Acerca de la unicidad del slip y la relación amor-espanto
Lic. Dragón del Mar
Voy a intentar ser breve, aunque posiblemente no lo logre. Como la teoría no es mi fuerte, me propongo disertar acerca de una experiencia personal.
Irme a vivir solo por primera vez fue, como suele suceder en estos casos, toda una aventura, cargada de neurosis y de monstruos del abismo. En mi caso, y no creo escapar a la regla, el viaje empezó con la recolección de ropa y demás objetos personales en mi casa materna.
—¿Dónde vas a meter todas esas porquerías? —preguntaba mi vieja con una curiosa mezcla de asombro e indignación.
—Hay lugar —era mi lacónica respuesta.
Mi primer departamento estaba ubicado en un piso 11 sobre la avenida Corrientes, daba a un contrafrente y tenía una superficie de quince o veinte metros cuadrados. Mi razonamiento era que, dado que aquella iba a ser mi casa por —se suponía, al menos— mucho tiempo, todas mis cosas tenían que entrar. Aquella confusión entre el ser y el deber ser, muy propia del estudiante de Filosofía que yo era en aquel entonces, me trajo numerosos inconvenientes que no pienso ventilar en la presente disertación. Baste añadir que entre mis posesiones más preciadas se encontraban cuatro o cinco pantalones que no utilizaba desde los quince años, un traje heredado que más bien se parecía a una mortaja y —llegamos por fin al tema que nos convoca— doce o quince slips, producto de los más imaginativos regalos de abuelas y tías lejanas.
Los primeros días transcurrieron sin inconvenientes. Compré limpiador de pisos, detergente y aceto balsámico para sentirme dueño de casa. En cuanto a la higiene personal, con los champúes y los desodorantes que me había mandado mi vieja, estaba cubierto por un razonable período de tiempo. El problema surgió cuando, una tarde de sábado, me di cuenta de que mi acervo de calzoncillos no le iba en zaga a la imagen de hombre emancipado que yo pretendía transmitir: a rayas, rojos y en algunos casos diminutos, desteñidos y con los elásticos vencidos, hogares y refugio de palometas, de gorriones y de cóndores del altiplano, esos calzoncillos habían sido testigos —y fieles compañeros— de mis emociones más intensas, pero no daban para más. Si la Divina Providencia me deparaba una mina al final del camino, ya no podía apelar a su comprensión maternal. Me hubiera sentido un impostor haciéndole el verso del bohemio solitario, sabiendo que mis partes más íntimas se encontraban malamente contenidas en aquella red de pescadores pobres. Y en ese momento de mi juventud, yo todavía anhelaba ser honesto. Fue así que, por primera vez en mi vida, salí en busca de unos calzoncillos nuevos. Aunque no tenía idea de su precio, los imaginé apenas más caros que el trapo de piso que me acababa de comprar. Estaba dispuesto a pagar un poco más por un Ritmo o un Eyelit porque pensé que me darían un toque de distinción. Pero cuando llegué a la casa de ropa, empezaron los problemas.
—¿Qué talle? —me preguntó la vendedora.
Vacilé unos instantes.
—No sé —dije—, es como para mí.
Pedir un talle grande hubiera sonado presuntuoso, mientras que hablar de un calzoncillo pequeño me dejaba muy mal parado frente a la vendedora aunque ésta, justo es decirlo, actuaba como una verdadera profesional. Tenía la edad de mi vieja, no dudaba y en sus palabras no adiviné ninguna suspicacia. Parecía acostumbrada a su trabajo. La imaginé como la madama de un prostíbulo en decadencia, con un cigarrillo mustio colgando apagado de sus labios, ocupada en calmar los ánimos de los hombres que —igual que yo en ese momento— iban con las piernas temblorosas a ejercer el esperado debut.
—Tenés el Eyelit tipo boxer —dijo, después de mirarme de pies a cabeza—. Es talle único, se ajusta al cuerpo.
Cuando me lo mostró, el flechazo fue instantáneo. Ninguna tía ni abuela hubieran osado regalarme jamás semejante prodigio de la industria textil. Su tela, aunque elástica y resistente, parecía salida de un comercial de suavizante para la ropa. Pensar en aquella textura ejerciendo su ligera presión en mi entrepierna, contagiando una franca sensación de virilidad al resto de mi anatomía, me colmaba de felicidad por anticipado. Había de varios colores, hubiera querido llevármelos a todos, pero cuando la vendedora me informó el precio —equivalente a diez o quince trapos de piso— opté por el negro, discreto y a prueba de palometas insolentes.
Esa noche tenía una fiesta de la facultad de Ciencias Económicas. Primero vinieron unos amigos, ocho o nueve que entraron en el departamentito con mucho entusiasmo y pocos miramientos, dejando un contundente olor a bolas, faso y un tendal de botellas vacías tras de sí. Yo los miraba satisfecho, sin hacerme problemas por nada. Emancipado por completo de los calzones familiares, me sentía encarador. Un objeto erótico de lujo, dispuesto a que mil mujeres me tomaran por asalto. Pero con el paso de las horas, el alcohol y la marihuana fueron dejando su huella. Cuando llegamos a la fiesta, promediando la madrugada, mi calzoncillo nuevo había dejado de lado su papel protagónico para transformarse en un mero cómplice olvidado de la noche. Primero hice un breve estudio de campo, luego me tomé una cerveza y al final me lancé con ímpetu sobre una gorda, reboté y eso fue todo. Volví al departamento dos horas después.
Ese intento fallido no me amilanó. A partir de entonces, pasé largas jornadas en compañía de mi calzoncillo negro, al que incluso cuando empezó a ponerse viejo seguí considerando nuevo. Eran una fiesta las mañanas en que lo encontraba fresco y disponible en el cajón de la ropa interior. Me lo ponía cada vez que tenía un compromiso importante, como si fuera un talismán. Aquel Eyelit siguió siendo mi único calzoncillo en condiciones durante mucho tiempo. Si no lo llevaba encima me sentía mal vestido o incluso poco varonil. En verano, al llegar a casa, me sacaba la ropa y ensayaba poses con él frente al espejo. Fue un compañero infaltable en todas mis citas románticas. No habrá otro igual. Hoy mismo, mientras escribo estas líneas, siento su elástico firme en mi cintura y mi entrepierna, contenedor de las caricias y los sueños, fuente inagotable de abrigo e inspiración.
Muchas gracias.
2 comentarios:
"Hoy mismo, mientras escribo estas líneas, siento su elástico firme en mi cintura y mi entrepierna"
ese rigor del paño higiénico/sexual es el motor, en buena parte de su escritura, yo lo consideraría.
Se van marcando a fuego mutuamente.
Sabe de lo que habla , señor dragon!!!
Buen post.
Gracias por los comentarios. Creo que las presentes jornadas sirven para reinvidicar a estos testigos mudos e injustamente olvidados que tanto nos han brindado -y nos siguien brindando- de sí. Para ellos, mi más sentido homenaje.
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