Unknown dijo...

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knoppix dijo...

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