Záfiro (5ta. Parte)
Por Zedi Cioso
Seis días después llegué a la clase sobre la hora y ella ya estaba ahí, tal y como esperaba, sentada en las primeras filas. Me ubiqué a unos pocos bancos de distancia. Esta vez quería disfrutar el halo de su presencia física. Intentaba generar una atracción que corro el riesgo de llamar gravitatoria. Tenía la esperanza de que nuestros cuerpos se ligaran a través de una fuerza tan poderosa como la que mantiene en órbita a los planetas y evita que el universo se desbarate. Traté de no mirarla demasiado. No quería que me tomara por un loco obsesivo. Yo era el hombre al otro lado del espejo; tenía que ir con pies de plomo si quería sacar provecho de la situación. Me limité a escuchar su voz, que desconocía. Hablaba copiosamente con su compañera de banco a quien debía conocer de antemano en virtud de la confianza que se prodigaban en la charla. Mala señal, pensé, una amiga en estas circunstancias siempre representa un obstáculo. Pasé el resto de la clase atento a los susurros que intercambiaba con su amiga, estremecido ante cada movimiento, que adivinaba, confuso, al límite de mi campo visual mientras mis ojos ciegos permanecían fijos al frente, falsamente atentos al cuerpo de un docente que parecía accionado por un ventrílocuo mudo. Al finalizar la clase di inicio a una discreta pesquisa. En la puerta se despidió de su amiga y ambas se fueron en direcciones opuestas. Ella caminó hacia Rivadavia. Se detuvo en una parada de colectivo y abordó el cincuenta y cinco. Al otro día el sujeto de jogging pidió zafiro pero yo ya no pasaba esas cuatro horas de angustia rumiando mi pena sino que las dedicaba productivamente a elaborar mi plan de conquista. Mi irrupción en su vida debía obedecer a un movimiento sutil, ser lo menos forzada posible. La semana siguiente se me presentó una oportunidad inmejorable. Por circunstancias que no vienen al caso, la clase, que debía versar acerca de ciertos autores del siglo XIX, se había desmadrado y todos discutíamos acaloradamente sobre autores contemporáneos y sobre uno en particular, cuya última novela había protagonizado un pequeño boom vernáculo y a la que el profesor, quizá para provocarnos, había reducido a poco más que un librito de autoayuda. Fue entonces que ella alzó la voz para lanzar una tesis ridícula en defensa de la obra: una auténtica sarta de pavadas que trataban de relacionar las vocales que incluían los nombres de los personajes con los significados a los que referían. Se oyeron algunas risitas contenidas en el fondo del aula e incluso el profesor esbozo una sonrisa. Indignado, pedí la palabra y me lancé a una acalorada defensa de la ridícula hipótesis, esgrimiendo una destreza para la contorsión argumental que me era desconocida. Algunos incluso dejaron de reírse y parecieron inclinarse a mi favor. La discusión quedó zanjada cuando habló el afeminado de Darío Sapir, que ya era adscripto en la cátedra de Literatura Latinoamericana y prometía convertirse en el gran crítico de su generación. Con un par de frases breves y concisas hizo polvo los argumentos del docente y elevó una defensa inexpugnable de la novela en cuestión, no sin dejar deslizar algunas filosas notas al pie que echaban por tierra mi parrafada y contribuían al jolgorio general. No importaba. Había logrado mi cometido. Al fin de la clase me le acerqué tímidamente mientras ella guardaba su cuaderno de apuntes y expuse mi acuerdo absoluto con su postura, mintiendo que yo había tenido impresiones e intuiciones similares a las suyas al leer la novela, aunque a esa altura ni ella estaba totalmente convencida de lo que había dicho. Descendimos las escaleras junto a su amiga, que nos despidió en la puerta, y caminamos juntos hasta la parada del colectivo. Ella se mostró sorprendida cuando le anuncié que yo también tomaba el cincuenta y cinco y dijo que no recordaba haberme visto antes. “Al menos me registra”, pensé reconfortado. Después le expliqué que estaba haciendo un seminario a continuación de nuestra materia, pero el profesor que lo dictaba había pedido licencia por enfermedad. No era algo muy convincente pero fue lo único que se me ocurrió en ese momento. De ahí en más, empezamos a viajar juntos después de clase. Yo descendía del colectivo dos paradas después de ella y me subía a otro ómnibus en sentido contrario. En mi casa me esperaban con la comida lista y quisieron saber por qué llegaba tan tarde. Les respondí que al inicio del cuatrimestre me había anotado en un seminario cuyo profesor se hallaba enfermo, pero acababa de recobrarse. Durante el primer viaje me enteré de su nombre: Sabrina, su edad, veintitrés años, igual que yo, y que vivía con sus padres en Palermo. Y sí, mencionó a su novio en dos o tres oportunidades. Lo dejó caer en la conversación, como quien no quiere la cosa, con esa actitud casual que en realidad advierte: “cuidado, no creas que estoy dejándome seducir”.
6 comentarios:
Gracias Zedi por postear Zafiro. Pregunta: ya la tenés toda escrita o vas escribiendo parte por parte?
Te sigo leyendo (en lo de Cobiñas tambien.)
saludos.
Me encanta, cada vez más y escribió una frase que me dejó impresionada: "un docente que parecía accionado por un ventrílocuo mudo" espero ansiosa la sexta parte!
¡Gracias Pau! ¡Me lees en todas partes! En cualquier momento te voy a sorprender leyendo cosas que todavía no escribí. Respondo a tu pregunta con otra ¿Y vos que pensás? (quizás como torpe estrategia para sostener el suspenso) Como sea, quedate tranquila que va a continuar hasta el final.
¡Gracias Luciana! La próxima semana está dedicada a las jornadas calzoneras, si queda tiempo en el coffe break inserto el chapter 6
Gracias Zedi, ud. no sabe lo feo que es para una lectora como yo que la dejen sin continuidad (ojo, no me gustan los finales por los finales en sí, pero necesito que le des un final al relato, aunque quede abierto...
Perdón que le responda con otra pregunta pero: Que pienso de que?
Por lógica (no se de qué) está todo escrito ya.
Ahora merezco saber la verdát!!
saludos.
Como dijo el filósofo, "la única verdad es la realidad". La semana que viene, la 6ta parte.
Saludos, lectora mía.
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